¿Es posible morir en un lugar tan hermoso? ¿Es posible morir a manos de quien te ama? ¿Vale la pena morir por una idea?, ¿y por un ideal?, ¿y por un ideario...? ¿Es el Arte una manera de eludir la vida, o más bien la mejor forma de celebrarla?
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Por si a alguien le apetece revivir viejos proyectos cinematográficos y compararlos con algunos mucho más recientes, ahí va una triple dosis de revival. ;-)
Si hay algo que envidio con toda mi alma a los británicos
–además del honor de ser compatriotas de Agatha Christie- no es desde luego su
inestable y adversa climatología ni las bondades de su cocina, que tuve ocasión
de aborrecer durante nuestra última incursión familiar por aquellos lares, sino
la pasión con que se entregan a manifestaciones culturales tan elevadas y
aparentemente ajenas a los intereses habituales del pueblo como los Proms.
Los Proms, abreviatura de “The Henry Wood Promenade
Concerts presented by the BBC”, son un ciclo de conciertos de música clásica
que tienen lugar a diario desde mediados de julio hasta mediados de septiembre en
el Royal Albert Hall, un descomunal auditorio elíptico inspirado en los anfiteatros
romanos con capacidad para 5.500 personas y ubicado en South Kensington
(Londres), no muy lejos de Hyde Park. El término Promenade alude a la posibilidad de “pasearse” por el recinto que
tienen los prommers, es decir, los
espectadores alojados en las galerías y justo al pie del escenario, cuyas
localidades no incluyen asiento a cambio de abonar por ellas un precio
irrisorio.
Algunos conciertos son de corte más clásico, convencional
y riguroso. Otros, a pesar de girar en torno a piezas tan antiguas como The King Arthur (1691), de mi idolatrado
H. Purcell, derrochan imaginación y son un prodigio de creatividad e
irreverencia, justo lo que necesita la música clásica para volver a
popularizarse. Y, si no me creen, echen un vistazo al siguiente montaje de
dicha semiópera: https://www.youtube.com/watch?v=PmgaQ43xSp8.
¡Seguro que se divertirán!
También es digno de admiración el entusiasmo con que es
acogida -con ondeado de banderas alemanas incluido; sólo faltan los chillidos
histéricos de las fans, entre las cuales sin duda me contaría-, la participación
de ciertos divos como Andreas Scholl… Pero lo que me llena de una envidia
verde, insidiosa y difícil de contener es que el último concierto del ciclo, conocido
como The Last Day of the Proms,
siempre registre un llenazo de asistencia total, además de ser emitido en directo
no sólo por la BBC sino también por casi todas las televisiones anglosajonas.
¿Qué evento cultural tiene un seguimiento comparable en nuestro país? Ya se lo
digo yo: ninguno.
The Last Day
tiene un programa más o menos fijo que incluye algunas composiciones clásicas patrióticas
al estilo de “Pompa y circunstancia”; la conmovedora “Jerusalem” –de H. Parry, inspirada
en un poema del alucinante, alucinado y alucinógeno William Blake, que quizá
les suene gracias a la banda sonora de la película Carros de fuego (1981) que, no por casualidad, toma su nombre de
uno de sus versos- y una balada escocesa llamada “Auld Lang Syne”, que no es
otra que “L’hora dels adéus” con la que aquí se despiden los asistentes a un
campamento. Pero lo más hermoso es que estas tres últimas piezas son cantadas por
el público al unísono, en pie, con la mano sobre el corazón y sin necesidad de
partitura, pues se las saben de memoria (ver para creer: https://www.youtube.com/watch?v=041nXAAn714).
Aun sin ser británica ni haber asistido jamás en persona
–ya quisiera- a semejante apoteosis catártica colectiva, no puedo evitar pensar
que en nuestro país no somos capaces de alcanzar semejante grado de exaltación a
nivel nacional más que al ganar la final de algún ¿importantísimo? trofeo de
fútbol.
Y hablando de “Jerusalem”, antes de finalizar me gustaría
añadir que ésta también fue entonada por los invitados a la boda de Catalina y
Guillermo de Inglaterra, así como los propios novios. ¿Quién recuerda a alguna
infanta o a nuestro rey actual tarareando siquiera alguna pieza de las “escogidas”
para sus respectivos enlaces? Por lo que sé, tan sólo la reina Sofía aprecia la
música clásica. Los demás prefieren diversiones más populacheras, como la caza
o los toros.
Si los miembros de la Familia Real, que han recibido una
educación esmeradísima y en los mejores colegios, manifiestan semejante desinterés…
¿Qué será de los chavalillos de la LOMCE, para los que la Música y la Educación
Plástica no son más que un par de optativas perfectamente evitables durante
toda su escolarización? Dejen que, para
consolarme, una mi voz a la de Catherine Middleton, mejor: “Bring me my Bow of burning gold;/ Bring me my Arrows of desire:/ Bring
me my Spear: O clouds unfold!/ Bring me my Chariot of fire!”.
He aquí un nuevo hallazgo para los rendidos admiradores de Agatha Christie y, sobre todo, de su más aborrecida criatura: el pomposo detective belga Hercule Poirot.
No. Ni me he vuelto loca durante las vacaciones navideñas
–no más de lo que estaba, al menos- ni me he hecho de Twitter, con el blog
tengo más que suficiente, gracias. El título es un pequeño guiño a mi amigo
Kico, que sostiene que los artículos imprescindibles para salir de viaje son:
documentación en orden, dinero, cámara de fotos, cubiertos de plástico, seguro
sanitario, una brújula, mapas y planos, despertador, una gorra, repelente contra
los mosquitos, pastillas potabilizadoras, un botiquín de primeros auxilios, una
buena guía… (el resto de la lista en: http://kicosingps.blogspot.com.es/2014/12/cosas-preparar-antes-de-viajar-checklist.html).
Ante semejante despliegue de sentido común y práctico, su mujer y yo solemos
chincharlo diciendo que todo eso está muy bien, pero que nosotras sin secador
–y el adaptador universal que ha de acompañarlo al extranjero, pues no todos
los enchufes son iguales ni utilizan el mismo tipo de corriente- no vamos a
ningún sitio. ¡Que ya somos #señorasconrulosenlacabeza, no unas punkies alocadas!
Aunque nada de todo esto resulta necesario en este
período, ya que a estas alturas del año la trampa se ha cerrado una vez más
sobre todos nosotros por lo que, a menos que tengas una disponibilidad horaria y
económica ilimitada, o te resulte inevitable por motivos médicos,
es casi imposible abandonar de la isla a un precio razonable, sin ir rebotando
de escala en escala y en un horario en el que valga la pena tomarse la molestia.
La
ratonera (1952), cuyo título original es The mousetrap, es una de las pocas obras de teatro que escribió mi
admiradísima Agatha Christie que, sin embargo, era una prolífica autora de
novelas, de las que llegó a publicar más de ochenta. Dicha obra teatral tiene la
particularidad de que lleva representándose ininterrumpidamente desde su
estreno: en el New Ambassadors Theatre hasta 1974 y en el St. Martin’s, situado
justo al lado, en pleno Covent Garden londinense, a partir de aquel momento. Cuando
estuve en Londres hace unos años, tuve la humorada de asistir a una sesión
y, aunque mi nivel de inglés a duras apenas me permitía seguir el desarrollo de
la trama, he de confesar que me entusiasmó. No sólo por la obra en sí, uno de los enrevesados
rompecabezas propios de su autora, sino sobre todo por el encanto irresistiblemente british que envolvía la función, empezando
por el teatro –que parecía una enorme bombonera forrada de terciopelo carmesí- y terminando por el acento estudiadamente oxfordiano de
los actores.
En La
ratonera, ocho personajes de diversa extracción social y que aparentemente
no se conocen quedan atrapados en una casa de huéspedes durante una tormenta
de nieve. Todos están relacionados, de una u otra manera, con la víctima
de un crimen cometido recientemente en Londres, por lo que el asesino podría
ser cualquiera de ellos. Para colmo, las líneas telefónicas están cortadas y no hay
ninguna otra vivienda en varios kilómetros a la redonda. Un segundo crimen
perpetrado in situ viene a confirmar nuestra
sospecha de que uno de los presentes tiene sed de venganza. Y según la canción
infantil “Tres ratones ciegos”, utilizada por Agatha Christie como hilo
conductor de la trama, alguien más debería morir todavía…
Así es como me siento yo cuando
llega el otoño y los únicos lugares a los que podría desplazarme para “cambiar
de aires” son Barcelona y Palma de Mallorca, ya que ni Madrid ni Valencia, con
un único vuelo diario pagado a precio de oro aun con descuento residente, me
parecen alternativas viables.
Mientras no resolvamos este
problema, ningún profesional de renombre –que no sea isleño- querrá
establecerse aquí, ningún interino permanecerá entre nosotros más allá de los
años preceptivos, nuestros hijos no querrán volver cuando terminen de estudiar
fuera y, sobre todo, seguiremos pensando que viajar es un capricho de ricachones
ociosos en lugar de una verdadera necesidad. Conocer otras realidades es la
mejor escuela de tolerancia que se me ocurre. Y no es que en Menorca se esté
mal, ¡todo lo contrario!, si fuera así no habría batallado tanto para vivir
aquí, pero detesto el “efecto ratonera” que fatalmente conllevan los meses invernales.
¿Entendéis ahora por qué me gusta
tanto leer? Pues porque es la única manera de evadirse cómodamente y gratis que
nos queda. #todossomoselcondedemontecristo
Cuando
llega el frío, me suele dar un ataque de anglofilia aguda, quién sabe por qué...
Quizá porque inconscientemente asocio las primeras lluvias del otoño con la
literatura anglosajona que tanto me gusta. En cuanto los escalofríos me
recorren el espinazo, saco el anorak del armario –una especie de redingote
negro relleno de plumas con el que parezco un murciélago gigante, ya lo sé,
pero “ande yo caliente y ríase la gente”- y me entran ganas de releer a Agatha Christie.
Este año
he procurado diversificar lecturas: en lugar de desempolvar alguno de los 81
tomos de que constan las apasionantes obras completas de Dame Agatha, encargué
un ejemplar de The monogram murders a
través de Amazon y lo devoré nada más recibirlo. Los crímenes del monograma, como ha sido traducida al español, esuna nueva novela detectivesca
protagonizada por el belga más famoso de todos los tiempos –con permiso de
Jacques Brel, Georges Simenon, Tintín y los pitufos-, Hercule Poirot. Pero, para
desgracia de sus rendidos admiradores, entre los cuales me encuentro, no se
trata de una nueva entrega de sus investigaciones en sentido estricto, ya que no
es un manuscrito inédito de Mrs Christie, sino una respetuosa imitación de la
escritora y poetisa inglesa Sophie Hannah, permitida y fomentada por los ávidos
herederos de la primera.
De la
misma manera que Torquay, ciudad natal de la Christie, me decepcionó, también
lo ha hecho Los crímenes del monograma; aunque
no lo suficiente para que me arrepienta de haberla leído. Para empezar, porque
es casi tan entretenida como las novelas originales. En segundo lugar, porque
el brumoso ambiente del Londres de entreguerras está impecablemente bien reproducido, ningún
detalle moderno desentona. Además, Sophie Hannah ha tenido la honestidad de no intentar adueñarse del bigotudo Poirot, sino que se limita a utilizarlo como un deus ex machina que ayuda al verdadero protagonista, un tal Edward
Catchpool, fruto de su propio magín, en el transcurso de una enrevesada investigación criminal.
Una fría noche de 1920, dos
mujeres y un hombre aparecen envenenados en sus respectivas
habitaciones de hotel con un gemelo de camisa metido en la boca a modo de firma por parte del asesino. La clave del misterio enseguida se desplaza a un acomodado suburbio
próximo a la capital, donde las habladurías entorno al comportamiento de un
pastor anglicano produjeron una lamentable cadena de suicidios años atrás.
La
resolución del misterio no es evidente, pero tampoco tan descabellada como
suele serlo en las verdaderas novelas de Agatha Christie, lo cual le resta gran
parte de su gracia. El personaje de Hercule Poirot tampoco está muy bien trazado, que digamos.
Se le describe como un engreído insoportable, pero sin la punzante ironía que caracteriza al original. Y el comisario Catchpool sólo es un pálido remedo del fiel y
sensato Hastings. El estilo de Hannah, por otro lado, es de lo más plano, sin
los rasgos de genialidad que caracterizan al de Agatha Christie, chapucera y
apresurada como ella sola, pero cuyas descripciones poco tienen que envidiar a
las de Pío Baroja, por citar a otro gran impresionista del lenguaje.
Sin ser
una completa pérdida de tiempo, Los
crímenes del monograma no es más que una entretenida falsificación, en
definitiva. ¡Desde aquí me propongo a los herederos de Dame Agatha para “perpetrar”
la siguiente!
P.S. No quiero terminar sin recomendar algo de música
antigua para acompañar la lectura de Los
crímenes del monograma: “Flow my tears”, una de las Lacrimae más sentidas de John Dowland, autor del primer Barroco
inglés, y una de las piezas más famosas del período, tanto en su versión
instrumental como en la definitiva, para voz y laúd. Si la interpretación de
Valeria Mignaco es buena, la de Andreas Scholl es aun mejor. En cualquier caso,
abstenerse de escuchar la de Sting, tan facilona y empalagosa que apenas la se
reconoce. ¡Si el pobre Dowland levantara la cabeza! ¿O era Agatha Christie...? “Exiled
for ever, let me mourn;/ Where night's black bird her sad infamy sings,/ There
let me live forlorn.”
Sí, lo confieso: no sólo he caído en
la tentación de leer el último bestseller del verano, La verdad sobre el caso Harry Quebert, sino que encima lo he
devorado en dos tardes a pesar de sobrepasar las seiscientas páginas. En mi
descargo podría decir que lo he leído en italiano, por lo que podría fingir que
lo he hecho con intención de mejorar mi competencia en dicha lengua, pero con
ello correría el riesgo de que mi querida amiga Noemí me desmintiera de
inmediato, ya que estábamos juntas cuando lo descubrí, abandonado sobre la
última balda del “Raconet del Bookcrossing” de la escuela en la que ambas
trabajamos, y sabe perfectamente que no había ningún ánimo de mejora por mi
parte, sino pura y simple curiosidad malsana. Que
soy un ratón de biblioteca lo sabe cualquier que me conozca o que se haya
asomado alguna vez a esta sección. Lo que quizá no sabían es que albergo todo
tipo de prejuicios snob hacia los libros superventas, y no me avergüenzo de
ello. El día que lea alguno que aprecie de verdad, prometo cambiar de idea al
respecto, pero eso todavía no ha sucedido. Así que, de momento, coincido con
Juan Goytisolo, autor de obras maestras tan indigestas como Señas de identidad o Reivindicación del conde don Julián, en que los superventas son
"fenómenos literarios, productos que siempre han existido y gracias a los
cuales las editoriales pueden permitirse el lujo de publicar textos literarios,
y escritores como yo podemos existir”. A lo que para rematar añadió: “¡Bienvenida
sea la literatura de consumo! Sería de mal gusto si un parásito criticase el
cuerpo del que se alimenta!”.
Otra
indudable virtud de los superventas es acercar la lectura a eso que los
periodistas suelen llamar “el gran público”. Desde luego, prefiero que la gente
lea cualquier cosa, incluso el execrable –por machista y mal escrito- Cincuenta sombras de Grey, a que no lea
en absoluto. Al menos así cabe la esperanza de que algún día lleguen a caer en sus
manos Fanny Hill (1748) o El amante de lady Chatterley (1928),
mucho más modernas y divertidas en su planteamiento, además de mejor redactadas
que el bodrio pseudoerótico de E.L. James.
Por
ahora, el único autor superventas con el que disfruto –¡y no poco, he de
confesarlo!- es Agatha Christie, por la cual siento un cariño y un respeto que
nada tienen que ver con lo sucinto de su estilo, sino con su inteligencia,
capacidad de observación y el intenso amor por la vida que transmiten sus
novelas.
El médico, que se empeñó en que leyera
una compañera de instituto, me pareció plana y previsible, a pesar de sus
buenas intenciones. El código da Vinci
es absolutamente increíble desde cualquier punto de vista y está redactada con
el piloto automático. En cuanto a la saga de Crepúsculo, puede me hubiera gustado cuando aún era una pobre
adolescente granujienta, pero leída en la actualidad me parece ñoña, aburrida e
inverosímil. Para colmo, la protagonista no hace más que “hiperventilar”, lo
cual me pone muy nerviosa.
El
único superventas que he logrado apreciar es la primera entrega de Millenium (en la segunda, Lisbeth
Salander se pasa de inmortal y la tercera sólo es apta para leguleyos). Los hombres que no amaban a las mujeres
no sólo es entretenida y está bien escrita, sino que los ambientes que describe
son evocadores, sus personajes atractivos y la trama cobra sentido al final,
como debe ser en todo policiaco que se precie. Únicamente me sobra el afán
naturalista de su autor por enumerar todas las veces que la protagonista se
ducha o engulle Billy’s Pan Pizza (¿product
placement?).
¿Que
qué me ha parecido La verdad sobre el
caso Harry Quebert? Pues que, como la mayoría de superventas, apela sin
reparos a los instintos más básicos del lector. Una vez más, la víctima
principal es una chica joven, atractiva y algo ligerita de cascos, aunque con
espíritu de geisha. En la trama hay otra víctima, una anciana que fue asesinada
la misma noche en que la nínfula despareció, de la que ni el propio autor
parece acordarse. Los adjetivos brillan por su ausencia y, los pocos que
aparecen, son siempre los mismos. Por otra parte, los fragmentos de la supuesta
obra maestra de Harry Quebert transcritos en la novela son pretenciosos y de
una cursilería empalagosa. Para colmo, su desenlace es una incoherente acumulación
de golpes de efecto, tan parecida a los complicados mecanismos de orfebrería de
Agatha Christie como una traca a un reloj.
La verdad sobre el caso Harry Quebert es
como comerse una hamburguesa: algo que sin duda apetece, pero de lo que te
arrepientes de inmediato… Así pues, habrá que leerla, ¿no? (Al terminar, les
aconsejo que la emprendan con algún intrigante novelón de Wilkie Collins: les
gustará más y no lleva cebolla.)
Narrado por la cadenciosa y oxfordiana voz de David Suchet, el Hercule Poirot televisivo, aquí tenéis un entretenidísimo y bien fundado documental sobre la misteriosa vida de la reina del misterio... ¡Agatha Christie! Nada mejor para ir abriendo boca ante la inminente publicación de Los crímenes del monograma. ¿Habéis reservado ya vuestro ejemplar? Obviusly, I do it.