A mis encantadoras alumnas de Literatura Universal.
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Ilustración (grabado) de Gustave Doré |
Llueve sobre mojado. Y son tantas las cosas que se pueden
hacer en una tarde tonta como ésta: devorar un novelón, ponerme al día con Víctor Ros, jugar con los niños… o incluso
redactar mi próximo artículo para el Menorca.
Casi sin querer, pienso en quien nunca lo tuvo fácil, en quien no llegó a
conocer la comodidad de escribir a ordenador, arrellanado en un sofá, bien arropado
por una mantita de lana, con la calefacción puesta, los hijos berreando a su
alrededor y los gatos roncando impasiblemente mientras fuera caen chuzos de
punta y hace un frío entumecedor. Pienso en aquel de cuyo nombre no quiero
acordarme, pienso en Miguel de Cervantes –o Cerbantes, como se firmaba él- Saavedra,
que concibió el Quijote desde la
cárcel, en la que se encontraba recluido por lo que ahora llamaríamos
“apropiación indebida de fondos estatales” durante la época en que trabajó de
recaudador de impuestos y comisario de abastos. (Para escuchar la banda sonora más adecuada para esta entrada mientras sigues leyendo, clica aquí: "Folías de España", Jordi Savall)
Pero Cervantes no pertenece a la estirpe de los grandes
escritores criminales, como François Villon (1431-1473), ilustre poeta, ladrón
y asesino francés, del que se perdió todo rastro tras serle conmutada una
condena a morir en la horca: sencillamente desapareció. O como el parlamentario
inglés Thomas Malory (1416-1471), insigne ladrón, violador y autor de La muerte de Arturo, la más influyente
refundición de la “materia de Bretaña”. O
como su compatriota Christopher Marlowe (1564-1593), reputado dramaturgo y
contemporáneo de Shakespeare -hay quien afirma que “Shakespeare” no era más que
un pseudónimo de éste-, quien falleció víctima de un oscuro lance tras haber
sido acusado de “homicida, espía, ateo y homosexual”, no necesariamente por
este orden.
Por no ser, Cervantes ni siquiera fue un criminal
comparable a los tres que acabo de citar, sino tan sólo un choricillo de poca
monta, un desgraciado que malvivía a costa de los empleos menos lucrativos y al
que todo el mundo a su alrededor exprimía sin piedad, empezando por su editor,
un tal Juan de la Cuesta, que se enriqueció con la publicación del Quijote mientras el propio autor no
recibía más que las migajas de su éxito, y acabando por las mujeres de su
familia, apodadas “las Cervantas” por la dudosa moralidad de que hacían gala
“recibiendo caballeros hasta altas horas de la madrugada”, según rezan las
actas de un proceso judicial en el que se vieron envueltas en el ejercicio de su profesión. Por no hablar del copiota de Avellaneda...
Su mala suerte era tan proverbial que, si hubiera puesto
un circo, le habrían crecido los enanos. Cervantes quiso ser soldado y un tiro
de arcabuz le inutilizó la mano izquierda durante la batalla de Lepanto (de ahí
su sobrenombre). Una vez licenciado, y portando varias cartas de recomendación
que habrían de procurarle un buen empleo a su regreso a España, los piratas
berberiscos apresaron la galera en que viajaba y lo confinaron en “los baños de
Argel” durante cinco largos años, en los que intentó escaparse en varias
ocasiones. Precisamente por culpa de esas mismas cartas que tendrían que haber labrado
su fortuna, los piratas lo tomaron por un personaje importante y
pidieron un rescate desproporcionado para un pobre pelagatos como él. Tuvieron
que rescatarlo los frailes trinitarios –una especie de ONG de la época- a base
de colectas.
Trató de sentar cabeza y su matrimonio fracasó
rotundamente, separándose de su mujer a los dos años de casados y sin llegar a
tener descendencia legítima. Luego quiso ser dramaturgo, como el chuleta de
Lope, que escribía comedias con la misma frecuencia con que se cambiaba de
camisa y ligaba con las actrices más pechugonas, pero ninguna de sus obras
teatrales –trabajosamente redactadas- duró más de una semana en cartel, por lo
que se le consideraba algo así como “veneno para la taquilla”.
Mucho se está diciendo sobre Cervantes este año, en que
se cumplen cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte del Quijote. Hay quien, para celebrarlo, lo
ha modernizado borrando de un informático plumazo las historias intercaladas en
que tanto se recreaba su autor. Hay también quien busca su inspiración en
personajes reales de la época y quien revuelve huesos tratando de identificar
sus restos mortales. Esto último me parece especialmente absurdo. ¿Por qué, para
qué? ¿Qué haremos cuando los hayamos encontrado, clonarlo...? Lo más probable es
que acabemos enterrándolo de nuevo, aunque sea en pompa magna, en un alarde de
tontuna necrófila tan sólo comparable al que llevó a los sufridos contribuyentes
estadounidenses a financiar la búsqueda de la avioneta en que se hundieron John
John Kennedy, su mujer y una hermana de ésta… ¡para poder esparcir sus cenizas en
el mismo océano del que habían extraído previamente sus cuerpos!
De eso precisamente va el Quijote, del abrupto contraste entre realidad y fantasía, delirio y
lucidez. Don Quijote ama a Dulcinea del Toboso, que él imagina como una
bellísima dama de alta alcurnia, aunque se trate de una porqueriza peluda
y desaseada. Mientras que Clavileño no es más que un triste caballito de madera.
(Continuación en "Cincuenta sombras de Cervantes".)
(Continuación en "Cincuenta sombras de Cervantes".)