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jueves, 12 de noviembre de 2015

Siempre Dowland, una vez más Andreas

Como demuestra esta deliciosa lista de reproducción, no es necesario armar mucho barullo para crear belleza. Dejemos la pirotecnia a los belcantistas y concentrémonos en disfrutar ahora de la melancólica discreción de la música antigua: "Par délicatesse, j'ai perdu ma vie".

domingo, 6 de septiembre de 2015

Un paseo por la música

God Save the Proms!
            Si hay algo que envidio con toda mi alma a los británicos –además del honor de ser compatriotas de Agatha Christie- no es desde luego su inestable y adversa climatología ni las bondades de su cocina, que tuve ocasión de aborrecer durante nuestra última incursión familiar por aquellos lares, sino la pasión con que se entregan a manifestaciones culturales tan elevadas y aparentemente ajenas a los intereses habituales del pueblo como los Proms.
            Los Proms, abreviatura de “The Henry Wood Promenade Concerts presented by the BBC”, son un ciclo de conciertos de música clásica que tienen lugar a diario desde mediados de julio hasta mediados de septiembre en el Royal Albert Hall, un descomunal auditorio elíptico inspirado en los anfiteatros romanos con capacidad para 5.500 personas y ubicado en South Kensington (Londres), no muy lejos de Hyde Park. El término Promenade alude a la posibilidad de “pasearse” por el recinto que tienen los prommers, es decir, los espectadores alojados en las galerías y justo al pie del escenario, cuyas localidades no incluyen asiento a cambio de abonar por ellas un precio irrisorio.
            Algunos conciertos son de corte más clásico, convencional y riguroso. Otros, a pesar de girar en torno a piezas tan antiguas como The King Arthur (1691), de mi idolatrado H. Purcell, derrochan imaginación y son un prodigio de creatividad e irreverencia, justo lo que necesita la música clásica para volver a popularizarse. Y, si no me creen, echen un vistazo al siguiente montaje de dicha semiópera: https://www.youtube.com/watch?v=PmgaQ43xSp8. ¡Seguro que se divertirán!

            También es digno de admiración el entusiasmo con que es acogida -con ondeado de banderas alemanas incluido; sólo faltan los chillidos histéricos de las fans, entre las cuales sin duda me contaría-, la participación de ciertos divos como Andreas Scholl… Pero lo que me llena de una envidia verde, insidiosa y difícil de contener es que el último concierto del ciclo, conocido como The Last Day of the Proms, siempre registre un llenazo de asistencia total, además de ser emitido en directo no sólo por la BBC sino también por casi todas las televisiones anglosajonas. ¿Qué evento cultural tiene un seguimiento comparable en nuestro país? Ya se lo digo yo: ninguno.
            The Last Day tiene un programa más o menos fijo que incluye algunas composiciones clásicas patrióticas al estilo de “Pompa y circunstancia”; la conmovedora “Jerusalem” –de H. Parry, inspirada en un poema del alucinante, alucinado y alucinógeno William Blake, que quizá les suene gracias a la banda sonora de la película Carros de fuego (1981) que, no por casualidad, toma su nombre de uno de sus versos- y una balada escocesa llamada “Auld Lang Syne”, que no es otra que “L’hora dels adéus” con la que aquí se despiden los asistentes a un campamento. Pero lo más hermoso es que estas tres últimas piezas son cantadas por el público al unísono, en pie, con la mano sobre el corazón y sin necesidad de partitura, pues se las saben de memoria (ver para creer: https://www.youtube.com/watch?v=041nXAAn714).
            Aun sin ser británica ni haber asistido jamás en persona –ya quisiera- a semejante apoteosis catártica colectiva, no puedo evitar pensar que en nuestro país no somos capaces de alcanzar semejante grado de exaltación a nivel nacional más que al ganar la final de algún ¿importantísimo? trofeo de fútbol.

            Y hablando de “Jerusalem”, antes de finalizar me gustaría añadir que ésta también fue entonada por los invitados a la boda de Catalina y Guillermo de Inglaterra, así como los propios novios. ¿Quién recuerda a alguna infanta o a nuestro rey actual tarareando siquiera alguna pieza de las “escogidas” para sus respectivos enlaces? Por lo que sé, tan sólo la reina Sofía aprecia la música clásica. Los demás prefieren diversiones más populacheras, como la caza o los toros.
            Si los miembros de la Familia Real, que han recibido una educación esmeradísima y en los mejores colegios, manifiestan semejante desinterés… ¿Qué será de los chavalillos de la LOMCE, para los que la Música y la Educación Plástica no son más que un par de optativas perfectamente evitables durante toda su escolarización? Dejen que, para consolarme, una mi voz a la de Catherine Middleton, mejor: “Bring me my Bow of burning gold;/ Bring me my Arrows of desire:/ Bring me my Spear: O clouds unfold!/ Bring me my Chariot of fire!”.


*         *

Si te ha gustado esta entrada, no te pierdas la siguiente: An English man at the BBC Proms

sábado, 15 de noviembre de 2014

It's English time!


Cotsworld's cottage
            Cuando llega el frío, me suele dar un ataque de anglofilia aguda, quién sabe por qué... Quizá porque inconscientemente asocio las primeras lluvias del otoño con la literatura anglosajona que tanto me gusta. En cuanto los escalofríos me recorren el espinazo, saco el anorak del armario –una especie de redingote negro relleno de plumas con el que parezco un murciélago gigante, ya lo sé, pero “ande yo caliente y ríase la gente”- y me entran ganas de releer a Agatha Christie.
            Este año he procurado diversificar lecturas: en lugar de desempolvar alguno de los 81 tomos de que constan las apasionantes obras completas de Dame Agatha, encargué un ejemplar de The monogram murders a través de Amazon y lo devoré nada más recibirlo. Los crímenes del monograma, como ha sido traducida al español, es una nueva novela detectivesca protagonizada por el belga más famoso de todos los tiempos –con permiso de Jacques Brel, Georges Simenon, Tintín y los pitufos-, Hercule Poirot. Pero, para desgracia de sus rendidos admiradores, entre los cuales me encuentro, no se trata de una nueva entrega de sus investigaciones en sentido estricto, ya que no es un manuscrito inédito de Mrs Christie, sino una respetuosa imitación de la escritora y poetisa inglesa Sophie Hannah, permitida y fomentada por los ávidos herederos de la primera.

            De la misma manera que Torquay, ciudad natal de la Christie, me decepcionó, también lo ha hecho Los crímenes del monograma; aunque no lo suficiente para que me arrepienta de haberla leído. Para empezar, porque es casi tan entretenida como las novelas originales. En segundo lugar, porque el brumoso ambiente del Londres de entreguerras está impecablemente bien reproducido, ningún detalle moderno desentona. Además, Sophie Hannah ha tenido la honestidad de no intentar adueñarse del bigotudo Poirot, sino que se limita a utilizarlo como un deus ex machina que ayuda al verdadero protagonista, un tal Edward Catchpool, fruto de su propio magín, en el transcurso de una enrevesada investigación criminal.
      Una fría noche de 1920, dos mujeres y un hombre aparecen envenenados en sus respectivas habitaciones de hotel con un gemelo de camisa metido en la boca a modo de firma por parte del asesino. La clave del misterio enseguida se desplaza a un acomodado suburbio próximo a la capital, donde las habladurías entorno al comportamiento de un pastor anglicano produjeron una lamentable cadena de suicidios años atrás.
            La resolución del misterio no es evidente, pero tampoco tan descabellada como suele serlo en las verdaderas novelas de Agatha Christie, lo cual le resta gran parte de su gracia. El personaje de Hercule Poirot tampoco está muy bien trazado, que digamos. Se le describe como un engreído insoportable, pero sin la punzante ironía que caracteriza al original. Y el comisario Catchpool sólo es un pálido remedo del fiel y sensato Hastings. El estilo de Hannah, por otro lado, es de lo más plano, sin los rasgos de genialidad que caracterizan al de Agatha Christie, chapucera y apresurada como ella sola, pero cuyas descripciones poco tienen que envidiar a las de Pío Baroja, por citar a otro gran impresionista del lenguaje.
            Sin ser una completa pérdida de tiempo, Los crímenes del monograma no es más que una entretenida falsificación, en definitiva. ¡Desde aquí me propongo a los herederos de Dame Agatha para “perpetrar” la siguiente!

P.S. No quiero terminar sin recomendar algo de música antigua para acompañar la lectura de Los crímenes del monograma: “Flow my tears”, una de las Lacrimae más sentidas de John Dowland, autor del primer Barroco inglés, y una de las piezas más famosas del período, tanto en su versión instrumental como en la definitiva, para voz y laúd. Si la interpretación de Valeria Mignaco es buena, la de Andreas Scholl es aun mejor. En cualquier caso, abstenerse de escuchar la de Sting, tan facilona y empalagosa que apenas la se reconoce. ¡Si el pobre Dowland levantara la cabeza! ¿O era Agatha Christie...? “Exiled for ever, let me mourn;/ Where night's black bird her sad infamy sings,/ There let me live forlorn.”

lunes, 25 de agosto de 2014

W Liberty!

La única manera de superarse a sí mismo y hacer realidad tan paradójica expresión es duetar consigo mismo como lo hace Andreas Scholl -contratenor, barítono y todo lo que le echen...- en su espléndida versión de la popular balada escocesa "The Wraggle-Taggle Gypsies, O!", a cuya incendiaria letra recomiendo prestar (casi) tanta atención como a la preciosa melodía que la acompaña.

martes, 8 de julio de 2014

Andreas (Scholl) o los unidos

Andreas o los unidos es una olvidada novela corta del escritor austríaco Hugo Von Hofmannsthal que contiene una de las descripciones paisajísticas más hermosas que he leído y un ejemplo inmejorable de lo que es el panteísmo. Habiendo leído lo siguiente -con banda sonora de Andreas Scholl, como el maravilloso "Requiem" de Marco Rosano que acabo de descubrir gracias a un contacto de Google+, merci beaucoup Christine!- ya no hace falta explicar más, entra por los cinco sentidos:

Los círculos se desgajaban entre sí.
"Andreas se sentía como nunca se había sentido en el seno de la naturaleza. Le parecía como si todo aquello hubiera ascendido de un golpe, surgiendo de él, aquella potencia, aquel ascender, aquella pureza en el punto supremo. El pájaro señorial planeaba arriba, solo en la luz, con las alas extendidas, describiendo lentos círculos, viéndolo todo desde las alturas en que volaba, mirando hacia el valle de los Finazzer y el patio, la aldea, las tumbas de los hermanos de Romana. Todo estaba a la misma distancia de su vista penetrante: estas gargantas de montaña hacia cuyas profundidades azulencas miraba él buscando un ciervo joven o una cabra extraviada. Andreas rodeaba con su deseo al ave, incluso se elevaba hacia ella con un sentimiento de dicha, pero esta vez no se sentía impulsado a penetrar en el animal, sino que sentía simplemente cómo el poder supremo y el don mayor del animal iban fluyendo lentamente en su alma. Toda oscuridad, todo tropiezo se apartaban de él y presentía que toda mirada suficientemente elevada bastaba para unir todo lo que estaba separado y que la soledad no era sino un espejismo. Romana era algo que él tenía en todas partes y que podía asimilar a su ser donde quisiera. Y aquella montaña que se elevaba ante él y dirigía su flecha hacia el cielo era para él un hermano y más que un hermano. Y del mismo modo que el monte alberga en sus poderosos espacios al tierno cervato, lo cubre con el frescor de las sombras, lo oculta con neblina azulenca de las persecuciones, así vivía Romana en él. Ella era un ser vivo, un punto central y en torno suyo se extendía un paraíso no más irreal que las torres alzadas ante él desde el otro lado del valle. Miró hacia su interior y vio a Romana arrodillada y rezando. Y la muchacha doblaba las rodillas como el ciervo cuando se inclina para descansar y cruza los delicados pilares de sus patas y este gesto era para él algo inexplicable. Los círculos se desgajaban entre sí. El rezaba con ella y cuando levantó la mirada pudo ver que la montaña no era otra cosa que su rezo. Una indecible seguridad le poseyó: era el momento más dichoso de su vida."

miércoles, 2 de julio de 2014

Purcellmanía

Uno de los conciertos más hermosos a los que he tenido el placer de "asistir" gracias a Internet... Bravo bravissimo Andreas Scholl!!! Absolutamente maravilloso: una delicia para los oídos.

sábado, 25 de enero de 2014

Purcell F.C.


http://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/9/9a/Edmund_blair_leighton_accolade.jpg          Cumpliendo con mis propósitos de Año Nuevo, que ya detallé en esta misma sección, hoy me propongo hablaros de mi compositor preferido, Henry Purcell (1659-1695). Absténgase de leerlo cualquier mente cargada de prejuicios malsanos contra la música clásica, o contra la cultura en general. Si alguna vez os habéis sentido tan marcianos como yo misma a causa de vuestros gustos y aficiones, si alguna vez habéis abominado del pop facilón y similares, este artículo es para vosotros, pedantes sin remisión.
            Hoy no pienso andarme con tonterías ni disimulos. No sólo me encanta leer –sí, ¿qué pasa?-, sino que además me chifla la música clásica, tururú. ¡Ojalá se pudiera hablar de ello con la misma despreocupada naturalidad con la que se comenta un partido del Barça o del Real Madrid…! Pero, en nuestro país, haciendo confesiones de este tipo te expones, como mínimo, a la conmiseración ajena.

Si todos los músicos de todos los tiempos formaran una liga yo sería, sin duda alguna, del Purcell Fútbol Club. Como algunos ya sabéis, Purcell –pronúnciese “pársel”, no como “porcell”- no sólo fue un músico genial, sino que tiene un repertorio tan variado como apasionante.
Hace unos años pasamos quince días en el suroeste de Inglaterra, concretamente en Cornualles y Gales, siguiendo las supuestas huellas del rey Arturo. Tanto a mi marido como a mí nos sorprendió la simpatía y la calidez con que nos acogieron los británicos a pesar de que nuestro rudimentario inglés apenas nos permitía comunicarnos con ellos. Los amables dueños del pub a las afueras de Exeter donde estuvimos alojados unos días, por ejemplo, siempre tenían un rato para piropear a nuestra hija, enseñarle un cachorrillo, interesarse por nuestra procedencia o sugerirnos alguna visita. Pero lo que más nos impresionó fue que no se dejaran abatir por la continua llovizna que bañaba las ferias costeras ni por el viento que azotaba inmisericordemente las playas, en las que eran capaces de permanecer horas y horas cazando cangrejos con una facilidad pasmosa. De hecho, demostraban estar siempre de un humor excelente aun en mitad del temporal.

Purcell no era galés ni de Cornwall, sino londinense. Pero, a juzgar por su música, debía de ser tan vitalista, excéntrico y charlatán como sus actuales compatriotas, ya que resulta alegre hasta cuando escribe música para funerales (véase la marcha que escribió para las exequias de María I de Inglaterra, apodada “Bloody Mary” por su afición a mandar quemar en la hoguera a sus acérrimos enemigos, los anglicanos).
A continuación, trazaré un breve, desordenado e incompleto itinerario por su obra, que aún no conozco lo suficiente para ser rigurosa ni exhaustiva, y que tengo la impresión de que es un pozo sin fondo de diversión y enriquecimiento intelectual. Si queréis seguirme, deberíais armaros de un ordenador con una buena conexión a Internet y, sobre todo, que tenga o se le puedan acoplar unos altavoces de calidad. Una columna musical necesita banda sonora. ¡Poned YouTube a trabajar, vamos!
            La primera vez que me hablaron de Purcell fue en un cursillo de iniciación a la ópera que impartía Juan Mercadal, más conocido como “Nito Xuquí”. Fue él quien me descubrió el final de Dido y Eneas, una ópera de la que había oído hablar, pero que no había escuchado jamás. Hay que tener el corazón de piedra para no conmoverse hasta las lágrimas con la sentida interpretación que Maria Ewing hace de la muerte de Dido en su “When I am laid in earth”…


Pocos años después llegó “We the spirits of the air”, un precioso duetto para dos sopranos que descubrí gracias a un concierto participativo y que posteriormente he tenido el placer de cantar junto a mi profesora de la Escuela Municipal de Música de Maó, Montse Mercadal. Mascullada en una iglesia románica, a la luz de las velas, como la encontraréis en YouTube (http://www.youtube.com/watch?v=qqZviYJ94Q8), resulta sin duda impresionante.
A continuación vino “Cold song”, primero en la interpretación del contratenor alemán Andreas Scholl, insuperable desde el punto de vista técnico, y luego en la del cantante punk ya fallecido Klaus Nomi -con la que suelo ilustrar el Barroco ante mis queridos alumnos-, tan desconcertante como su propio atuendo: mocasines de hebilla y tacón, medias tupidas, capa oscura, jubón acuchillado de color rojo sangre, una gorguera digna de Felipe II y maquillado como un payaso triste, pero cantada con toda la contenida emoción de un hombre que se sabía tan moribundo como el genio del frío que protagoniza dicha aria. “Cold song”, de todas maneras, no es más que una de las numerosas perlas de la semiópera King Arthur, entre las que aconsejo el dueto patriótico “Round thy coasts”, seguido de las fanfarronadas del bajo y de la delicada balada “Venus song”, que también he perpetrado en algún concierto.
Últimamente escucho a menudo las Canciones de taberna y capilla, una divertidísima colección de cánones, fugas y rondós de aire goliárdico.
¡Alé, alé, alé Purcell F.C.!

martes, 14 de enero de 2014

Cara sposa

¿Qué versión os gusta más? ¿Andreas Scholl con su voz aterciopelada, aunque algo sorda, y su técnica absolutamente impecable? ¿Philippe Jaroussky con el hilito de voz mejor administrado del mundo? ¿O el más "machote" de los contratenores actuales, David Daniels? Se admiten todo tipo de comentarios y contrarréplicas. Especialmente por parte de Haendel, claro...