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martes, 1 de julio de 2014

Todo era perfecto (y II)

Narració presentada (en va) al Premi de Narració Curta "Illa de Menorca" 2014, segona part (primera part a "Todo era perfecto (I)"):


            Albert se levantó y accedió al interior del café. De improviso, toda la luminosidad enfervorecida de la terraza se trocó en sombras neblinosas. El alegre toldo anaranjado que antiguamente planeaba sobre su cabeza ya no era más que un vago recuerdo.
            Al pasar junto a él, el hombrecillo se puso en pie, le dirigió una educada inclinación de cabeza y le espetó unas palabras que, a pesar de estar formuladas en otro idioma, no le costó entender. Toda su irritación se esfumó de golpe.
            -Senyor, m’han dit que vostè és menorquí –repitió con voz inusitadamente firme.
            -No exactamente –le contestó Albert en francés-. La familia de mi madre lo era.
            El hombrecillo asintió, dando vueltas entre las manos a un anticuado sombrero.
            -¿Quién es usted?
            -Alguien que tuvo que huir de su tierra –su francés era inseguro, pero correcto.
            -¿Español?
            -Republicano.
            -¿Menorquín?
            -De Mahón. ¿Ha estado usted allí?
            -No.
            -Conozco Argelia. Antes de pasar a Francia, me escondí durante unos meses en Bab-el-Oued –al decir esto, sus ojos parecieron inundarse de luz. Pero dicho destello se apagó tan pronto que Albert se preguntó si había existido realmente o si se habría tratado de un reflejo pasajero-. El clima argelino no es muy distinto del nuestro. En París, sin embargo, hace mucho frío.
            -Parece usted demasiado mayor para haber combatido –objetó Albert, sin ánimo de resultar ofensivo.
            -Usted mejor que yo debería saber que no sólo se combate con las armas.
            Albert asintió. A pesar de la dulzura con que había sido pronunciada la frase, aquel desconocido acababa de darle una lección de dignidad que jamás olvidaría.
            -¿Puedo ayudarle en algo?
            -No, no… Sólo quería saludarle. ¡Es tan hermoso encontrarse con un compatriota!
            -Voy al baño un momento. Espéreme, por favor. Me gustaría invitarlo a un café.
            Frente al espejo del lavabo, Albert hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Toda su paupérrima infancia estaba resumida en la actitud modesta de aquel hombre, el primer menorquín que conocía lejos de Argelia. El intenso olor a lejía que impregnaba las manos de su madre, la temible fusta con que lo castigaba su abuela, la inocencia balbuciente de su tío Étienne. Y el rumor quedo de los coches de línea, de un verde envenenado, que pasaban bajo su balcón a intervalos regulares, levantando una polvareda que llegaba hasta el primer piso. Y la arena de la playa deslizándose entre sus dedos, el perfume a resina de los pinos que bordeaban la costa, la blancura insostenible del perfil de su ciudad, interrumpido aquí y allá por la cúpula de algún minarete solitario. De improviso, volvió a sentir el rencor punzante que le suscitaban los fastuosos escaparates de los colmados, atiborrados de mercancías suculentas con las que por aquel entonces ni siquiera se atrevía a soñar. Todo era Argelia. Y aquella Argelia malhadada se le clavó en el costado como algo real, no como mero material literario.
            Cuando al fin salió del baño, el hombrecillo ya no estaba allí. Una sonora carcajada de María acogió su regreso a la terraza soleada.
FIN

Todo era perfecto (I)

Narració presentada (en va) al Premi de Narració Curta "Illa de Menorca" 2014, primera part:


            Todo era perfecto. La tarde cálida y luminosa, aunque recorrida por una brisa sutil y ligeramente perfumada de flores tempranas. El voluptuoso aroma a café recién molido de la mejor calidad que ascendía desde su taza, tan distinto de la achicoria diluida, amarga y miserable que trasegaba su madre en Belcourt. Los elegantes arabescos que el humo de sus cigarrillos trazaba frente a él, como una celosía traslúcida e incorpórea que lo separaba de los demás y, al mismo tiempo, permitía que los espiara.
Todo era perfecto. Hasta su mesa llegaba el eco de un organillo lejano. A pesar de que no habían transcurrido ni diez años desde el final de la guerra, París había recuperado ya gran parte de su belleza. El alegre toldo anaranjado, entreverado de retazos de un cielo añil, teñía sus rostros de un tono tan saludable que alguien bromeó diciendo que parecían “un hatajo de jornaleros” en lugar de una tertulia de intelectuales más bien bohemios.
Todo era perfecto. La satisfacción de encontrarse al fin donde siempre quiso estar: en un bullicioso café de París, frecuentado casi exclusivamente por artistas, convertido en un autor de éxito. Todo tenía un poso deliciosamente civilizado; nada que ver con aquel país en el que creció pobre, enfermizo y enclenque, dando patadas a un balón de trapo bajo una luz cegadora, un país en el que sólo había polvo y chumberas.
            Con un estremecimiento, Albert se levantó el cuello del abrigo de paño jaspeado que aún llevaba puesto pese al calor. Desde el otro extremo de la mesa, Jean-Paul le lanzó una mirada en la que se leían cierta envidia y una profunda desaprobación. Aquella costumbre suya, que muchos juzgaban como un alarde de coquetería y pretenciosidad, no era más que pura superstición. Albert creía que protegiéndose de las corrientes de aire lograría alejar para siempre al fantasma de la tuberculosis, ya que una nueva recaída podría resultar fatal. María extrajo un cigarrillo de su cajetilla de Gauloises sin pedirle permiso y lo encendió con un gesto perezoso, un gesto que llevaba implícitos un derecho y una aceptación.

            Todo era perfecto, salvo un pequeño detalle que al principio no supo identificar. En algún rincón del café había algo que desentonaba, que estaba fuera de lugar. Y de repente lo vio: sentado frente a un velador de mármol, sobre el banco forrado de terciopelo granate capitoné que recorría las paredes del interior, había un hombrecillo cuya actitud modesta y vestimenta ajada ofrecían un forzado contraste con la decoración ampulosa del local. Tenía la cabeza inclinada como si rezara, pero sus labios no se movían. Parecía abstraído pero, al advertir que lo observaba, levantó la mirada y sus ojos se dieron de bruces con los de Albert. Tenía el pelo entrecano, los ojos de un color indefinible y las mejillas mal rasuradas, y aparentaba unos veinte años más que él. Se estremeció al pensar que podría ser su padre. De hecho, incluso poseían una estructura ósea similar. Pero su padre estaba enterrado en algún lugar ignoto al este de París y aquel desconocido había vivido lo suficiente como para turbar uno de los pocos instantes de felicidad plena de los que había disfrutado en su vida.
           Durante algunos instantes, Albert le sostuvo la mirada con irritación. ¿Quién demonios era aquel hombrecillo? ¿Cómo se atrevía a importunarle con su pobreza? Por alguna razón, supo que no era francés y esto le molestó aun más.
(SIGUE EN LA ENTRADA POSTERIOR)

lunes, 30 de junio de 2014

Mar de mares

Puerto de Levanzo (Islas Égades, Sicilia)
           Un corresponsal desconocido ha compartido conmigo a través de Google+ una imagen muy parecida a la que ilustra este artículo, que no reproduzco por una cuestión de derechos de imagen. Según el pie de foto que la acompaña, se trata del puerto de Levanzo, una de las islas Égades, un pequeño archipiélago situado al oeste de Sicilia. Conozco y admiro la mitad oriental Sicilia –el intenso olor a pescado fresco de Aci Trezza, la preciosa almadraba de Marzamemi, la serena belleza de Portopalo di Capopassero, las imponentes iglesias barrocas de Ragusa Ibla y la calle principal de Noto que, soberbiamente iluminada en tonos cálidos, resulta tan hermosa que casi dan ganas de llorar-, pero nunca he estado en las Égades. Aun así, y aun antes de leer el pie de foto, ya sabía que se trataba de algún rincón perdido del Mediterráneo, como seguramente os habrá sucedido también a vosotros.
¿Qué es lo que determina tan claramente la mediterraneidad de esta foto? ¿Lo azul del cielo, la escasa vegetación que salpica las colinas del fondo, la blancura de los edificios, el hecho de que tengan azoteas en lugar de tejados -señal inequívoca de que llueve poco-, un cierto aire de decadencia, el tono calizo de las rocas del puerto o la transparencia del mar? ¡Quién sabe…! En cualquier caso, y a juzgar por la fotografía, parece ser que Levanzo es tan inequívocamente mediterránea como nuestra querida islita.

Apenas conozco otro mar que no sea el Mediterráneo, sobre todo el trecho que va desde Tarifa hasta la Costiera Amalfitana, al sur de Nápoles. En él me siento como en casa, cosa que jamás me ha sucedido en el norte de Europa, a pesar de haberme gustado mucho algunas de las ciudades que he visitado por allí. Probablemente sea por culpa de factores tan peregrinos como la falta de sol o la escasa variedad de la cocina, pero siempre hay algo que acaba por repelerme si estoy más de quince días.
Sin embargo, y aunque nunca he puesto los pies en Grecia, me reconozco en todas y cada una de las canciones de Mikis Teodorakis que Maria del Mar Bonet versionó para su disco-homenaje El·las (1993). Jamás he estado en Egipto, pero la Alejandría decadente y voluptuosa que describe Konstantinos P. Kavafis en sus poemas –recomiendo especialmente la traducción de Carles Riba- o Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría no me es tan ajena como lo fueron en su día Praga, Bristol o Estocolmo, por citar tres ciudades hermosas que me dejaron indiferente. Asimismo, tampoco conozco Argelia –qué más quisiera-, pero al leer los relatos de Camus me siento más identificada con su “país de polvo y chumberas” que con ningún otro… Seguramente por la misma razón por que me emociono con la “Chanson hebraïque” de Ravel y no con el Peer Gynt de Edvard Grieg, aun reconociéndole el mérito.


¿Qué tenemos en común los habitantes del Mediterráneo? Sin pensarlo demasiado, que cada cual haga su propia lluvia de ideas, me vienen a la mente palabras como hedonismo, indolencia, fatalismo, informalidad, falta de responsabilidad individual e incoherencia. A los mediterráneos nos gustan el buen vino y la buena mesa, estar de tertulia con los amigos o la familia, echarnos la siesta, bañarnos en el mar, las veladas interminables… A veces, basta un tímido rayo de sol en primavera para hacernos felices.
La indolencia y el fatalismo son la cara triste de dicho fenómeno. La naturaleza que nos rodea es tan pródiga que no hace falta esforzarse gran cosa para obtener lo que uno necesita. El Mediterráneo nos malcría como una madre consentidora, quizá por eso seamos tan impuntuales, gritones, maleducados y mostremos tan escaso respeto por lo ajeno, incluido lo que pertenece a la comunidad en su conjunto. Quizá por eso seamos tan reacios a admitir nuestras culpas; los mediterráneos siempre sabemos a quién señalar o tenemos una mala excusa preparada. Todo, hasta lo que afecta y tiene su origen en un único individuo, es achacable a los políticos, los banqueros o al pagano de turno.
           Es hora de que el Mediterráneo nos dé un buen tirón de orejas, ¿no creéis? Mar de mares, mal de mares, mar de males… ¡Mare Nostrum!

domingo, 9 de febrero de 2014

¡Alto ahí, forastero!


Nadie es más digno que yo.
Como todo el mundo sabe, la sanidad pública ya no es universal –dado que deja fuera a los “sin papeles”- ni se la puede llamar gratuita desde que se implantó el copago sanitario. En mi opinión, dichas medidas supuestamente de ahorro sólo contribuyen a colapsar los ya abarrotados servicios de urgencias y hacer que la gente evite ir al médico hasta que el mal esté tan extendido que ya no tenga remedio. ¿Cuántos tumores inofensivos se habrán convertido en cánceres letales, y carísimos de tratar, por cierto, desde que empezaron a aplicarse los recortes sanitarios? Quién sabe… Parafraseando el refranero, que es una fuente inagotable de sabiduría popular, estoy segura de que “es peor el remedio que la enfermedad”.
Lo que casi nadie sabe todavía es que ya no es posible matricularse en ningún centro educativo público de Baleares simplemente con el pasaporte, como sucedía hasta mediados de diciembre. ¿Qué por qué? Pues porque dicha opción, de la noche a la mañana y sin aviso previo, ha desaparecido del programa informático de gestión educativa por orden de algún superior inidentificable e inidentificado en virtud de una nueva interpretación de la misma Ley de Extranjería que hasta ahora lo permitía.
Los extranjeros que quieran matricularse a partir de ahora tendrán que presentar el DNI, cosa que implica haber obtenido previamente la nacionalidad española (que requiere entre dos y cinco años de residencia probada en nuestro país), o el NIE. Éste último, en la práctica diaria, no es tan sencillo de obtener como parece leyendo el listado de requisitos publicados en la web oficial. O al menos no para los extranjeros en situación irregular, pues para que te lo otorguen hay que poder justificar “los motivos de la solicitud”, es decir, que vives en España o trabajas aquí. Con el corazón en la mano, decidme: ¿cuántos ciudadanos de la antigua Europa del Este, magrebíes, ecuatorianos, filipinos, subsaharianos u orientales en general pueden presumir de tener un contrato de alquiler registrado o una vivienda en propiedad? ¿Y un contrato laboral estable y regular…? Muchos, los más desarraigados, no lo tienen. Y ésos, precisamente, son los más necesitados de la formación que a partir de ahora les estará vedada.

Todo el que haya vivido en el extranjero sabe que “tra il dire ed il fare, c’è di mezzo il mare” o, lo que es lo mismo, de la teoría a la práctica hay un abismo de triquiñuelas legales y vacíos legislativos. Yo misma tardé tres años y medio en que me asignaran un médico de cabecera en Roma, aun siendo ciudadana comunitaria y de carácter más bien combativo. Así como también estuve impartiendo clases de español para extranjeros durante años con un contrato draconiano que retenía el 30% de mi misérrimo sueldo con la excusa de que servía para pagar los impuestos en mi país que, dicho sea de paso, jamás ha llegado a percibir una sola lira del equivalente italiano a nuestro INSS. Tampoco vi jamás un contrato de alquiler regular y convenientemente registrado ante las autoridades; por macabro que suene, puedo decir que he vivido cinco años en tres casas distintas oficialmente habitadas por muertos.
Vivir en el extranjero una temporada no sólo sirve para aprender idiomas, sino que además es una escuela de tolerancia excepcional. Nadie que haya pasado por la experiencia de tener que repetir una y otra vez cómo se pronuncia su nombre, de explicar que Mallorca y Menorca no están lo bastante cerca como para desplazarse a nado de una a otra, que aquí también llueve y hace frío en invierno, que no basta añadir una ese al final de cada palabra para hablar en castellano –así como no basta añadir una “i” y agitar las manos para hablar en italiano-, que la paella no es el plato típico de toda España ni el flamenco su baile nacional, aunque quizá sean los más representativos… Nadie que haya pasado por esto puede seguir creyéndose el centro del universo.
No hay como coger el decrépito metro en Roma pasadas las diez de la noche para que se te pasen las ganas de seguir diciendo chorradas sobre los inmigrantes que vienen a nuestro país a quitarnos el trabajo y a colapsar las listas de espera de la Seguridad Social. Sólo hace falta pararse a observar sus rostros -algunos sucios, muchos cansados, todos ellos dignos de respeto- para entender que nadie emigra por capricho, sino por necesidad. Que a nadie le gusta morirse de hambre, ni ser perseguido por motivos ideológicos, étnicos o religiosos, ni ver morir a tus hijos por cualquier nimiedad. ¿Acaso no emigraron nuestros mayores a causa de la carestía o de las represalias políticas? Algunas localidades del norte de Argelia podrían contarnos mucho al respecto.