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martes, 21 de octubre de 2014

Madrid, Madrid, Madrid


¡Me encantan los azulejos "coloraos"!
            En tiempos de TIL y de tal, parece que se está poniendo de moda poner verde a Madrid… ¡hasta entre quienes no la han visitado jamás! Es verdad que yo misma he contribuido a la quema desde esta sección describiendo sus alrededores como un “inhóspito páramo”, diciendo que huele a “polvo seco, sordo y contaminado” y que, cuando estoy allí, “el paladar me sabe a ceniza”. Pero hay que tener presente que todo esto es tan sólo una parte de la verdad, que nada tiene que ver con sus gentes ni con el paisaje urbano, sino con la profunda antipatía que me produce su clima.

            Lo primero que llama la atención en Madrid es que casi nadie es de Madrid, sino extremeño, cántabro, murciano, baturrico o de un pueblecito de Cuenca, por lo que ninguno de sus habitantes se siente particularmente orgulloso ni responsable de ella y se la puede criticar a tumba abierta, sin miedo a herir sensibilidades que, en otras latitudes, están demasiado exacerbadas para mi gusto. Y si alguno puede “presumir” de haber nacido en Madrid, raro sería que sus progenitores lo hubieran hecho, por lo que rodar Ocho apellidos madrileños sería casi imposible.
            El segundo factor más llamativo es que, a pesar de gozar de un servicio de transporte público modélico que ya quisieran para sí algunas capitales europeas, los madrileños siempre llegan tarde. ¡La de horas que habré perdido yo dando vueltas al oso y el madroño de la plaza del Sol, esperando a mis amigas…! Un madrileño –o residente en Madrid, que como ya he explicado es casi lo mismo- es perfectamente capaz de llegar media hora tarde sin disculparse, dado que es lo normal. Así que, si quieres tener amigos, apechuga con ello y empieza a mentalizarte de que, si la hora oficial de “kedada” es a las nueve, nadie llegará antes de las nueve y veinte (por lo menos).

            Pero vamos con lo positivo, que si no me regañan… Para empezar, he de decir que los atardeces de Madrid son tan fastuosos como un antiguo telón de terciopelo. Basta con presenciar el ocaso desde el mirador que hay frente al patio de armas del Palacio Real para entender de golpe el término “berroqueño” (con el que tanto nos mareaban en Historia del Arte). El panorama que se divisa desde allí en esos instantes es un festival de colores cálidos, que se reflejan en las nubes que planean sobre el Manzanares, San Antonio de la Florida y la Casa de Campo con la violencia de una aurora boreal.
            Otra cosa que me gusta de Madrid es lo irresistiblemente pueblerina, tan de chotis, barquillo y mantón de Manila, que resulta en algunos barrios, como todos los que rodean al Rastro. Madrid es capaz de lo mejor y de lo peor al mismo tiempo, como cualquier ciudad de sus dimensiones. Pero muchas son las ventajas que ofrece al buen turista: museos espectaculares y muy baratos, numerosos parques –no sólo existe El Retiro, señores, también El Capricho o La Rosaleda-, preciosos edificios mudéjares o neobizantinos… Además de unos alrededores accesibles y que merece la pena visitar, como por ejemplo Alcalá de Henares, Segovia, Aranjuez, Chinchón, Sigüenza, Rascafría, La Granja de san Ildefonso, Toledo, el pantano de san Juan, Ávila, El Escorial, la serranía de Ayllón o el misterioso hayedo de Tejera Negra… Tan sólo de pensar en los choricitos al vino, las chuletitas de lechal, la miel sobre hojuelas y demás rotundas delicias gastronómicas que se pueden degustar por allí, se me hace la boca agua… Pero, eso sí, antes que tomarme una “relaxing cup of café con leche” en la plaza Mayor, prefiero engullir un grasiento bocadillo de calamares, que cuesta la mitad y no es tan de horteras. ¡Abajo Llardy, y que viva el Museo del Jamón!
            Aunque para los autóctonos quizá lo mejor es el clima de tolerancia extrema que se respira en ciertos barrios, la riquísima oferta cultural de que disfruta, que haya animación a todas las horas del día (¡y de la noche…!), una red de instalaciones deportivas casi tan extensa como la de transportes –doy fe personalmente de que el “abonopiscinas” de tiempos de Gallardón presidente era imbatible- y, sobre todo, la posibilidad de estudiar cualquier cosa a cualquier precio.

            ¿En contra? Que es tan seca que se me cuartean las mejillas en cuanto me asomo a Barajas. Nada que una buena crema ultrahidratante no pueda arreglar, en definitiva.

lunes, 15 de septiembre de 2014

TIL-ilar


¿La luna rielaba sobre el agua?
            Muy poca gente conoce el significado del verso “titilar”, que no tiene nada que ver con el TIL –sólo es uno de mis juegos de palabras-, sino que quiere decir algo así como: “centellear con ligero temblor un cuerpo luminoso”, como las estrellas a través de las lágrimas. Tampoco es fácil encontrar a alguien que sepa traducir al lenguaje común una oración sintácticamente tan sencilla, pero poéticamente tan significativa como “La luna rielaba sobre el agua”.
            Sin llegar a estos extremos, y según un reciente artículo de M.A. Bastenier publicado en El País, el vocabulario del español medio se reduce a unos 2.000 vocablos, que por cierto son muchos más que los que maneja habitualmente un inglés tipo (aproximadamente 700, según Bastenier), pero aun así… ¡pocos me parecen! Y no es que en otras épocas de nuestra Historia tuviéramos mucho más vocabulario, pero también es verdad que el analfabetismo real estaba generalizado. Hoy en día, el analfabetismo funcional campa por doquier ayudado por una serie de instrumentos informáticos –como los correctores automáticos- que serían magníficos si nos limitáramos a utilizarlos como apoyo en lugar de como sustitutos del raciocinio humano.

            Mucho se está hablando últimamente de los pobres resultados del TIL en su primer año de andadura. Este mismo periódico, sin ir más lejos, publicó un artículo recientemente cuyo titular rezaba “Los menorquines del primer año de TIL empeoran en catalán y castellano”. A bote pronto, parece grave, pero si uno tiene la curiosidad y, sobre todo, el rigor de leer el grueso del artículo con detenimiento –en lugar de lanzarse a comentar barrabasadas con una ortografía infame, bien protegido por el anonimato-, se encontrará con que la diferencia con respecto al curso pasado en mínima, sólo se ha dado en Menorca y en dos cursos de los tres estudiados. En cualquier caso, para mí la verdadera noticia es el bajísimo nivel lingüístico de nuestros estudiantes, que ni siquiera alcanza el aprobado en catalán o castellano. Por lo tanto, me reafirmo en lo dicho en otros artículos sobre este tema: ampliar nuestro conocimiento de una lengua extranjera no implica perder facultades en la propia. Bien enseñadas y aprendidas, no tienen por qué estorbarse.
            Bien enseñadas por docentes preparados y competentes, y no habilitados a la buena de Dios. Con tiempo para prepararse sus clases en una lengua que no dominan y que en ningún caso es su lengua materna. Con medios suficientes a su alcance para que puedan aprender inglés –y todo lo que se tercie- y evitando disparates lingüísticos como “relegar” el inglés a materias no instrumentales como la Plástica y la Música. En primer lugar, porque todas ellas son dignas del mayor interés, de muchas más horas de impartición que las previstas por la LOMCE y de la obligatoriedad de su estudio en todas las etapas educativas. Y sobre todo porque, si queremos que el estudio del inglés sea considerado “importante”, habría que impartirlo a través de las materias tradicionalmente consideradas “importantes”… cuando haya suficientes docentes preparados para ello, eso sí. Uno mi voz a los que gritan “TIL sí, però no així!”.
            Que nuestros chavales sepan tan poco inglés como nosotros mismos no es excusa para que no puedan estudiar Sociales o Naturales en dicha lengua. Tampoco nacen con rudimentos de Matemáticas y bien que les amueblamos la cabeza con conocimientos cada vez más elevados de dicha materia, ¿no? ¡A aprender se aprende aprendiendo, no hay otra manera! El caso de Portugal, donde todos hablan un inglés excelente, lo demuestra. ¿Es que nuestros alumnos son más tontos que los portugueses? Aquí nos conformamos con demasiado poco… Nunca seremos un país de primera mientras sigan existiendo menorquines que no sepan escribir en catalán (ni tengan la menor intención de aprender); catalanoparlantes que miren con desdén el castellano, como si fueran sobrados de nivel; castellanoparlantes que se nieguen a aprender el mínimo de catalán que dicta la buena convivencia entre vecinos, o sea, que al menos alcancen a entenderlo sin problemas; padres que encuentren normal exigir a sus hijos que lean, que estudien o que aprendan inglés cuando ellos en su tiempo libre no hacen más que dormitar frente a la tele o hacer el chorra por Internet; gente que desprecia a los hablantes de otras lenguas que no sean el inglés, mofándose de ellos como si el árabe o el chino –así como los propios hablantes- no merecieran un respeto... ¡Basta de cutrerío ambiente, en definitiva! ¡Más tililar y menos babear, ea! 

lunes, 7 de octubre de 2013

Wilkie Collins con hielo

Para Alma, que tanto se extrañaba de verme en el periódico.

            Cuando emprendí esta sección en el Última Hora Menorca, hace ya algunos meses, me proponía –además de homenajear a mi admiradísimo Francisco Ayala, autor de El jardín de las delicias original e inalcanzable- recuperar el viejo espíritu bastardo de las misceláneas barrocas, que solían imprimirse en hojas volanderas y trataban de los argumentos más peregrinos. Por ahora he hablado mucho del TIL, bastante de arte en general y de literatura en particular, algo de nuestra querida Menorca e incluso me he adentrado, en un arranque de pura inconsciencia, en las procelosas aguas del folletín decimonónico con mi “Crónica del halconero” (he aquí la primera entrega: http://anagomila.blogspot.com.es/2013/06/cronica-del-halconero-i.html).
            Hoy tengo ganas de ver el vaso medio lleno. Aunque cueste encontrar algo positivo en la crisis que nos atenaza, estoy convencida de que siempre se puede encontrar algún destello de claridad en mitad de la más absoluta negrura. Y ese destello de claridad podría resumirse en la pregunta: “¿Por qué sí?”. La crisis nos ha traído un cambio de mentalidad que no sólo no me parece negativo, sino del todo necesario para nuestra supervivencia. En tiempos de vacas gordas, solíamos preguntarnos “¿Y por qué no?” antes de darnos cualquier capricho absurdo. Ahora nos lo pensamos dos veces antes de refocilarnos en el consumismo inútil. Si os fijáis, incluso las marcas blancas de los supermercados más populares han sacado una especie de inframarca que algunos llaman “básica”, otros “esencial”, y todos sabemos que no es más que la versión depauperada y cutre de lo que antes echábamos al carrito indiscriminadamente.
            Hemos recuperado el placer de estar en casa, con la familia o entre amigos, de disfrutar de las cosas sencillas: un paseo por la playa o por el campo, organizar una barbacoa improvisada, tumbarse a la bartola, asistir a un concierto público… Tenerlo todo es un espejismo que sólo está al alcance de unos pocos ricachones (¿o de ninguno?). Cada uno debería analizar de corazón cuáles son sus verdaderas prioridades. En mi caso, lo tengo muy claro: prefiero viajar a cambiar de coche, prefiero devorar una buena novela a ver la tele o navegar por Internet, prefiero mantener mi privacidad a vivir siempre conectada.
También prefiero trabajar a vivir del cuento en sentido literal; aunque no en sentido figurado, ya que soy profesora de literatura y, en cierta manera, me gano la vida contando historias. Y es que a todo el mundo le gustan los cuentos, aunque no sirvan para nada. No en vano “hablar” viene de “fabulare”… En tiempos de TIL y de tal, arrimarse a la buena literatura es como arribar a buen puerto.
            La crisis ha favorecido el retorno de la literatura de evasión. ¿Qué son, sino literatura de evasión de la peor calaña, las novelas esotéricas (El código Da Vinci), policíacas (la trilogía Millenium), de vampiros (Crespúsculo) o eróticas (Cincuenta sombras de Grey) que tanto éxito han recaudado últimamente? Casi todas las que acabo de nombrar son de ínfima calidad, pero tienen al menos un equivalente digno (como El nombre de la rosa, Las aventuras de Sherlock Holmes, Drácula o Fanny Hill) al alcance de carné de usuario de las bibliotecas públicas. ¿Qué es Downton Abbey, sino una revisitación posmoderna de Retorno a Brideshead? Incluso la épica polvorienta y herrumbrosa de los antiguos juglares ha revivido en series televisivas pseudohistóricas como Águila roja, Isabel o Juego de tronos.
            Por último, un consejo: si queréis evadiros de la crisis, leed mucha literatura entretenida y, a ser posible, bien redactada. A mí personalmente nada –salvo las ocurrencias de mis hijos- consigue emocionarme tanto como las últimas páginas de Dublineses (“He watched sleeply the flakes, silver and dark, falling obliquely against the lamplight. The time had come for him to set out on his journey westward”), los poemas más vitalistas de Alberti (“¿A quién nombraré duquesa/ de la naranja caída?”) o algún relato de Mercè Rodoreda (“En veu baixa”). Acompañad cualquiera de ellos de un vaso –medio lleno, por supuesto- de vuestra consumición preferida y… ¡buena lectura!