Los círculos se desgajaban entre sí. |
"El único hombre que jamás se equivoca es el que nunca hace nada." (J.W. Goethe)
martes, 8 de julio de 2014
Andreas (Scholl) o los unidos
Andreas o los unidos es una olvidada novela corta del escritor austríaco Hugo Von Hofmannsthal que contiene una de las descripciones paisajísticas más hermosas que he leído y un ejemplo inmejorable de lo que es el panteísmo. Habiendo leído lo siguiente -con banda sonora de Andreas Scholl, como el maravilloso "Requiem" de Marco Rosano que acabo de descubrir gracias a un contacto de Google+, merci beaucoup Christine!- ya no hace falta explicar más, entra por los cinco sentidos:
"Andreas se sentía como nunca se había sentido en el seno de la naturaleza. Le parecía como si todo aquello hubiera ascendido de un golpe, surgiendo de él, aquella potencia, aquel ascender, aquella pureza en el punto supremo. El pájaro señorial planeaba arriba, solo en la luz, con las alas extendidas, describiendo lentos círculos, viéndolo todo desde las alturas en que volaba, mirando hacia el valle de los Finazzer y el patio, la aldea, las tumbas de los hermanos de Romana. Todo estaba a la misma distancia de su vista penetrante: estas gargantas de montaña hacia cuyas profundidades azulencas miraba él buscando un ciervo joven o una cabra extraviada. Andreas rodeaba con su deseo al ave, incluso se elevaba hacia ella con un sentimiento de dicha, pero esta vez no se sentía impulsado a penetrar en el animal, sino que sentía simplemente cómo el poder supremo y el don mayor del animal iban fluyendo lentamente en su alma. Toda oscuridad, todo tropiezo se apartaban de él y presentía que toda mirada suficientemente elevada bastaba para unir todo lo que estaba separado y que la soledad no era sino un espejismo. Romana era algo que él tenía en todas partes y que podía asimilar a su ser donde quisiera. Y aquella montaña que se elevaba ante él y dirigía su flecha hacia el cielo era para él un hermano y más que un hermano. Y del mismo modo que el monte alberga en sus poderosos espacios al tierno cervato, lo cubre con el frescor de las sombras, lo oculta con neblina azulenca de las persecuciones, así vivía Romana en él. Ella era un ser vivo, un punto central y en torno suyo se extendía un paraíso no más irreal que las torres alzadas ante él desde el otro lado del valle. Miró hacia su interior y vio a Romana arrodillada y rezando. Y la muchacha doblaba las rodillas como el ciervo cuando se inclina para descansar y cruza los delicados pilares de sus patas y este gesto era para él algo inexplicable. Los círculos se desgajaban entre sí. El rezaba con ella y cuando levantó la mirada pudo ver que la montaña no era otra cosa que su rezo. Una indecible seguridad le poseyó: era el momento más dichoso de su vida."
miércoles, 2 de julio de 2014
Purcellmanía
Uno de los conciertos más hermosos a los que he tenido el placer de "asistir" gracias a Internet... Bravo bravissimo Andreas Scholl!!! Absolutamente maravilloso: una delicia para los oídos.
martes, 1 de julio de 2014
Todo era perfecto (y II)
Narració presentada (en va) al Premi de Narració Curta "Illa de Menorca" 2014, segona part (primera part a "Todo era perfecto (I)"):
Albert se levantó y accedió al
interior del café. De improviso, toda la luminosidad enfervorecida de la
terraza se trocó en sombras neblinosas. El alegre toldo anaranjado que
antiguamente planeaba sobre su cabeza ya no era más que un vago recuerdo.
Al pasar junto a él, el hombrecillo
se puso en pie, le dirigió una educada inclinación de cabeza y le espetó unas
palabras que, a pesar de estar formuladas en otro idioma, no le costó entender.
Toda su irritación se esfumó de golpe.
-Senyor,
m’han dit que vostè és menorquí –repitió con voz inusitadamente firme.
-No exactamente –le contestó Albert
en francés-. La familia de mi madre lo era.
El hombrecillo asintió, dando
vueltas entre las manos a un anticuado sombrero.
-¿Quién es usted?
-Alguien que tuvo que huir de su
tierra –su francés era inseguro, pero correcto.
-¿Español?
-Republicano.
-¿Menorquín?
-De Mahón. ¿Ha estado usted allí?
-No.
-Conozco Argelia. Antes de pasar a
Francia, me escondí durante unos meses en Bab-el-Oued –al decir esto, sus ojos
parecieron inundarse de luz. Pero dicho destello se apagó tan pronto que Albert
se preguntó si había existido realmente o si se habría tratado de un reflejo
pasajero-. El clima argelino no es muy distinto del nuestro. En París, sin
embargo, hace mucho frío.
-Parece usted demasiado mayor para
haber combatido –objetó Albert, sin ánimo de resultar ofensivo.
-Usted mejor que yo debería saber
que no sólo se combate con las armas.
Albert asintió. A pesar de la
dulzura con que había sido pronunciada la frase, aquel desconocido acababa de
darle una lección de dignidad que jamás olvidaría.
-¿Puedo ayudarle en algo?
-No, no… Sólo quería saludarle. ¡Es tan
hermoso encontrarse con un compatriota!
-Voy al baño un momento. Espéreme,
por favor. Me gustaría invitarlo a un café.
Frente al espejo del lavabo, Albert
hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Toda su paupérrima infancia estaba
resumida en la actitud modesta de aquel hombre, el primer menorquín que conocía
lejos de Argelia. El intenso olor a lejía que impregnaba las manos de su madre,
la temible fusta con que lo castigaba su abuela, la inocencia balbuciente de su
tío Étienne. Y el rumor quedo de los coches de línea, de un verde envenenado,
que pasaban bajo su balcón a intervalos regulares, levantando una polvareda que
llegaba hasta el primer piso. Y la arena de la playa deslizándose entre sus
dedos, el perfume a resina de los pinos que bordeaban la costa, la blancura insostenible
del perfil de su ciudad, interrumpido aquí y allá por la cúpula de algún
minarete solitario. De improviso, volvió a sentir el rencor punzante que le
suscitaban los fastuosos escaparates de los colmados, atiborrados de mercancías
suculentas con las que por aquel entonces ni siquiera se atrevía a soñar. Todo
era Argelia. Y aquella Argelia malhadada se le clavó en el costado como algo
real, no como mero material literario.
Cuando al fin salió del baño, el
hombrecillo ya no estaba allí. Una sonora carcajada de María acogió su regreso
a la terraza soleada.
FIN
Todo era perfecto (I)
Narració presentada (en va) al Premi de Narració Curta "Illa de Menorca" 2014, primera part:
Todo era perfecto. La tarde cálida y
luminosa, aunque recorrida por una brisa sutil y ligeramente perfumada de
flores tempranas. El voluptuoso aroma a café recién molido de la mejor calidad
que ascendía desde su taza, tan distinto de la achicoria diluida, amarga y
miserable que trasegaba su madre en Belcourt. Los elegantes arabescos que el
humo de sus cigarrillos trazaba frente a él, como una celosía traslúcida e
incorpórea que lo separaba de los demás y, al mismo tiempo, permitía que los
espiara.
Todo era perfecto. Hasta su mesa llegaba el eco de
un organillo lejano. A pesar de que no habían transcurrido ni diez años desde
el final de la guerra, París había recuperado ya gran parte de su belleza. El alegre
toldo anaranjado, entreverado de retazos de un cielo añil, teñía sus rostros de
un tono tan saludable que alguien bromeó diciendo que parecían “un hatajo de
jornaleros” en lugar de una tertulia de intelectuales más bien bohemios.
Todo era perfecto. La satisfacción de encontrarse
al fin donde siempre quiso estar: en un bullicioso café de París, frecuentado
casi exclusivamente por artistas, convertido en un autor de éxito. Todo tenía
un poso deliciosamente civilizado; nada que ver con aquel país en el que creció
pobre, enfermizo y enclenque, dando patadas a un balón de trapo bajo una luz
cegadora, un país en el que sólo había polvo y chumberas.
Con un estremecimiento, Albert se
levantó el cuello del abrigo de paño jaspeado que aún llevaba puesto pese al
calor. Desde el otro extremo de la mesa, Jean-Paul le lanzó una mirada en la
que se leían cierta envidia y una profunda desaprobación. Aquella costumbre
suya, que muchos juzgaban como un alarde de coquetería y pretenciosidad, no era
más que pura superstición. Albert creía que protegiéndose de las corrientes de
aire lograría alejar para siempre al fantasma de la tuberculosis, ya que una
nueva recaída podría resultar fatal. María extrajo un cigarrillo de su
cajetilla de Gauloises sin pedirle permiso y lo encendió con un gesto perezoso,
un gesto que llevaba implícitos un derecho y una aceptación.
Todo era perfecto, salvo un pequeño
detalle que al principio no supo identificar. En algún rincón del café había
algo que desentonaba, que estaba fuera de lugar. Y de repente lo vio: sentado frente
a un velador de mármol, sobre el banco forrado de terciopelo granate capitoné
que recorría las paredes del interior, había un hombrecillo cuya actitud
modesta y vestimenta ajada ofrecían un forzado contraste con la decoración
ampulosa del local. Tenía la cabeza inclinada como si rezara, pero sus labios
no se movían. Parecía abstraído pero, al advertir que lo observaba, levantó la
mirada y sus ojos se dieron de bruces con los de Albert. Tenía el pelo
entrecano, los ojos de un color indefinible y las mejillas mal rasuradas, y
aparentaba unos veinte años más que él. Se estremeció al pensar que podría ser
su padre. De hecho, incluso poseían una estructura ósea similar. Pero su padre
estaba enterrado en algún lugar ignoto al este de París y aquel desconocido
había vivido lo suficiente como para turbar uno de los pocos instantes de
felicidad plena de los que había disfrutado en su vida.
Durante
algunos instantes, Albert le sostuvo la mirada con irritación. ¿Quién demonios era
aquel hombrecillo? ¿Cómo se atrevía a importunarle con su pobreza? Por alguna
razón, supo que no era francés y esto le molestó aun más.
(SIGUE EN LA ENTRADA POSTERIOR)