![]() |
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme... |
Dar
clase es divertido. No siempre ni a cualquiera, pero sí muy a menudo, al menos
para mí. Uno de los aspectos que más me divierten es que, aunque impartas el
mismo temario y con materiales parecidos a dos grupos de nivel académico
similar, los alumnos no suelen reaccionar de la misma manera. En otras palabras, ¡nunca
sabes por dónde te van a salir! Casi siempre te sorprenden,
convirtiendo la enseñanza en una actividad que, aunque a priori pueda parecer algo monótona, para mí y para muchos otros resulta apasionante.
Los signos de puntuación es uno de los temas más repetitivos y menos innovadores del temario de mi asignatura y, al mismo tiempo, uno de los que suscitan más dudas, observaciones delirantes y controversias estériles. Recuerdo con ternura, por ejemplo, a cierto aspirante a guardia civil que, mientras yo hacía malabares con un doble rango de comillas sobre el texto de un dictado en la pizarra, me apostrofó: “¡Qué guay, profe, así has tuneao to’ el párrafo!”.
Los signos de puntuación es uno de los temas más repetitivos y menos innovadores del temario de mi asignatura y, al mismo tiempo, uno de los que suscitan más dudas, observaciones delirantes y controversias estériles. Recuerdo con ternura, por ejemplo, a cierto aspirante a guardia civil que, mientras yo hacía malabares con un doble rango de comillas sobre el texto de un dictado en la pizarra, me apostrofó: “¡Qué guay, profe, así has tuneao to’ el párrafo!”.
Otra
cuestión espinosa es la conveniencia de limitar el número de
puntos suspensivos a los tres canónicos. Especialmente las chicas jóvenes,
adoran las líneas enteras de puntos suspensivos, sobre todo si están trazadas -¡ay!- con
bolígrafo lila o verde esmeralda. Así como tampoco ven la necesidad de introducir las preguntas y exclamaciones con el signo inicial correspondiente. “Como en inglés no se ponen…”, se
atreve a aducir siempre algún energúmeno que de inglés sabe casi tanto como de chino mandarín. Y
entonces me toca explicar que en inglés, señores míos, se escribe de forma
mucho más sintética y compartimentada que en castellano o catalán. Dicho de
otra manera, las oraciones subordinadas son la base de nuestro discurso, no del
de los anglófonos, aunque esporádicamente sean capaces de grandes derroches de
oratoria como el antológico principio de Lolita
o el de la dickensiana Historia de dos
ciudades:
Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto. En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.
.
Pero
nada mejor que la conocida anécdota sobre las comas que se le atribuye a Carlos
V para ilustrar la importancia de los signos de puntuación. Aquí la tenemos en
palabras de José Antonio Millán, autor del delicioso librillo Perdón, imposible:
Estando el rey en el teatro, le recordaron que tenía que decidir si indultaba o no a un condenado a muerte. Decisión que había dejado para más adelante en su última audiencia para meditarlo mejor y que corría prisa, pues la ejecución estaba prevista para la mañana siguiente. Como respuesta, escribió en un billete «Perdón imposible ejecutar al reo». El secretario que llevaba el papel se dio cuenta de que la vida del prisionero estaba en sus manos y dependía de dónde se añadiese la coma que evidentemente faltaba. Si se decía «Perdón imposible, ejecutar al reo», el condenado era hombre muerto, pero si se escribía «Perdón, imposible ejecutar al reo», se salvaba.
¿Y
qué creéis que hizo el secretario de Carlos V? Pues poner la coma en el lugar
debido en lugar de manchar su pluma con sangre ajena. ¡Olé por él!