Hace unos días, un amigo me remitió
la enternecedora imagen que acompaña a estas líneas. En ella –propiedad de una
tal Hélyette Noguera, una niña más bien seriecita que parece observarnos con
desconfianza desde la última fila, señalada con una cruz- se ve a un grupo de
escolares de Fort de l’Eau (Argelia, actual Bordj El Kiffan) posando para el
fotógrafo en la típica foto de principios o final de curso. Gracias a la
pizarrita que tan diligentemente sostiene una de ellas, sabemos que la
fotografía data del 13 de octubre de 1958.
Para
mí es muy curioso comprobar cómo unos niños que actualmente tendrán la edad de
mi padre consiguen despertar mi -por otra parte, bastante acentuado- instinto
maternal. ¡Supongo que forma parte de la magia de la fotografía…! A decir
verdad, antes de fijarme en el detalle de la pizarrita, pensaba que sería mucho
más antigua, de la posguerra española y, sin embargo, es casi dos décadas
posterior.
Pero lo que más me llama la atención
es la sinceridad que desprende. Desde la aparición de Photoshop y, sobre todo,
de Instagram, que tanto han contribuido la banalización de la fotografía, ya no
estamos acostumbrados a ver instantáneas tan naturales, sin filtro ni retoques.
A juzgar por los semblantes cariacontecidos de los niños, el soso del fotógrafo
se limitó a retratarlos tal como se presentaron ante la cámara en la primera
toma, sin intentar hacerles sonreír con el cuento del pajarillo o algo parecido.
De hecho, la actitud de los que están sentados en primera fila, de brazos
cruzados y con las manos ocultas bajo las axilas, es casi antipática. Muchos
tienen ojeras y carita de hambre, llevan cortes de pelo escandalosamente
caseros y batas muy dispares. La mayoría son morenos y de la tez cetrina;
algunos parecen árabes, como la guapísima niña que ocupa el centro de la
fotografía, mientras que otros por su aspecto podrían ser de origen español, y
no es aventurado suponer que lo fueran, pues según el pie de foto se apellidan
Roig, Juan, Nicolau, Bosch, Sintes… Incluso hay una tal Colette Gomila, que no
es otra que la tercera morenita por la derecha en primera fila, con pinta de
ser una despistada crónica y algo friolera. El hecho de que muchos alumnos
fueran de procedencia española y quizá incluso menorquina -como el propio Albert
Camus por parte materna, el centenario de cuyo nacimiento celebramos en estos
días- no debe de ser fruto de la casualidad, ya que la escuela se llamaba École
Gorrias y estaba regentada por una tal Mme. Ripolle. De hecho, la propia
Hélyette Noguera lleva un apellido decididamente poco argelino.
Cada vez que alguien me habla de
esos famosos inmigrantes que les quitan el trabajo a los españoles –¿qué
trabajo? Para poder quitárselo, primero tendría que haberlo-, “cobran del paro”
sin tener derecho a ello –y eso, ¿cómo se hace?-, vienen a enfermarse a nuestro
país con el único propósito de hundir la Seguridad Social y eternizar las
listas de espera, infestan nuestras escuelas públicas con sus idiomas
incomprensibles, se empeñan en ocultarse tras un velo –como si lucir una cruz
al cuello fuera algo muy distinto- y sólo confraternizan entre sí -qué remedio,
visto el panorama-, cada vez que alguien me habla de esos famosos inmigrantes,
me entran ganas de darle un sopapo. O de enseñarle la foto de estos niños, tan
dignos en su pobreza, tan serenos en la aceptación de su destino, tan niños y
tan adultos al mismo tiempo. Los mismos niños que cuatro años más tarde, recién
estrenada la adolescencia y a consecuencia del turbulento proceso de
independencia de Argelia, tendrían que abandonar el país en el que había nacido
para instalarse en el país de sus mayores, que no siempre supo acogerlos con
los brazos abiertos. De las miradas oscuras e inciertas de estos niños antiguos
tenemos, sin duda, mucho que aprender.