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domingo, 14 de diciembre de 2014

El juego del teléfono

"La verdad saliendo del pozo", Gérôme
              Si tuviera que elegir cuál es, en mi opinión, el juego que mejor caracteriza nuestra época no sería un videojuego cruento ni cualquier absurda aplicación para móviles y tabletas, sino algo tan sencillo, pedestre y anticuado como el juego del teléfono en el que, según la definición de Wikipedia, “los participantes se divierten al escuchar cómo un mensaje se va distorsionando al ser transmitido a lo largo de una cadena de oyentes”.

            Cada uno oye lo que quiere y, si para ello tiene que transformar la realidad a su propio antojo y conveniencia, la transforma sin reparos. En el improbable caso de ser reprendidos por ello, siempre se puede aducir alguna excusa barata del tipo “Yo no lo había entendido así”, “Con las prisas, ya se sabe…” o incluso “La definición de pantalla de mi móvil es muy mala”. Por otro lado, la verdad es que los medios de comunicación actuales nos ponen en bandeja de plata seguir siendo tan dispersos, aproximativos y chapuceros. Pondré dos ejemplos de esta misma semana.
            Primero: el miércoles a primera hora de la mañana, nada más entrar en clase, mis alumnos de 3º de ESPA me saludaron con la noticia de que en Finlandia –cuyo sistema educativo idolatro y ellos lo saben- habían “prohibido la ortografía” y, por lo tanto, no veían razón para seguir estudiándola. “¿Qué? Pero, ¿se puede saber de dónde os habéis sacado eso?”, les pregunté. Pues de una aplicación informática, ¡cómo no!, que les manda un cóctel de noticias tan resumidas y descontextualizadas que apenas se entienden y que, en el mejor de los casos, parecen un “corta-pega” elaborado por algún analfabeto funcional. Una vez consultado un periódico serio, descubrí con gran alivio que no, que el Ministerio de Educación finlandés no ha prohibido el estudio de la ortografía; lo único que ha hecho es eliminar la caligrafía, es decir, los odiosos “palotes” de los cuadernillos Rubio y similares. Los escolares finlandeses ya no aprenderán a utilizar la letra redondilla (o “lletra lligada”), sino únicamente la de imprenta (o “lletra de pal”), lo cual -aunque tiene su lógica- me provoca algunas perplejidades de tipo didáctico y cierta envidia malsana. A cambio, se les enseñará mecanografía, es decir, a disponer adecuadamente los dedos sobre el teclado de un ordenador y a escribir sin necesidad de mirarlo, cosa que sería muy necesaria para todos en los tiempos que corren: estoy harta de ver licenciados universitarios que utilizan los índices hasta para espaciar y tardan una eternidad en “picar” un texto. ¿De dónde había surgido entonces la noticia de que en Finlandia han “prohibido la ortografía”? Pues del escaso interés que tienen mis alumnos en aprender a puntuar como es debido (¡ahí os pillé, queridos!). Os aseguro que a veces me siento como si fuera miembro de una secta…
            Segundo ejemplo. Otro cenutrio me aseguraba esta semana que “El País dice que el Quijote es un plagio”. ¿Qué? “Pero, ¿seguro que eso lo has leído en El País y no en menéalo.com?”, le contesté yo, presa del sobresalto. Por supuesto, en cuanto tuve un momento me lancé sobre el primer ejemplar que cayó en mis manos para comprobar la veracidad de semejante barrabasada. Al parecer, y según el artículo en cuestión, un investigador ha descubierto recientemente que un procurador de El Toboso solía vestirse “con armaduras, (…) para atacar y espantar a los lugareños”. El artículo en cuestión, firmado por Winston Manrique Sabogal, es francamente divertido, pero aun con todas sus chanzas a costa del pobre Cervantes dista mucho de acusarlo de plagiario (cosa que, por otra parte, resultaría ridícula y anacrónica, pues el concepto de autoría intelectual data del Romanticismo). Como veis, ¡no gano para sustos!

            Estamos en la era del “corta-pega”, en el reinado de la lectura entre líneas. Nadie tiene suficiente paciencia para sentarse a leer a fondo durante un buen rato. Los niños ya no aguantan un cuento entero y parecen incapaces de concentrarse en una única tarea, los adolescentes se pasan la vida pendientes de alguna pantallita y son incapaces de memorizar, los adultos… ¿Qué decir de los adultos? Las prisas, la falta de interés o la conveniencia los dominan hasta tal punto que no se enteran ni de lo leen. Una lástima, ¿no? ¡Menos palotes y más sosiego! 

lunes, 8 de septiembre de 2014

Perdón imposible, ejecución inminente


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...
            Dar clase es divertido. No siempre ni a cualquiera, pero sí muy a menudo, al menos para mí. Uno de los aspectos que más me divierten es que, aunque impartas el mismo temario y con materiales parecidos a dos grupos de nivel académico similar, los alumnos no suelen reaccionar de la misma manera. En otras palabras, ¡nunca sabes por dónde te van a salir! Casi siempre te sorprenden, convirtiendo la enseñanza en una actividad que, aunque a priori pueda parecer algo monótona, para mí y para muchos otros resulta apasionante. 
            Los signos de puntuación es uno de los temas más repetitivos y menos innovadores del temario de mi asignatura y, al mismo tiempo, uno de los que suscitan más dudas, observaciones delirantes y controversias estériles. Recuerdo con ternura, por ejemplo, a cierto aspirante a guardia civil que, mientras yo hacía malabares con un doble rango de comillas sobre el texto de un dictado en la pizarra, me apostrofó: “¡Qué guay, profe, así has tuneao to’ el párrafo!”.


            Los españoles sentimos un tal desprecio por la gramática en general y la ortografía en particular que parece que no conozcamos otro signo de puntación que la coma, salpimentada al buen tuntún o como si tan sólo sirviera para marcar pausas fónicas -con las que, por cierto, no tiene por qué coincidir- y no enumeraciones, incisos, alteraciones del orden lógico, vocativos, la elisión de un verbo, ciertas expresiones... De hecho, incluso las redacciones de mis mejores alumnos suelen pecar de monótonas desde ese punto de vista. Nadie da muestras de conocer ni de querer utilizar los dos puntos, el punto y coma, las comillas, las cursivas o los paréntesis. Y de nada sirve habitualmente que les diga que así aburren hasta a las ovejas: necesitan que lea sus redacciones en voz alta sin añadir ninguna curva de entonación que no esté escrita para advertir lo sosas que resultan sin la puntuación adecuada.
            Otra cuestión espinosa es la conveniencia de limitar el número de puntos suspensivos a los tres canónicos. Especialmente las chicas jóvenes, adoran las líneas enteras de puntos suspensivos, sobre todo si están trazadas -¡ay!- con bolígrafo lila o verde esmeralda. Así como tampoco ven la necesidad de introducir las preguntas y exclamaciones con el signo inicial correspondiente. “Como en inglés no se ponen…”, se atreve a aducir siempre algún energúmeno que de inglés sabe casi tanto como de chino mandarín. Y entonces me toca explicar que en inglés, señores míos, se escribe de forma mucho más sintética y compartimentada que en castellano o catalán. Dicho de otra manera, las oraciones subordinadas son la base de nuestro discurso, no del de los anglófonos, aunque esporádicamente sean capaces de grandes derroches de oratoria como el antológico principio de Lolita o el de la dickensiana Historia de dos ciudades:

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

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            Pero nada mejor que la conocida anécdota sobre las comas que se le atribuye a Carlos V para ilustrar la importancia de los signos de puntuación. Aquí la tenemos en palabras de José Antonio Millán, autor del delicioso librillo Perdón, imposible:

Estando el rey en el teatro, le recordaron que tenía que decidir si indultaba o no a un condenado a muerte. Decisión que había dejado para más adelante en su última audiencia para meditarlo mejor y que corría prisa, pues la ejecución estaba prevista para la mañana siguiente. Como respuesta, escribió en un billete «Perdón imposible ejecutar al reo». El secretario que llevaba el papel se dio cuenta de que la vida del prisionero estaba en sus manos y dependía de dónde se añadiese la coma que evidentemente faltaba. Si se decía «Perdón imposible, ejecutar al reo», el condenado era hombre muerto, pero si se escribía «Perdón, imposible ejecutar al reo», se salvaba.

            ¿Y qué creéis que hizo el secretario de Carlos V? Pues poner la coma en el lugar debido en lugar de manchar su pluma con sangre ajena. ¡Olé por él!