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sábado, 29 de noviembre de 2014

El rayo de luna


Para Xavi G., mi lector más entusiasta,
capaz de leerme hasta cuando no escribo.

            Sorprendentemente mi último artículo en esta misma sección, titulado “It’s English time!”, ha provocado una halagadora avalancha de comentarios en mi blog (que aprovecho, entre otras cosas, para “prolongar” la vida de los artículos que publico en el Menorca). La mayoría de estos comentarios hablan sobre la crisis, con la que mi artículo apenas tenía relación, pero que todo lo cubre con su opaco velo. El primero, sin embargo, que es de una antigua compañera del cole, otra profesora de lengua y literatura, no versa sobre la crisis, sino sobre algo mucho más divertido. Transcribo un significativo fragmento a continuación: “Definitivamente, tenemos gustos literarios diferentes. ¡Con lo que molan las hermanas Brontë! ¿No me negarás que esos páramos ingleses no son también una típica estampa otoñal? :D”. A lo cual respondí: “¡Lo cortés no quita lo valiente! Heathcliff es uno de los grandes tíos buenos de la Historia de la Literatura anglosajona y yo lo vi primero, aunque sólo sea porque tengo más años. ;-P”.
            Todo esto, que puede parecer un simple intercambio de chorradas entre dos profes locas, tiene un digno colofón en la contrarrespuesta de mi ex compañera: “Los personajes victorianos llaman la atención por ser oscuros, y precisamente en esa oscuridad radica su atractivo; ésta es la conclusión que saqué después de estudiar, leer y releer literatura anglosajona de los siglos XIX y XX durante todo un curso. ¡Vivan las optativas suicidas!”.

            Dejando aparte los gustos personales de cada uno, mi pregunta de hoy es: ¿es posible enamorarse de un personaje literario? Yo pienso que sí, por qué no. De la misma manera, y en el mismo grado, en que existe mucha gente prendada del protagonista de una película –aunque esto es mucho más fácil, ya que lo encarna un actor de carne y hueso, como Robert Pattinson- o incluso del mamarracho asesino de un videojuego. Por no hablar de todos los ilusos capaces de “colgarse” de un mentiroso perfil de Facebook…
            Por más que la vida se empeñe en malearnos, la candidez sigue siendo parte inherente del ser humano, no me cabe duda, especialmente durante la adolescencia y primera juventud. Sólo así se explican los madrugones que se pegan ciertas fans para conseguir una foto o una dedicatoria de su héroe, llámese Justin Bieber o Tom Cruise… Fotos cuya calidad nada tiene que ver con las tropecientas mil que podrá conseguir por cualquier otro medio a su alcance -empezando por algo tan pedestre como Google Imágenes-, pero que tienen la gracia de estar tomadas por ellas con su propia cámara. ¡Le vi, me miró, se acercó a mí para hacerse un autorretrato! Ay, cuánto le quiero, me tiene loca…

            Si yo tuviera que elegir a los personajes más atractivos de la Historia de la Literatura anglosajona, por ejemplo, siguiendo la deriva anglófila del artículo que citaba, destacaría al sensato Gabriel Oak de Lejos del mundanal ruido –que en mi imaginación siempre tendrá la melena oscura, las facciones rotundas y los ojos de color aguamarina de Alan Bates-, al nostálgico narrador de Retorno a Brideshead, al apasionado y apasionante Heathcliff de Cumbres borrascosas, al enigmático Mr Darcy de Orgullo y prejuicio o al guardabosques de El amante de lady Chatterley (por razones que no escaparán a nadie que haya leído el libro). ¿Qué es el tal Mr Grey, de Cincuenta sombras…, sino un descolorido alfeñique en comparación con todos los que acabo de citar? Según mi corresponsal, “A mí me parece mucho más erótico el Henry de Adiós a las armas, o el pobre desgraciadito de La sombra del ciprés es alargada, que muchos de los protagonistas a los que se muestra casi como semidioses, tal vez sea porque, una vez más, se trata de un personaje oscuro”.
            Querida Bel, seguramente lo nuestro tiene un nombre que empieza por las palabras “complejo de” y se estudia en las facultades de Psicología. Quizá algún día nos lleven al manicomio con las manos atadas a la espalda, pero entretanto… ¿quién nos impide ser felices cual adolescentes sonadas? ¿No es hermoso vivir de ilusión, enamorarse de un rayo de luna, como el pobre Bécquer?

Enlaces sobre este artículo 

viernes, 16 de mayo de 2014

Menosprecio de corte, alabanza de aldea


Para una amiguica, ella sabrá quién es.

            Hace unas semanas, aprovechando el puente de mayo, estuve en el pueblo de Amalia. Los que hayan seguido toda la saga de “Crónica del halconero”, publicada en esta misma sección, así como en mi blog, sabrán de quién les hablo.
            Llegamos al pueblo de anochecida. A medida que nos alejábamos de Madrid, y sobre todo desde que abandonamos la autovía de Toledo y nos adentramos en la red de carreteras regionales, fuimos dejando atrás las promociones urbanísticas desiertas, los toros de Osborne y la pestilencia de asfalto renovado. El pueblo de Amalia está rodeado de mieses, principalmente trigo y cebada, que a la luz dorada del atardecer parecen un mar de espigas surcado por algún caserón solitario y a menudo ruinoso. “El campo se muere”, sentenció mi acompañante con pesar.
            -¿Tú crees?- respondí- He leído en alguna parte que cada vez hay más gente que emigra, no sólo al extranjero, sino sobre todo a las zonas rurales. La verdadera emigración es hacia el interior del país.
              Cuanto más nos acercábamos al pueblo, más ondulado y amable se hacía el paisaje, menos berroqueño. El último tramo de la carretera transcurría junto a un riachuelo lodoso marcialmente flanqueado por una hermosa plantación de álamos.
            Al llegar al pueblo, no tuvimos que preguntar por el bar de Amalia, a pesar de no haber estado nunca allí, pues era el único del lugar. Mi amiga salió de tras la barra secándose las manos con una trapo colorado y se acercó a nosotros con una sonrisa. Su serena belleza se había ido incrementando con los años y, a pesar de seguir tan descuidada como siempre (cara lavada, coleta desecha, chándal viejo), su rostro resplandecía.
            -¿Qué tal estás? –me interrogó con voz cantarina mientras me abrazaba y saludaba a mi acompañante.
            -¿Dónde está Eduardo? –le pregunté tras el intercambio de cortesías de rigor- Me muero de curiosidad por conocerle.
            -Vamos a casa –me contestó mientras le hacía señas a una señora oronda y algo bizca que deambulaba por entre las mesas-. Es la vecina –añadió mientras nos conducía al otro lado de una cortina de macarrones de colores-, desde que se quedó viuda me echa una mano con el bar de vez en cuando. Así puedo pasar más tiempo con el pequeñajo.
            Encontramos a Eduardo acunando a su bebé entre las sombras del patio, el típico atrio manchego enjalbegado y con el zócalo pintado de añil, rodeado por un tejadillo que cubría numerosos aperos de labranza y algunas macetas entre las que predominaban los geranios y las plantas aromáticas. Al vernos, se llevó el índice a los labios y sonrió. Me pareció muy guapo, aunque mayor de lo que esperaba. Alto, flaco, con una estructura ósea de maniquí: un Jeremy Irons de tapadillo.
            -Pero –se escandalizó Amalia-, ¿cómo tienes al crío aquí fuera a merced de los mosquitos? ¡Que se lo van a comer! Anda, trae… Dámelo.
            El bebé entreabrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos, rendido por el cansancio.
            -Pobrecito mío, menos mal que es un santo…
            Aquella noche, después de cenar copiosamente, dormimos sobre un colchón de lana. Hacía más de diez años que no tocaba uno y la verdad es que descansé de maravilla a pesar de tener algún que otro gurruño apelmazado clavado a la altura de los riñones. Nuestra habitación era una alcoba separada de la salita por una gruesa manta abigarrada colgada sobre el vano. A lo lejos me pareció oír ulular a un búho.
            A la mañana siguiente, aprovechando que era domingo y no había que abrir el bar, nos llevaron a recoger espárragos por los alrededores. Eduardo habló poco y parecía más pendiente del niño que la propia Amalia, que parloteaba sin cesar. En un momento dado, metió los pies en un regato y, a pesar de habérselos empapado por completo, se echó a reír a carcajadas. La Amalia quejumbrosa, reconcentrada y sombría que conocí en la Universidad, ya había quedado atrás, dando lugar a un ser nuevo, tan revoltoso y ligero como una mariposa.
            A mediodía vino otro vecino y nos asó un cabritillo en el patio. Enseguida lo devoramos entre todos, acompañado por unos buenos pimientos peleones, de esos que no te dejan dormir ni sobre un colchón de lana, y regándolo con abundante vino de cosechero que había traído el vecino. Eduardo participaba del regocijo general con la misma educada contención que un antiguo rey en el exilio. En algún momento, el chiquillo se echó a llorar, sobresaltado por las risotadas de la sobremesa, y él lo tomó entre sus brazos con infinita ternura.
            -No durará –murmuró Amalia a mi lado, hablando en serio quizá por primera vez desde nuestro reencuentro-. No puede durar. Es imposible. Pero, entre tanto, ¿por qué no tratar de ser feliz…?
            Una lágrima brilló en sus sinceros ojos castaños, no sé si de pesar o de pura, descacharrante, contagiosa alegría.

ENLACES RELACIONADOS:
"Crónica del halconero (I)" 
"Crónica del halconero (II)" 
"Crónica del halconero (y III)"
"Crónica del halconero (IV)"