jueves, 31 de octubre de 2013

Camusiènne

            Hace unos días, un amigo me remitió la enternecedora imagen que acompaña a estas líneas. En ella –propiedad de una tal Hélyette Noguera, una niña más bien seriecita que parece observarnos con desconfianza desde la última fila, señalada con una cruz- se ve a un grupo de escolares de Fort de l’Eau (Argelia, actual Bordj El Kiffan) posando para el fotógrafo en la típica foto de principios o final de curso. Gracias a la pizarrita que tan diligentemente sostiene una de ellas, sabemos que la fotografía data del 13 de octubre de 1958.
Para mí es muy curioso comprobar cómo unos niños que actualmente tendrán la edad de mi padre consiguen despertar mi -por otra parte, bastante acentuado- instinto maternal. ¡Supongo que forma parte de la magia de la fotografía…! A decir verdad, antes de fijarme en el detalle de la pizarrita, pensaba que sería mucho más antigua, de la posguerra española y, sin embargo, es casi dos décadas posterior.
            Pero lo que más me llama la atención es la sinceridad que desprende. Desde la aparición de Photoshop y, sobre todo, de Instagram, que tanto han contribuido la banalización de la fotografía, ya no estamos acostumbrados a ver instantáneas tan naturales, sin filtro ni retoques. A juzgar por los semblantes cariacontecidos de los niños, el soso del fotógrafo se limitó a retratarlos tal como se presentaron ante la cámara en la primera toma, sin intentar hacerles sonreír con el cuento del pajarillo o algo parecido. De hecho, la actitud de los que están sentados en primera fila, de brazos cruzados y con las manos ocultas bajo las axilas, es casi antipática. Muchos tienen ojeras y carita de hambre, llevan cortes de pelo escandalosamente caseros y batas muy dispares. La mayoría son morenos y de la tez cetrina; algunos parecen árabes, como la guapísima niña que ocupa el centro de la fotografía, mientras que otros por su aspecto podrían ser de origen español, y no es aventurado suponer que lo fueran, pues según el pie de foto se apellidan Roig, Juan, Nicolau, Bosch, Sintes… Incluso hay una tal Colette Gomila, que no es otra que la tercera morenita por la derecha en primera fila, con pinta de ser una despistada crónica y algo friolera. El hecho de que muchos alumnos fueran de procedencia española y quizá incluso menorquina -como el propio Albert Camus por parte materna, el centenario de cuyo nacimiento celebramos en estos días- no debe de ser fruto de la casualidad, ya que la escuela se llamaba École Gorrias y estaba regentada por una tal Mme. Ripolle. De hecho, la propia Hélyette Noguera lleva un apellido decididamente poco argelino.
            Cada vez que alguien me habla de esos famosos inmigrantes que les quitan el trabajo a los españoles –¿qué trabajo? Para poder quitárselo, primero tendría que haberlo-, “cobran del paro” sin tener derecho a ello –y eso, ¿cómo se hace?-, vienen a enfermarse a nuestro país con el único propósito de hundir la Seguridad Social y eternizar las listas de espera, infestan nuestras escuelas públicas con sus idiomas incomprensibles, se empeñan en ocultarse tras un velo –como si lucir una cruz al cuello fuera algo muy distinto- y sólo confraternizan entre sí -qué remedio, visto el panorama-, cada vez que alguien me habla de esos famosos inmigrantes, me entran ganas de darle un sopapo. O de enseñarle la foto de estos niños, tan dignos en su pobreza, tan serenos en la aceptación de su destino, tan niños y tan adultos al mismo tiempo. Los mismos niños que cuatro años más tarde, recién estrenada la adolescencia y a consecuencia del turbulento proceso de independencia de Argelia, tendrían que abandonar el país en el que había nacido para instalarse en el país de sus mayores, que no siempre supo acogerlos con los brazos abiertos. De las miradas oscuras e inciertas de estos niños antiguos tenemos, sin duda, mucho que aprender.

martes, 29 de octubre de 2013

La frase del día

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"Yo, como estoy en paro y vivo solo, todavía utilizo el diccionario"
(dicha por un alumno -encantador, por cierto- de 4º de ESPA semipresencial)

lunes, 21 de octubre de 2013

Tontos de capirote


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Tonto el que lo lea... ¿o no?
            Los capirotes no sólo son esos conos de cartón con los que se enderezan las caperuzas de los penitentes en Semana Santa. En tiempos no muy lejanos, también se imponían como castigo a los alumnos menos aplicados.
            Hace un par de semanas se publicaron los resultados del último informe de la OCDE, que evalúa el nivel de comprensión lectora y matemáticas de la población en edad laboral. Como no podía ser de otra manera, estamos en el furgón de cola de los llamados países occidentales. De hecho, somos los peores en matemáticas y los penúltimos en comprensión lectora, únicamente superados por mis queridos amigos italianos. Según este informe, la mayoría de adultos españoles no saben hacer operaciones matemáticas sencillas con decimales -como sumar o restar precios, por ejemplo-, ni calcular porcentajes –imprescindibles para comprobar la veracidad de las supuestas ofertas con que nos tientan continuamente-. También son incapaces de relacionar textos entre sí y, por lo tanto, de contrastar distintas fuentes de información. No sé si os dais cuenta, pero todo esto nos convierte en un rebaño de ovejitas fácilmente manipulables por unos pocos “ilustrados”.
            Curiosamente, no parece ser cuestión de dinero, ya que España invierte en Educación por alumno algo más que la media europea. Tampoco podemos atribuirlo a la cantidad de horas lectivas que reciben anualmente los nuestros: a los finlandeses se les imparte un tercio menos y, no obstante, se disputan los primeros puestos del informe con los nipones. Ni siquiera nos queda el consuelo de echarle la culpa a la elevada ratio de alumnos por aula, ya que la nuestra es inferior a la media.

            Dichos resultados no me sorprenden en absoluto, pues sé por experiencia propia que muchos adultos, puestos frente a un sencillísimo texto periodístico, no saben distinguir las ideas principales de las secundarias, ni resumirlo sin recurrir al “corta-pega” típico de quien abusa de los ordenadores, atribuyéndoles cualidades que no tienen (sirven para ordenar información y además lo hacen estupendamente, pero no para seleccionarla en nuestro lugar). La mayoría confunden subrayar con colorear al fluorescente, repiten una y otra vez las mismas expresiones por falta de vocabulario específico, sólo saben acentuar de forma “intuitiva” –con resultados tan nefandos como los de los correctores automáticos de los dispositivos móviles- y no conocen otro signo de puntuación que no sea la coma, salpimentada sin más criterio que “Si aquí no respiro, me ahogo”.
            Todo lo que acabo de decir, en realidad, no es grave. Hay que ser consciente de que, por desgracia, no todo el mundo tiene la misma capacidad intelectiva ni las mismas oportunidades materiales de estudiar. No es grave… ¡siempre y cuando se tenga propósito de enmienda! El primer paso para ello sería asumir los propios errores y carencias en lugar de enmascararlos o restarles importancia, como hace mucha gente; sólo así podremos ponerles remedio. Por eso me niego a sustituir el rotulador rojo por el verde –menos ofensivo- a la hora de corregir, como propugnan algunas teorías pedagógicas. Mis alumnos y yo lo llamamos irónicamente “el boli de la vergüenza”. “¡Venga, sacad el boli de la vergüenza!”, les conmino siempre con voz cavernosa al terminar un dictado. Se parten de la risa mientras lo extraen de las profundidades del estuche, pero a continuación se autocorrigen sin hacer trampa. Avergonzarse de uno mismo cuando uno se lo merece no sólo no tiene nada de malo, sino que es incluso saludable.
            La culpa de todo ello, en mi opinión, no es únicamente del sistema educativo español, que dista mucho de ser perfecto, cierto es, sino sobre todo de nuestro aun más deficiente sistema de valores, cuyo lema podría ser “Leer es de frikis, ser empollón no mola nada”. Lo guay es tener músculos, no cerebro. Nuestra sociedad no admira a las personas cultas ni que hacen gala de buena educación, así como los artistas sólo se juzgan a partir del volumen de negocio que consigan generar a su alrededor. No está bien visto asistir a un concierto de música clásica que no sea, al mismo tiempo, un evento social multitudinario, como la ópera. Ni al teatro, a no ser que vayas a escuchar a los monologuistas de El club de la comedia y programas similares (que me encantan, la cosa no va contra ellos). Ir de exposiciones, ¡valiente memez! Sólo visitamos museos cuando vamos de viaje y únicamente si no hay ningún parque temático en las inmediaciones. Entre Eurodisney y el Musée d’Orsay de París, el primero gana por goleada.
Vivimos en un país de cafres, estoy convencida. Lo más triste es que todo esto no sólo no va a mejorar con la LOMCE, sino que empeorará sin remedio, ya que la Música y la Plástica sólo son optativas en cualquier nivel académico, y para colmo están colocadas en alternativa a una segunda lengua extranjera. ¿Qué padre en su sano juicio y con los valores de los que acabo de hablar va a permitir que su adorado hijito aprenda música en lugar de alemán? Y luego nos extrañamos de que la OCDE nos ponga capirote y hasta orejas de burro… 

lunes, 7 de octubre de 2013

Wilkie Collins con hielo

Para Alma, que tanto se extrañaba de verme en el periódico.

            Cuando emprendí esta sección en el Última Hora Menorca, hace ya algunos meses, me proponía –además de homenajear a mi admiradísimo Francisco Ayala, autor de El jardín de las delicias original e inalcanzable- recuperar el viejo espíritu bastardo de las misceláneas barrocas, que solían imprimirse en hojas volanderas y trataban de los argumentos más peregrinos. Por ahora he hablado mucho del TIL, bastante de arte en general y de literatura en particular, algo de nuestra querida Menorca e incluso me he adentrado, en un arranque de pura inconsciencia, en las procelosas aguas del folletín decimonónico con mi “Crónica del halconero” (he aquí la primera entrega: http://anagomila.blogspot.com.es/2013/06/cronica-del-halconero-i.html).
            Hoy tengo ganas de ver el vaso medio lleno. Aunque cueste encontrar algo positivo en la crisis que nos atenaza, estoy convencida de que siempre se puede encontrar algún destello de claridad en mitad de la más absoluta negrura. Y ese destello de claridad podría resumirse en la pregunta: “¿Por qué sí?”. La crisis nos ha traído un cambio de mentalidad que no sólo no me parece negativo, sino del todo necesario para nuestra supervivencia. En tiempos de vacas gordas, solíamos preguntarnos “¿Y por qué no?” antes de darnos cualquier capricho absurdo. Ahora nos lo pensamos dos veces antes de refocilarnos en el consumismo inútil. Si os fijáis, incluso las marcas blancas de los supermercados más populares han sacado una especie de inframarca que algunos llaman “básica”, otros “esencial”, y todos sabemos que no es más que la versión depauperada y cutre de lo que antes echábamos al carrito indiscriminadamente.
            Hemos recuperado el placer de estar en casa, con la familia o entre amigos, de disfrutar de las cosas sencillas: un paseo por la playa o por el campo, organizar una barbacoa improvisada, tumbarse a la bartola, asistir a un concierto público… Tenerlo todo es un espejismo que sólo está al alcance de unos pocos ricachones (¿o de ninguno?). Cada uno debería analizar de corazón cuáles son sus verdaderas prioridades. En mi caso, lo tengo muy claro: prefiero viajar a cambiar de coche, prefiero devorar una buena novela a ver la tele o navegar por Internet, prefiero mantener mi privacidad a vivir siempre conectada.
También prefiero trabajar a vivir del cuento en sentido literal; aunque no en sentido figurado, ya que soy profesora de literatura y, en cierta manera, me gano la vida contando historias. Y es que a todo el mundo le gustan los cuentos, aunque no sirvan para nada. No en vano “hablar” viene de “fabulare”… En tiempos de TIL y de tal, arrimarse a la buena literatura es como arribar a buen puerto.
            La crisis ha favorecido el retorno de la literatura de evasión. ¿Qué son, sino literatura de evasión de la peor calaña, las novelas esotéricas (El código Da Vinci), policíacas (la trilogía Millenium), de vampiros (Crespúsculo) o eróticas (Cincuenta sombras de Grey) que tanto éxito han recaudado últimamente? Casi todas las que acabo de nombrar son de ínfima calidad, pero tienen al menos un equivalente digno (como El nombre de la rosa, Las aventuras de Sherlock Holmes, Drácula o Fanny Hill) al alcance de carné de usuario de las bibliotecas públicas. ¿Qué es Downton Abbey, sino una revisitación posmoderna de Retorno a Brideshead? Incluso la épica polvorienta y herrumbrosa de los antiguos juglares ha revivido en series televisivas pseudohistóricas como Águila roja, Isabel o Juego de tronos.
            Por último, un consejo: si queréis evadiros de la crisis, leed mucha literatura entretenida y, a ser posible, bien redactada. A mí personalmente nada –salvo las ocurrencias de mis hijos- consigue emocionarme tanto como las últimas páginas de Dublineses (“He watched sleeply the flakes, silver and dark, falling obliquely against the lamplight. The time had come for him to set out on his journey westward”), los poemas más vitalistas de Alberti (“¿A quién nombraré duquesa/ de la naranja caída?”) o algún relato de Mercè Rodoreda (“En veu baixa”). Acompañad cualquiera de ellos de un vaso –medio lleno, por supuesto- de vuestra consumición preferida y… ¡buena lectura!

jueves, 3 de octubre de 2013

Una postura admirable

Aquí tenéis el vivo ejemplo de que una postura moderada, conciliadora y hasta graciosa es posible. Lástima que venga de alguien que ya no se dedica a la política... What a wonderful woman! Y, dicho sea de paso, qué harrrrrta estoy de radicales y radicalismos.