lunes, 29 de junio de 2015

El gozo sin sombra


¿Os habéis puesto crema?
             Hoy pensaba disertar sobre alcaldesas y, más concretamente, del curioso perfil de que el periodista Xavier Vidal-Folch trazó para El País poco antes de la investidura de Ada Colau en Barcelona. En él decía cosas tan chocantes como que ésta “sonríe bien, gasta ropa holgada y exhibe sin rubor cejas pobladas. La adivinas llevando al chaval de tres años a la escuela, cartera en bandolera; pasando el aspirador concienzudamente por los rincones del piso o salpimentando, distraída, unos espaguetis mientras simultáneamente ultima una sorprendente protesta callejera”. No sé ustedes, pero yo no acabo de entender si la está piropeando por ser una mujer capaz de llevar a cabo varias tareas al mismo tiempo o la está llamando fea, maruja y chapucera. En cualquier caso, semejante derroche de imaginación hace que me pregunte si a alguien –que no sea El Gran Wyoming- se le habría ocurrido decir algo así acerca de un alcalde. La cotidianeidad de los hombres es inimaginable, intocable, difusa... ¡A saber qué harán ellos en casa! Al parecer, tan sólo interesa su faceta política.

            También pensaba citar a Manuela Carmena, nueva alcaldesa de Madrid, a la que un inoportuno lapsus linguae traicionó al proponer que “cooperativas de madres” -¿y los padres qué?- limpiaran los colegios públicos de Madrid en lugar de encargárselo, como viene siendo habitual, a una empresa especializada. Enseguida se corrigió y añadió que no sólo se refería a las madres, sino a los progenitores de ambos sexos, pero el mal ya estaba hecho. En mi opinión, no habrá esperanza para nosotras mientras exista gente que siga alabando a esos hombres que tanto “ayudan” en casa, como si no les correspondiera la mitad exacta de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos, o pregunte a las embarazadas –y jamás de los jamases a sus parejas masculinas, por muy presentes en la conversación que estén- si no piensan dejar de trabajar, pedir una excedencia o reducirse la jornada laboral cuando haya nacido su bebé.
            Pensaba hablar de todo esto y de otras cuestiones relacionadas con el tema, pero no lo haré. Hace demasiado calor para criar mala sangre con cosas que no tienen remedio y, en mi opinión, no cambiarán hasta que los hombres empiecen a salpimentar distraídamente unos espaguetis mientras maquinan alguna complicada estrategia profesional… A mí lo único que me apetece en esta época es bañarme en el mar, tumbarme a la bartola con un buen libro y echar por fin el cerrojo de la escuela.

            Y esto me recuerda a otra controvertida cuestión que surgió hace unos meses a raíz de un artículo, “Verde que te quiero verde”, que publiqué en esta misma sección, además de en mi blog (http://anagomila.blogspot.com.es/2014/03/verde-que-te-quiero-verde.html). El artículo en cuestión versaba sobre el tristísimo final de Antonio Machado, Federico García Lorca y otros grandes damnificados de nuestra guerra civil, como el bueno de Pedro Muñoz Seca. Un asiduo seguidor me preguntó entonces si no existía “literatura de la alegría”, una literatura que describiera únicamente momentos de felicidad, de plenitud física y mental. Le contesté algo así como que la alegría no vende, que la felicidad ajena no interesa a nadie y hasta puede llegar a resultar estomagante. En cualquier formato que sobrepase los quince segundos canónicos de un spot de Ikea o de galletas Mulino Bianco, la alegría cansa, aburre y empalaga.
            En literatura, los finales felices no abundan y si alguna obra tiene el atrevimiento de empezar con un episodio jocoso, pueden estar seguros de que acabará de un modo atroz para los sufridos protagonistas. Effi Briest (1895), del escritor alemán Theodor Fontane, es un espléndido ejemplo de ello: el mismo jardín que sirve de escenario a la despreocupada infancia de Effie albergará su tumba cuando muera tuberculosa y repudiada por su marido por adúltera. La misma dicotomía absurda hallaremos en los dos monólogos más famosos de Joyce: el de Molly Bloom, en el que las palabras que más se repiten son “I said yes, I will!” y el que cierra Dublineses (“Cae la nieve en calmada caída sobre los vivos y los muertos”).
            Hoy por hoy, prefiero ver la vida a través del cristal que más me gusta, que no es de color rosa, como se suele decir, sino naranja soleado del que tanto abunda en los cuadros de Sorolla, Joaquím Mir o Ignacio Pinazo. ¡Alegría para todos! Ha llegado el verano.

lunes, 22 de junio de 2015

Chi vuol morir dalla noia?

He aquí cómo, gracias a la colaboración de tus músicos, cuatro muecas acertadas y unas gafas de sol, se puede trasformar una "repelente" pieza barroca en algo divertido, moderno e inclasificable. ¡Bravo Jarrousky, muy bien acompañado por L'Arpeggiata!

lunes, 15 de junio de 2015

Fea con avaricia


La fantasmagórica Belchite
VIERNES 12.- Escribo este artículo desde la melancolía que me produce encontrarme en un lugar al que sólo querría acudir en contadas ocasiones –para dar a luz a mis hijos o conocer a los de los demás- y no donde debería estar en estos momentos: en mi casa, preparando la maleta para viajar a Barcelona con el fin de acudir a una representación de Incerta glòria, la adaptación teatral de una de mis novelas favoritas.
            Incerta glòria, cuyo título está tomado de una evocadora cita de Shakespeare, es la opera magna y casi única de Joan Sales, el simpatiquísimo fundador del Club Editor, que fue quien “descubrió” a Mercè Rodoreda para el gran público. Incerta glòria fue editada por primera vez en 1956 y sucesivamente ampliada hasta 1971, año en que apareció su versión definitiva. Según la acertada sinopsis de la Viquipèdia, es una tetralogía que tiene “com a teló de fons la guerra civil espanyola en el front i la rereguarda del bàndol republicà” y está construida de modo fragmentario y contrapuntístico (como El cuarteto de Alejandría de L. Durrell), a base de cartas, diarios y confesiones varias de los protagonistas. La acción gira en torno a cuatro personajes bien distintos en cuanto a carácter, extracción social y tipo de educación recibida, pero íntimamente relacionados entre sí: Lluís de Brocà i Ruscalleda, teniente en el frente de Aragón, narrador de la primera parte; Trini Milmany, compañera sentimental de éste y madre de su único hijo, que sufre la guerra desde una Barcelona martirizada por las bombas de la aviación enemiga, cuyos efectos describe en sus copiosas cartas; Juli Soleràs, amigo de ambos, que se convertirá en el tercer vértice de un extraño triángulo amoroso, y el seminarista Cruells, testigo alucinado y narrador de las vivencias de los otros tres.
            La primera vez que leí Incerta glòria, siendo adolescente, me impresionaron sobre todo dos ambientes: el páramo aragonés –árido, ocre, acre, seco y salpicado de muladares- en el que se desarrollan tanto la batalla del Ebro como los amoríos de Lluís con “la carlana”, y la Barcelona exhausta, hambrienta y acobardada en la que tratan de sobrevivir Trini y su hijito.
            Pero más aún que los ambientes me impresionó el personaje de Soleràs, uno de los más enigmáticos, interesantes y contradictorios que he conocido tanto en mi vida real como en mi segunda vida paralela como “novelera”. Aunque nunca toma la palabra directamente, su influencia acaba convirtiéndose en un leivmotiv obsesivo para los demás, empezando por el lector. Para colmo, las diversas opiniones que circulan sobre él no concuerdan en absoluto. Según Lluís, Juli Soleràs es un tipo sucio, desaliñado, extravagante, a ratos incluso absurdo y más bien feúcho; mientras que para Trini es un ser fascinante, un modelo de coherencia ideológica, y oculta un tesoro de ternura que acabará por conquistarla. El bueno de Cruells, entre tanto, se limita a trotar tras él sin comprenderlo, como un perrillo faldero.
            Me habría encantado ver si la adaptación teatral de Àlex Rigola, que ha cosechado excelentes críticas, consigue plasmar todo este riquísimo microcosmos, pero por desgracia no podrá ser. Tendré que conformarme con leer Incerta glòria por enésima vez…

DOMINGO 14.- Una vez fuera del hospital, con el convaleciente atiborrado de antibióticos, pero tan animoso y parlanchín como siempre, quiero terminar este artículo complaciendo la petición de uno de mis escasos pero entusiastas seguidores, que me retó a que hablara de la ciudad más horrorosa que haya visitado jamás.
            No me extenderé sobre ella porque no lo merece, pero aquí os la dejo en forma de acertijo para el fin de semana: es una ciudad francófona belga de mediano tamaño que, a pesar de encontrarse en un enclave privilegiado, a dos pasos de lugares tan hermosos como Trier o Colmar, es la más inhóspita, desangelada, gris y falta de atractivo que he visto… ¡No me extraña que Simenon saliera huyendo de ella y se refugiara en París! Recorriendo sus lúgubres iglesias, sus plazas de cemento y sus orillas sucias a mí también me entraron ganas de matar a alguien, aunque sólo fuera a través de una novela. Y es que la belleza es una cosa tan rara, efímera y volátil como “the uncertain glory of an April day”.