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jueves, 2 de abril de 2015

El dragón de la memoria


           No sé si han caído ustedes en la cuenta de que dentro de unas semanas será Sant Jordi… Y no sólo eso, sino además el Día Internacional del Libro, que fue proclamado por la UNESCO en coincidencia con la fecha de fallecimiento tanto de Cervantes como de William Shakespeare, dos de los mejores autores de la Literatura Universal, que tuvieron la humorada de morirse el mismo año (1616) y con pocas horas de diferencia. Según parece, el 23 de abril es un día maldito para los amantes de la escritura -¡toco madera!- pues, aunque años más tarde, también Wordsworth (1850) y Josep Pla (1981) lo escogieron para estirar la pata. Curiosa coincidencia, ¿no creen?

            En todo el mundo se celebra el Día Internacional del Libro, sí, pero sólo en Cataluña y su área de influencia dicha celebración tiene además connotaciones amorosas: ya saben, los chicos regalan una rosa a la chica que les gusta y, en caso de que ella les corresponda, lo hace obsequiándoles con un libro… Ni que decir tiene que, por más que me gusten las rosas silvestres -no las sintéticas, perfumadas con ambientador, que se venden últimamente-, el reparto me parece injusto: no sólo porque los libros son bastante más caros que las rosas, sino sobre todo porque éstos son capaces de proporcionar un placer mucho más profundo y duradero que una efímera flor, por más que dijera el principito de Saint-Exupéry.
            El factor sentimental añadido, que yo desconocía, me sorprendió muchísimo durante mi primer Sant Jordi en Barcelona. Ya unos días antes, todas mis compañeras de 5º de EGB –sí, yo también fui a EGB, ¿qué pasa?- andaban revolucionadas, haciendo cábalas sobre si alguno de los niñatos inmaduros, apestosos y granujientos que solían deshacernos la coleta durante el resto del curso se convertiría en un apuesto caballero por obra y gracia de Sant Jordi, y les regalaría la típica rosa quatribarrada acompañada de una espiga seca. Sobre la conveniencia de dar alas a un pretendiente inoportuno ni siquiera se discutía: la etiqueta amorosa del colegio imponía corresponder siempre con alguna novelita de El Barco de Vapor o de la serie “Elige tu propia aventura”, que eran las que más molaban por aquel entonces, por poco que te gustara el interfecto.
            La verdad es que más allá de las intrigas palaciegas que pudieran desenvolverse en torno a este asunto, la experiencia de pasar un Sant Jordi en Barcelona vale la pena. Por muchas imágenes de las Ramblas inundadas de paradetes de libros y rosas que vean en el periódico, la televisión o por Internet, no es lo mismo en persona. Para empezar, porque ni el papel ni las pantallas son capaces de transmitir el intenso aroma a flores frescas que emana toda la ciudad en dicha jornada. Para colmo, la luminosidad y el colorido del original nunca podrán ser superados por una copia, por muchos filtros que se interpongan. Y es tan hermoso el ambiente que se crea entonces, en plena primavera barcelonina, con el bullicio enfervorecido de la gente que pasea, entra y sale de las librerías… Mi primera librería de confianza fue la Demos de la calle Craywinckel y, cuando ésta cerró, empecé a frecuentar la Cooperativa Abacus de la calle Balmes, de la cual era socia entusiasta y por la que me movía con tal desenvoltura que a menudo otros clientes me preguntaban dónde podían encontrar tal o cual libro, pensado que quizá trabajaba allí.
            ¡Ay, qué recuerdos...! Tan engañosa es la memoria que hasta la coca de Sant Jordi -que es más que un vulgar pan de payés teñido con sobrasada formando una señera- se me antoja una delicia única a pesar de que probablemente, in illo tempore, apenas la probara.



sábado, 7 de marzo de 2015

Primavera asesina


"Las rosas de Heliogábalo", Alma-Tadema
            La primavera es un asco. Y quien sostenga lo contrario es que no sufre la fiebre del heno. A pesar de que los húmedos y ventosos inviernos menorquines se me suelen hacer muy largos, he de reconocer que casi los echo de menos cuando las malditas gramíneas empiezan a florecer. Cuando eso sucede, tan pronto tengo frío como calor, se me seca la garganta y el cansancio acumulado tras varias semanas de deficiente oxigenación cerebral hace que me sienta atontada, de pésimo humor y que maldiga hasta obligaciones que habitualmente me resultan tan agradables como redactar mi artículo quincenal para el Menorca.
            Dicen que “La primavera la sangre altera”… No sé si será verdad, pero lo seguro es que resulta criminal para los alérgicos al polen, que no hacemos más que lloriquear, moquear y ahogarnos de asma desde principios de marzo hasta mediados de junio, bendito sea. De hecho, mientras escribo este artículo me siento como si estuviera a bordo del Nautilus, el submarino del capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino; tan embotada como si me encontrara expuesta dentro de una de esas tétricas campanas de vidrio que sirven para conservar composiciones florales no menos horripilantes que el contenedor que las ampara. “Polvo eres y en polvo te convertirás.” Lo que la Biblia no advierte es que, entretanto, sus ácaros también contribuirán a amargarte la vida. En Menorca ni siquiera se está a salvo de los olivos pues, aunque olivos propiamente no hay, sí está llena de ullastres o acebuches, que son de la misma familia y cuyo polen nos resulta igual de agresivo. ¡Uf!
            A cambio, en Menorca gozamos de otoños benévolos y veranos suntuosos, en los que el calor no es excesivo, aunque constante, el sol brilla casi todos los días y el viento apenas se deja sentir. Pero, como decía el bueno de Sancho Panza, “Una golondrina no hace verano” y, a pesar de que las vinagrelles ya adornan nuestros campos y las amapolas no tardarán en florecer, todavía queda lejos la gloriosa estación de los chapuzones y el tinto de verano.

            Releyendo las líneas anteriores, me doy cuenta de que mi artículo de hoy parece una de aquellas soporíferas redacciones con las que periódicamente solían torturarnos nuestros maestros de EGB cuando no traían la clase preparada, o no tenían ganas más que de fumar como un carretero mientras nosotros, sus alumnos, nos esforzábamos en hallar algo original que decir sobre el topicazo de turno, con la cabecita inclinada hacia un lado y la punta de la lengua asomando entre nuestros labios infantiles como si de ello dependiera hacer buena letra y respetar los cochinos márgenes. ¿Os acordáis? Es como si lo viera… “¡Atención, niños!”, tronaba don Juan Peña o don Jacinto mientras extraían la cajetilla y el mechero del bolsillo de la americana, “Hoy, redacción. Tema: Queridos Reyes Magos.” En aras de la modernidad, supongo que los maestros de hoy se limitan a enchufar la socorrida pizarra digital cuando les ocurre lo mismo.
            No sé si conocen el famoso poema de Lope de Vega que empieza con las palabras: “Un soneto me manda hacer Violante,/ que en mi vida me he visto en tal aprieto;/ catorce versos dicen que es soneto:/ burla burlando van los tres delante". Así es también como yo, burla burlando, he alcanzado la máxima extensión concedida a “El jardín de las delicias” por los capitostes –no confundir con los picatostes- del Menorca. Y, si no les ha gustado este artículo, consuélense rememorando aquella remota ocasión en que quizá les hice reír, pensar o aprender algo nuevo. Sicut primavera sicut ultima!
            No me quiero despedir hoy sin recomendarles que, si tienen algún alérgico cercano, en la familia, entre sus amigos o en su lugar de trabajo, no pierdan la ocasión de mimarlo. Lo necesita tanto como la buena literatura de inspiración, ¿verdad, Lope?