domingo, 22 de febrero de 2015

Ajedrez o memez


¡Jaque a la estulticia!
            Pese a no ser más que una ajedrecista mediocre, impaciente y poco asidua, veo con agrado el inusitado interés que la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados está demostrando recientemente por el ajedrez, cuya incorporación al malhadado currículum de la LOMCE ha recomendado al Gobierno. Por mi parte, todo lo que contribuya a incrementar la escasa capacidad de concentración de nuestros estudiantes -no es cuestión de edad: sus progenitores me parecen igual de irreflexivos- será bienvenido. Según los expertos en el tema, que han brotado como setas tras una tormenta, el ajedrez desarrolla las inteligencias matemática, lingüística y espacial; además de favorecer la memoria, la empatía, el sentido de la estrategia y la tolerancia a la frustración. Hasta aquí, nada en contra, sólo falta que adelgace y alise el cutis para convertirse en la panacea universal contra todos los males de nuestro tiempo.
            Y yo me pregunto, ¿cuántos de esos nuevos adalides del ajedrez que recomiendan su introducción en todas las etapas educativas predican con el ejemplo (aunque sólo sea “en la intimidad”, como el catalán de Aznar)? Llamadme malpensada, pero estoy segura de que más de la mitad de los congresistas ni siquiera conoce las reglas más elementales del ajedrez y se limita a defenderlo con la fe del carbonero. Una vez más, es aquello tan socorrido del “¡Que inventen ellos!” –o que ellos aprendan inglés, que ellos hagan deporte…-, como si los escolares hubieran de subsanar todos los errores y carencias de sus ancestros.

            Tanto interés por el ajedrez y tanta desidia hacia las Humanidades… A excepción de las asignaturas lingüísticas, claro. No sé si están al tanto de que la Educación Artística y la Música, en la LOMCE, han pasado a ser asignaturas optativas perfectamente evitables a lo largo de toda la vida académica de un determinado alumno y, para colmo, están colocadas en alternativa al estudio de una segunda lengua extranjera, con lo cual es de suponer que, dado el papanatismo cultural dominante, en pocos años quedarán reducidas a gueto de los malos estudiantes. Es decir que las nuevas generaciones podrán llegar a graduarse sin tener unas mínimas nociones de lo que son la luz, el color, la forma, el volumen; sin saber distinguir un óleo de una acuarela, un movimiento artístico de otro, sin haber visitado un monumento ni puesto los pies en un museo con conocimiento de causa, sin saber interpretar la estructura de una iglesia, un castillo o un palacio, sin poseer un mínimo de vocabulario que les permita mantener una conversación elevada, sin conocer las mil y una anécdotas curiosas de la Historia del Arte, el nombre de sus principales autores ni de las obras más relevantes… ¿Qué sería de mí sin “La virgen de las rocas”, Joaquim Mir o la “Ofelia” de Millais? Los jóvenes españoles podrán graduarse, en definitiva, sin que el arte, la civilización y la cultura alcancen a salpicarlos jamás. Y luego nos extrañamos de ser los últimos en el tan cacareado Informe PISA…

            Otro día me extenderé sobre las bondades del estudio de la Música, que me es tan querida, pero hoy quiero terminar con un par de consideraciones generales. La primera, que para ser educador en Finlandia (como ya expliqué en mis artículos “Algo huele a podrido en Finlandia I y II”, todavía legibles a través de mi blog) no sólo se requiere un expediente académico privilegiado, con una media de calificaciones por encima del 9´5 sobre 10, sino también saber tocar un instrumento musical, cantar, bailar, actuar o practicar cualquier otra disciplina artística. Sin más comentarios, ahí lo dejo, y que cada cual extraiga sus propias conclusiones.
            La segunda consideración es que en un mundo en continua reconversión, donde nada es seguro, encontrar trabajo es ya de por sí una utopía, los contratos indefinidos escasean, la flexibilidad domina los mercados, los sueldos no están proporcionados al precio de las hipotecas ni bastan para mantener a la familia y hay que reinventarse continuamente… la creatividad me parece más necesaria que nunca. ¡Que viva el ajedrez, pues, y aúpa la reina manque pierda!

Un petit tast de QUARTET QUATRE

Dissabte 21 de febrer de 2015, al Casino de Sant Climent




lunes, 9 de febrero de 2015

La canción de Clavileño


A mis encantadoras alumnas de Literatura Universal.

Ilustración (grabado) de Gustave Doré
            Llueve sobre mojado. Y son tantas las cosas que se pueden hacer en una tarde tonta como ésta: devorar un novelón, ponerme al día con Víctor Ros, jugar con los niños… o incluso redactar mi próximo artículo para el Menorca. Casi sin querer, pienso en quien nunca lo tuvo fácil, en quien no llegó a conocer la comodidad de escribir a ordenador, arrellanado en un sofá, bien arropado por una mantita de lana, con la calefacción puesta, los hijos berreando a su alrededor y los gatos roncando impasiblemente mientras fuera caen chuzos de punta y hace un frío entumecedor. Pienso en aquel de cuyo nombre no quiero acordarme, pienso en Miguel de Cervantes –o Cerbantes, como se firmaba él- Saavedra, que concibió el Quijote desde la cárcel, en la que se encontraba recluido por lo que ahora llamaríamos “apropiación indebida de fondos estatales” durante la época en que trabajó de recaudador de impuestos y comisario de abastos. (Para escuchar la banda sonora más adecuada para esta entrada mientras sigues leyendo, clica aquí: "Folías de España", Jordi Savall)

            Pero Cervantes no pertenece a la estirpe de los grandes escritores criminales, como François Villon (1431-1473), ilustre poeta, ladrón y asesino francés, del que se perdió todo rastro tras serle conmutada una condena a morir en la horca: sencillamente desapareció. O como el parlamentario inglés Thomas Malory (1416-1471), insigne ladrón, violador y autor de La muerte de Arturo, la más influyente refundición de la “materia de Bretaña”. O como su compatriota Christopher Marlowe (1564-1593), reputado dramaturgo y contemporáneo de Shakespeare -hay quien afirma que “Shakespeare” no era más que un pseudónimo de éste-, quien falleció víctima de un oscuro lance tras haber sido acusado de “homicida, espía, ateo y homosexual”, no necesariamente por este orden.
            Por no ser, Cervantes ni siquiera fue un criminal comparable a los tres que acabo de citar, sino tan sólo un choricillo de poca monta, un desgraciado que malvivía a costa de los empleos menos lucrativos y al que todo el mundo a su alrededor exprimía sin piedad, empezando por su editor, un tal Juan de la Cuesta, que se enriqueció con la publicación del Quijote mientras el propio autor no recibía más que las migajas de su éxito, y acabando por las mujeres de su familia, apodadas “las Cervantas” por la dudosa moralidad de que hacían gala “recibiendo caballeros hasta altas horas de la madrugada”, según rezan las actas de un proceso judicial en el que se vieron envueltas en el ejercicio de su profesión. Por no hablar del copiota de Avellaneda...
            Su mala suerte era tan proverbial que, si hubiera puesto un circo, le habrían crecido los enanos. Cervantes quiso ser soldado y un tiro de arcabuz le inutilizó la mano izquierda durante la batalla de Lepanto (de ahí su sobrenombre). Una vez licenciado, y portando varias cartas de recomendación que habrían de procurarle un buen empleo a su regreso a España, los piratas berberiscos apresaron la galera en que viajaba y lo confinaron en “los baños de Argel” durante cinco largos años, en los que intentó escaparse en varias ocasiones. Precisamente por culpa de esas mismas cartas que tendrían que haber labrado su fortuna, los piratas lo tomaron por un personaje importante y pidieron un rescate desproporcionado para un pobre pelagatos como él. Tuvieron que rescatarlo los frailes trinitarios –una especie de ONG de la época- a base de colectas.
            Trató de sentar cabeza y su matrimonio fracasó rotundamente, separándose de su mujer a los dos años de casados y sin llegar a tener descendencia legítima. Luego quiso ser dramaturgo, como el chuleta de Lope, que escribía comedias con la misma frecuencia con que se cambiaba de camisa y ligaba con las actrices más pechugonas, pero ninguna de sus obras teatrales –trabajosamente redactadas- duró más de una semana en cartel, por lo que se le consideraba algo así como “veneno para la taquilla”.

            Mucho se está diciendo sobre Cervantes este año, en que se cumplen cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte del Quijote. Hay quien, para celebrarlo, lo ha modernizado borrando de un informático plumazo las historias intercaladas en que tanto se recreaba su autor. Hay también quien busca su inspiración en personajes reales de la época y quien revuelve huesos tratando de identificar sus restos mortales. Esto último me parece especialmente absurdo. ¿Por qué, para qué? ¿Qué haremos cuando los hayamos encontrado, clonarlo...? Lo más probable es que acabemos enterrándolo de nuevo, aunque sea en pompa magna, en un alarde de tontuna necrófila tan sólo comparable al que llevó a los sufridos contribuyentes estadounidenses a financiar la búsqueda de la avioneta en que se hundieron John John Kennedy, su mujer y una hermana de ésta… ¡para poder esparcir sus cenizas en el mismo océano del que habían extraído previamente sus cuerpos!
            De eso precisamente va el Quijote, del abrupto contraste entre realidad y fantasía, delirio y lucidez. Don Quijote ama a Dulcinea del Toboso, que él imagina como una bellísima dama de alta alcurnia, aunque se trate de una porqueriza peluda y desaseada. Mientras que Clavileño no es más que un triste caballito de madera.

(Continuación en "Cincuenta sombras de Cervantes".)