lunes, 13 de junio de 2016

Yo pongo la música y Daphne du Maurier, la letra

Que no, que no me he muerto ni me he quedado muda ni me he cansado de predicar en el desierto; es que últimamente ando un poquito más ocupada de lo normal entre el cole, los niños... mis primeros conciertos con "Gaudium et musica", la audición de final de curso de la Escola Municipal de Música (véanse vídeos) y, por qué no decirlo, leyendo a todo trapo.
Además, he de seguir promocionando El jardín de las delicias (http://anagomila.blogspot.com.es/2016/04/presentacion-de-el-jardin-de-las_24.html) y el DUET FUSA (http://anagomila.blogspot.com.es/2016/05/debut-del-duet-fusa-ana-gomila-y-montse.html).



La semana pasada DEVORÉ La Posada de Jamaica, de Daphne du Maurier, y he de confesar que, a pesar de tratarse de un folletín desmelenado a lo Wilkie Collins, he disfrutado intensamente con él. ¡Hermosos tiempos aquellos en que los escritores de best-sellers sabían escribir!
Los animales no razonan, ni tampoco los pájaros del aire. Mary no era hipócrita; era un producto de la tierra, y había vivido mucho tiempo entre pájaros y bestias; los había visto aparearse, reproducirse y morir. En la Naturaleza había poco romanticismo, y ella no lo buscaría en su vida. Había visto a las muchachas pasear con muchachos de la aldea; se cogían de las manos, se ruborizaban confusos, exhalaban profundos suspiros y miraban la luna reflejada en las aguas. Mary los había visto vagar por el sendero de hierba destrás de la granja -los llamaban amantes del camino, aunque los viejos tenían una palabra mejor-, y el muchacho rodeaba con su brazo la cintura de la chica, que reclinaba la cabeza en el hombro de él. Contemplaban las estrellas y la luna o la llameante puesta de sol, si era verano, y Mary, limpiándose el sudor del rostro, con las manos chorreando, salía del cobertizo de las vacas pensando en el ternero recién nacido que acababa de dejar al lado de su madre. Contemplaba la pareja que se alejaba, sonreía, se encogía de hombros y, al entrar en la cocina, decía a su madre que habría una boda en Helford antes que terminase el mes. Después sonarían las campanas, se cortaría el pastel, y el muchacho, con su ropa de los domingos, esperaría a la puerta de la iglesia, con el rostro brillantes, restreándose los pies uno con otro, con su novia al lado, vestida de muselina, con el pelo rizado; pero antes que terminase el año, la luna y las estrellas podrían brillar toda la noche sin que a ellos les importara; el muchacho regresaba a su casa al anochecer, cansado de su trabajo en los campos, y gritaba asperamente que la cena estaba quemada y no era buena ni para un perro, mientras que la muchacha, en la alcoba del piso alto, con el cuerpo descuidado y sin rizos ahora, paseaba de un lado a otro con un envoltorio en los brazos que maullaba como un gato y que no quería dormir. Entonces no hablaban de la luz de la luna sobre las aguas. No; Mary no se hacía ilusiones románticas. Enamorarse era una palabra muy bonita; pero no era todo.
¿No es una delicia? Daphne du Maurier tiene una capacidad de observación maravillosa y su prosa es envidiable. Si no fuera tan cierto lo que cuenta, sería hasta graciosa...

Y aquí os dejo con un último fragmento de La Posada de Jamaica que demuestra su maestría estilística:
Monumento a los raqueros (Santander)
Los días de los raqueros habían pasado; serían destrozados por la nueva ley; él y sus compañeros serían borrados y raídos del país, lo mismo que lo habían sido los piratas hacía veinte o treinta años; no quedaría memoria de ellos ni dejarían nada que pudiera emponzoñar las mentes de los que vinieran después. Nacería una nueva generación que nunca oiría sus nombres. Los barcos se acercarían a Inglaterra sin miedo; no habría recolección después de la marea. Las cuevas que habían resonado con el crujido de pisadas sobre los guijarros y con el murmullo de las voces de los hombres volverían a quedar en silencio, que no sería turbado sino por el graznido de las gaviotas. Bajo la plácida superficie del mar, sobre el lecho del océano, quedaban cráneos sin nombre, monedas verdes, que en otro tiempo fueron de oro, y viejos caparazones de buques... Todos serían olvidados para siempre jamás. El terror que conocieron había muerto con ellos. Era la aurora de una nueva edad, en la que mujeres y hombres podrían viajar sin miedo y la tierra les pertenecería. Aquí, en esta zona del marjal, los labradores hundirían sus arados en la tierra y amontonarían las algas para secarlas al sol, lo mismo que hacían hoy; pero la sombra que se había cernido sobre ellos había desaparecido. Quizá la hierba volvería a crecer y el brezo a florecer de nuevo donde había estado "La Posada de Jamaica".