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lunes, 13 de abril de 2015

Al principio fue el Verbo


¿La fragua de Vulcano o el infierno de los ignorantes?
            “No empieces, ¿eh?”, se les suele decir a los niños cuando les entra el hambre, el sueñecito o la tontuna, y comienzan a quejarse por cualquier cosa. “No empieces, ¿eh?”, le soltábamos a aquel novio o novia pelín insistente que todos hemos tenido en algún momento de nuestra historia y que siempre nos daba la tabarra con las mismas recriminaciones. “No empieces, ¿eh?”, se advierten el uno al otro los miembros de un matrimonio cuando uno de los dos saca a relucir trapos sucios, antiguos y gastados.
            Existen principios que oiría una y otra vez sin llegar a cansarme nunca, como el del Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Otros que, en mi opinión, están sobrevalorados, como el de la Lolita de Nabokov, más bien ñoño para mi gusto: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”. Y otros de los que nunca se hablará lo suficiente, como el de Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derechos al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. Juzguen ustedes mismos cuál les gusta más, o cuál añadirían a la lista…

            Hoy es día de libros y rosas. Hoy es día de hacer mucho el paripé, si me disculpan la grosería. Las hordas de supuestos lectores que durante estos días se pasearán por las calles comerciales de las ciudades y pueblos de nuestra islita, curioseando los tenderetes de las librerías, ni se corresponden con las patéticas cifras de lectores habituales que arrojan las encuestas ni con mi propia experiencia directa sobre el tema, que me dice que los ratones de biblioteca no abundan (los de alcantarilla sí, si me permiten el chiste fácil…). Según un artículo de El País publicado el 8 de enero de este mismo año, “el 35% de los españoles no lee nunca o casi nunca” y únicamente el 29’3% lo hace todos los días. Si este último dato puede parecer esperanzador, no hay más que seguir leyendo para que se te caiga el alma a los pies, ya que los integrantes de este último porcentaje afirman leer una media de 8’6 libros al año o, lo que es lo mismo, menos de un libro al mes. Si tenemos en cuenta que en Finlandia la media nacional es de 47 libros al año, es para echarse a llorar.
            ¿Qué razones aducen los españolitos de pro para justificar dicha penuria literaria? Pues, cómo no, que no tienen tiempo para leer. La misma excusa barata que llevan aduciendo desde acabaron o abandonaron la Secundaria; la misma que pretenden que me crea algunos de mis alumnos aun sabiendo como sé que no trabajan, o bien lo hacen esporádicamente, que siguen viviendo en casa de sus padres –donde seguramente ni siquiera quitan la mesa-, que no tienen hijos ni perrito que les ladre y, sobre todo, que se entregan a la actualización completa, continuada e inmediata de su “perfil” (seré muy antigua, pero cada vez que me nombran esta palabra visualizo horribles camafeos de marfil) en las redes sociales cada dos por tres. ¿Que no tienes tiempo para leer? Pues pon un poquito menos la tele, hombre, desengánchate del ordenador o deja el móvil tranquilo ya, que lo bueno del WhatsApp es precisamente que puedes contestar cuando te vaya bien a ti, no al que irrumpe en tu intimidad con una llamada.
            Y, claro, “de aquellos barros vienen estos lodos”... Analfabetismo funcional y mucha mucha desinformación, más que nada por la falta de criterio con que se acude a las fuentes. ¿Qué podemos hacer para resolver esto? Muy sencillo: compren y regalen libros, pero por encima de todo, ¡léanlos! Ahora y siempre, amén.

Y, ahora, la recomendación cultural de la semana: un experimento muy interesante que encontraréis en Drácula vampirizado por Philip Glass

lunes, 8 de septiembre de 2014

Perdón imposible, ejecución inminente


En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme...
            Dar clase es divertido. No siempre ni a cualquiera, pero sí muy a menudo, al menos para mí. Uno de los aspectos que más me divierten es que, aunque impartas el mismo temario y con materiales parecidos a dos grupos de nivel académico similar, los alumnos no suelen reaccionar de la misma manera. En otras palabras, ¡nunca sabes por dónde te van a salir! Casi siempre te sorprenden, convirtiendo la enseñanza en una actividad que, aunque a priori pueda parecer algo monótona, para mí y para muchos otros resulta apasionante. 
            Los signos de puntuación es uno de los temas más repetitivos y menos innovadores del temario de mi asignatura y, al mismo tiempo, uno de los que suscitan más dudas, observaciones delirantes y controversias estériles. Recuerdo con ternura, por ejemplo, a cierto aspirante a guardia civil que, mientras yo hacía malabares con un doble rango de comillas sobre el texto de un dictado en la pizarra, me apostrofó: “¡Qué guay, profe, así has tuneao to’ el párrafo!”.


            Los españoles sentimos un tal desprecio por la gramática en general y la ortografía en particular que parece que no conozcamos otro signo de puntación que la coma, salpimentada al buen tuntún o como si tan sólo sirviera para marcar pausas fónicas -con las que, por cierto, no tiene por qué coincidir- y no enumeraciones, incisos, alteraciones del orden lógico, vocativos, la elisión de un verbo, ciertas expresiones... De hecho, incluso las redacciones de mis mejores alumnos suelen pecar de monótonas desde ese punto de vista. Nadie da muestras de conocer ni de querer utilizar los dos puntos, el punto y coma, las comillas, las cursivas o los paréntesis. Y de nada sirve habitualmente que les diga que así aburren hasta a las ovejas: necesitan que lea sus redacciones en voz alta sin añadir ninguna curva de entonación que no esté escrita para advertir lo sosas que resultan sin la puntuación adecuada.
            Otra cuestión espinosa es la conveniencia de limitar el número de puntos suspensivos a los tres canónicos. Especialmente las chicas jóvenes, adoran las líneas enteras de puntos suspensivos, sobre todo si están trazadas -¡ay!- con bolígrafo lila o verde esmeralda. Así como tampoco ven la necesidad de introducir las preguntas y exclamaciones con el signo inicial correspondiente. “Como en inglés no se ponen…”, se atreve a aducir siempre algún energúmeno que de inglés sabe casi tanto como de chino mandarín. Y entonces me toca explicar que en inglés, señores míos, se escribe de forma mucho más sintética y compartimentada que en castellano o catalán. Dicho de otra manera, las oraciones subordinadas son la base de nuestro discurso, no del de los anglófonos, aunque esporádicamente sean capaces de grandes derroches de oratoria como el antológico principio de Lolita o el de la dickensiana Historia de dos ciudades:

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

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            Pero nada mejor que la conocida anécdota sobre las comas que se le atribuye a Carlos V para ilustrar la importancia de los signos de puntuación. Aquí la tenemos en palabras de José Antonio Millán, autor del delicioso librillo Perdón, imposible:

Estando el rey en el teatro, le recordaron que tenía que decidir si indultaba o no a un condenado a muerte. Decisión que había dejado para más adelante en su última audiencia para meditarlo mejor y que corría prisa, pues la ejecución estaba prevista para la mañana siguiente. Como respuesta, escribió en un billete «Perdón imposible ejecutar al reo». El secretario que llevaba el papel se dio cuenta de que la vida del prisionero estaba en sus manos y dependía de dónde se añadiese la coma que evidentemente faltaba. Si se decía «Perdón imposible, ejecutar al reo», el condenado era hombre muerto, pero si se escribía «Perdón, imposible ejecutar al reo», se salvaba.

            ¿Y qué creéis que hizo el secretario de Carlos V? Pues poner la coma en el lugar debido en lugar de manchar su pluma con sangre ajena. ¡Olé por él!