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viernes, 15 de agosto de 2014

Nosotros, los fantasmas (III)


Durante un par de minutos, volvió a cantar para él como cuando eran jóvenes y soñaban con viajar por todo el mundo, colmándolo de belleza. Él sería su representante y ella actuaría en los mejores teatros del país, ante un público sensible y rendido ante su arte. Creadores de belleza, eso es lo que querían ser; aquella sería su misión en la vida. Y, en cierta manera, lo habían conseguido. Pero ni ella solía actuar en grandes teatros ni pasaba de ser una sopranillo competente a la que sólo llamaban para dar la réplica en un dueto a alguna cantante famosa, reforzar cuerdas de coro en grandes producciones o rellenar el segundo reparto de una ópera. Quizá él tuviera más suerte con sus lámparas modernistas y fueran realmente apreciadas.
-We the spirits of the air that of human things take care. Out of pity, now descend to forewarn what woes attend
Terminó su improvisada actuación repitiendo el estribillo con acento lúgubre, como un espectro.
-Bravissima! –exclamó él, batiendo las palmas en un sordo aplauso- Casi das miedo.
-La oscuridad ayuda a que suene más tétrico. ¿Sabes? Hace unos años interpreté este mismo dueto a la luz de las velas, en una pequeña iglesia románica del suroeste de Francia. Fue algo excepcional… ¡Jamás había cantado tan bien! Y no creo que vuelva a hacerlo, el tumor me ha dejado bastante desballestada.
Ambos volvieron a guardar silencio durante unos instantes. Greatness clog’d with scorn decays, with scorn decays, with the slave no Empire no, no, no, no Empire stays.
-¿Tienes hijos? –preguntó ella, deteniendo su mirada sobre los dos niños magrebíes con los que compartían compartimento, que dormían plácidamente junto a su madre.
-Tengo una chiquilla de once años, el año que viene irá al instituto, pero apenas la veo. Su madre no hace más que ponerme pegas.
-¡Vaya! Lo siento.
-Ya ves, cosas que pasan. De hecho, creo que nunca figuré entre sus planes.
-¿Cómo se llama la niña?
-Lucía.
-Un nombre precioso.
-Ella también lo es. ¿Y tú…?
-Yo no tengo hijos. Al parecer, mi marido y yo no éramos incompatibles en ese sentido. Supongo que por eso acabamos separándonos.
-¿Era tu representante?
-No, ni siquiera le gustaba la música. La verdad es que regentaba una farmacia.
Sin saber muy bien por qué, ambos se echaron a reír al mismo tiempo.
-¿Un farmacéutico? –inquirió él, tratando de contener las carcajadas.
-¡Un farmacéutico, sí! –repuso ella en pleno ataque de hilaridad- ¿Qué te esperabas?
-Nunca te habría imaginado casada con alguien que no tuviera relación con la música…
-La verdad, yo tampoco –confesó mientras se secaba las lágrimas con una esquina de su pañuelo-. ¿Aún eres fiel a nuestra vieja y querida ciudad?
-Pues claro –afirmó con orgullo-. Y tú, ¿dónde vives ahora?
-Tengo un pequeño apartamento en un burgo medieval rehabilitado, cerca de Pamplona. No es muy espacioso, pero…
-¿Por qué me dejaste? –la interrumpió él.
-¿Cómo?
-Ya me has oído –añadió endureciendo su tono de voz.
¿Cómo había podido ser tan ingenua?, ¿cómo había podido pensar ni por un momento que se libraría de su interrogatorio? Los perros de caza jamás sueltan su presa. Cease to languish now in vain since never be loved again. Al contrario de lo que parecía haberle sucedido a él, con el correr de los años tenía la sensación de haberse ido volviendo cada vez más frágil, y tan transparente como el cristal; ya ni siquiera se sentía segura de su talento, que en ocasiones se le antojaba únicamente fruto de la técnica.
-No lo sé. Quizá porque me querías demasiado –aventuró con voz temblorosa.
-¿Y eso es malo?
-Con veinte años puede llegar a parecer peligroso.
Al escucharla decir esto, él se encerró en un mutismo teñido de rencor.
-Oye –le espetó tras unos instantes de indecisión, inclinándose hacia él y apoyando una mano sobre su rodilla-, ¿qué más da eso ahora? ¡Han pasado veinte años! No seas chiquillo, no le des más vueltas.
-Nunca he querido a nadie tanto como a ti –confesó él, ablandándose.
-Ni yo –se oyó decir a sí misma con estupefacción-. Pero, ¡a quién le importa eso ahora…!

Primer capítulo en: "Nosotros, los fantasmas (I)"
Segundo capítulo en:  "Nosotros, los fantasmas (II)"

viernes, 6 de junio de 2014

Primer artículo de "El jardín de las delicias"

Algunos seguidores me han pedido que recupere el primer artículo de "El jardín de las delicias", que aún no estaba colgado en mi blog. No recuerdo la fecha exacta en que fue publicado, pero debió de ser a finales de abril o principios de mayo 2013, poco después de Sant Jordi, en el extinto Última Hora Menorca. No es gran cosa, pero al menos sirve para entender el título de dicha sección.

Presentación

            ¿Qué es una miscelánea? Según Wikipedia, se trata de un “género literario perteneciente a la didáctica que se dio principalmente durante el Renacimiento y el Barroco en España (...), y consiste en una colección de materiales heterogéneos que sólo tienen en común suscitar el interés del compilador y del público (...), mezclando la opinión, la instrucción y la diversión”.
            Esta nueva sección quincenal llamada “El jardín de las delicias” no pretende ser didáctica, no… ¡tranquilos! La didáctica la dejo para mi trabajo como profesora de educación secundaria. Tampoco estamos ya en el Renacimiento, aunque estemos asistiendo al renacimiento de valores trasnochados como el trueque o el reciclaje a ultranza; ni en el Barroco, aunque la desesperanza y el pesimismo de nuestra época nos acerquen a él. Lo más acertado de la definición de Wikipedia aplicada a esta sección es la parte que dice que una miscelánea es “una colección de materiales heterogéneos que sólo tienen en común suscitar el interés del compilador”, ya que no me propongo consagrar esta sección a un único tema, y ni muchísimo menos a uno de los tradicionalmente considerados femeninos -salud, belleza, cocina…-, que no me interesan gran cosa y de los cuales no entiendo lo suficiente para atreverme a pontificar sobre ellos. El tema de esta sección irá variando en función de lo que atraiga mi peregrina atención en cada momento. Y si con ello consigo “suscitar el interés del público” de vez en cuando... ¡mejor que mejor, claro! Tema sorpresa, por lo tanto, aunque es previsible que os aturda a menudo cotorreando sobre libros, música o viajes, que es lo que más me gusta en esta vida, después de estar con mis hijos.

            Para empezar, me gustaría contaros una anécdota literaria que me parece un excelente punto de partida para esta sección, que no se llama así en homenaje al precioso tríptico de “El Bosco” que ilustra estas líneas, sino por la deliciosa -¡nunca mejor dicho!- miscelánea homónima de mi admirado escritor granadino Francisco Ayala, fallecido en 2009 a los 103 años.
            El jardín de las delicias de Francisco Ayala consta de dos secciones. No me extenderé divagando acerca de la primera, “Diablo mundo”, que es divertidísima, a ratos incluso tronchante; sino acerca de la segunda, “Días felices”, que me resulta intensamente conmovedora. En ella, su autor va desgranando recuerdos de infancia, de amor o de viajes, breves pinceladas de vida que se apoyan en las ilustraciones y fotografías incluidas en la parte central del libro.
            Entre estas últimas está la que da lugar a la anécdota que os quiero contar en este artículo. En ella se ve a un Francisco Ayala cincuentón frente a la verja de un ruinoso palacete modernista. “¡Qué dolor, esa decrepitud, ese abandono! La casa tiene mi misma edad: en lo alto de su frente ostenta la cifra de 1905; y no tanto esa fecha como el estilo del edificio evoca el mundo aquel en que, hace tantísimo tiempo, vi yo la luz primera. En vano procuraría describirla con palabras”. El texto concluye diciendo: “Probablemente, ya el año que viene no existirá más mi chalet secreto, y nadie ha de recordar su pasada existencia. Acaso perdure todavía un poco su imagen en aquella fotografía que yo tengo, y en la memoria que tú puedas guardar de esta tarde en que te he llevado a presenciar su final decadencia”.
            En una visita a Salamanca, hará unos quince años y teniendo yo poco más de veinte, me di de bruces con él tras la catedral antigua de Salamanca, escondido en un callejón de bajada. Su estado seguía siendo tan desolador y lamentable como lo describía Francisco Ayala en “El chalet art nouveau, pero lo más alarmante es que ya había superado la fina línea imaginaria que separa una encantadora propiedad algo ajada, pero susceptible de reforma, de una inversión a fondo perdido. Tras acariciar levemente su verja herrumbrosa, me alejé con el corazón encogido de tristeza.
            Pero, a pesar de lo mal que hablan de ella, la vida también te da sorpresas agradables de vez en cuando. Pocos años después volví a Salamanca y lo encontré completamente remozado, convertido en un coqueto Museo de Art Nouveau y Art Déco (www.museocasalis.org). Por aquel entonces acababan de abrir y tenían tan pocos visitantes que aún les preguntaban a través de qué medio habían sabido de la existencia de dicho museo. Al llegar mi turno, dije que gracias a una miscelánea de Francisco Ayala. La chica de la taquilla me miró de hito en hito. “¿Qué es eso?”, me preguntó. Hasta me daba vergüenza explicarlo, ya que por un momento me sentí como una de esas histéricas que todavía lloran frente a la tumba de Jim Morrison en el cementerio parisino de Père-Lachaise. Algo más tarde, mientras contemplaba la magnífica colección de muñecas novecentistas del museo, noté que alguien me espiaba tras uno de los expositores más cercanos a la puerta. Y, al marcharme, la taquillera me retuvo diciendo: “Perdona, ¿te importaría esperar un momentito? El director quiere hablar contigo”. Éste apareció de inmediato, se presentó –yo volvía a sentirme tan avergonzada que fui incapaz de retener su nombre ni su aspecto físico- y me dijo que él también era un ferviente admirador de Francisco Ayala, que yo era la primera y única persona que había acudido al museo atraída por El jardín de las delicias hasta el momento, que había invitado al propio Ayala a la inauguración y el pobre no había podido asistir por motivos de salud, pero que le había prometido visitar el museo en cuanto se repusiera… ¡y me hizo una entrada gratuita a perpetuidad! No creo que en toda la historia de la museística se ha visto jamás a una mujer tan coloradota y feliz con una entrada en la mano.