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lunes, 15 de junio de 2015

Fea con avaricia


La fantasmagórica Belchite
VIERNES 12.- Escribo este artículo desde la melancolía que me produce encontrarme en un lugar al que sólo querría acudir en contadas ocasiones –para dar a luz a mis hijos o conocer a los de los demás- y no donde debería estar en estos momentos: en mi casa, preparando la maleta para viajar a Barcelona con el fin de acudir a una representación de Incerta glòria, la adaptación teatral de una de mis novelas favoritas.
            Incerta glòria, cuyo título está tomado de una evocadora cita de Shakespeare, es la opera magna y casi única de Joan Sales, el simpatiquísimo fundador del Club Editor, que fue quien “descubrió” a Mercè Rodoreda para el gran público. Incerta glòria fue editada por primera vez en 1956 y sucesivamente ampliada hasta 1971, año en que apareció su versión definitiva. Según la acertada sinopsis de la Viquipèdia, es una tetralogía que tiene “com a teló de fons la guerra civil espanyola en el front i la rereguarda del bàndol republicà” y está construida de modo fragmentario y contrapuntístico (como El cuarteto de Alejandría de L. Durrell), a base de cartas, diarios y confesiones varias de los protagonistas. La acción gira en torno a cuatro personajes bien distintos en cuanto a carácter, extracción social y tipo de educación recibida, pero íntimamente relacionados entre sí: Lluís de Brocà i Ruscalleda, teniente en el frente de Aragón, narrador de la primera parte; Trini Milmany, compañera sentimental de éste y madre de su único hijo, que sufre la guerra desde una Barcelona martirizada por las bombas de la aviación enemiga, cuyos efectos describe en sus copiosas cartas; Juli Soleràs, amigo de ambos, que se convertirá en el tercer vértice de un extraño triángulo amoroso, y el seminarista Cruells, testigo alucinado y narrador de las vivencias de los otros tres.
            La primera vez que leí Incerta glòria, siendo adolescente, me impresionaron sobre todo dos ambientes: el páramo aragonés –árido, ocre, acre, seco y salpicado de muladares- en el que se desarrollan tanto la batalla del Ebro como los amoríos de Lluís con “la carlana”, y la Barcelona exhausta, hambrienta y acobardada en la que tratan de sobrevivir Trini y su hijito.
            Pero más aún que los ambientes me impresionó el personaje de Soleràs, uno de los más enigmáticos, interesantes y contradictorios que he conocido tanto en mi vida real como en mi segunda vida paralela como “novelera”. Aunque nunca toma la palabra directamente, su influencia acaba convirtiéndose en un leivmotiv obsesivo para los demás, empezando por el lector. Para colmo, las diversas opiniones que circulan sobre él no concuerdan en absoluto. Según Lluís, Juli Soleràs es un tipo sucio, desaliñado, extravagante, a ratos incluso absurdo y más bien feúcho; mientras que para Trini es un ser fascinante, un modelo de coherencia ideológica, y oculta un tesoro de ternura que acabará por conquistarla. El bueno de Cruells, entre tanto, se limita a trotar tras él sin comprenderlo, como un perrillo faldero.
            Me habría encantado ver si la adaptación teatral de Àlex Rigola, que ha cosechado excelentes críticas, consigue plasmar todo este riquísimo microcosmos, pero por desgracia no podrá ser. Tendré que conformarme con leer Incerta glòria por enésima vez…

DOMINGO 14.- Una vez fuera del hospital, con el convaleciente atiborrado de antibióticos, pero tan animoso y parlanchín como siempre, quiero terminar este artículo complaciendo la petición de uno de mis escasos pero entusiastas seguidores, que me retó a que hablara de la ciudad más horrorosa que haya visitado jamás.
            No me extenderé sobre ella porque no lo merece, pero aquí os la dejo en forma de acertijo para el fin de semana: es una ciudad francófona belga de mediano tamaño que, a pesar de encontrarse en un enclave privilegiado, a dos pasos de lugares tan hermosos como Trier o Colmar, es la más inhóspita, desangelada, gris y falta de atractivo que he visto… ¡No me extraña que Simenon saliera huyendo de ella y se refugiara en París! Recorriendo sus lúgubres iglesias, sus plazas de cemento y sus orillas sucias a mí también me entraron ganas de matar a alguien, aunque sólo fuera a través de una novela. Y es que la belleza es una cosa tan rara, efímera y volátil como “the uncertain glory of an April day”.

jueves, 2 de abril de 2015

El dragón de la memoria


           No sé si han caído ustedes en la cuenta de que dentro de unas semanas será Sant Jordi… Y no sólo eso, sino además el Día Internacional del Libro, que fue proclamado por la UNESCO en coincidencia con la fecha de fallecimiento tanto de Cervantes como de William Shakespeare, dos de los mejores autores de la Literatura Universal, que tuvieron la humorada de morirse el mismo año (1616) y con pocas horas de diferencia. Según parece, el 23 de abril es un día maldito para los amantes de la escritura -¡toco madera!- pues, aunque años más tarde, también Wordsworth (1850) y Josep Pla (1981) lo escogieron para estirar la pata. Curiosa coincidencia, ¿no creen?

            En todo el mundo se celebra el Día Internacional del Libro, sí, pero sólo en Cataluña y su área de influencia dicha celebración tiene además connotaciones amorosas: ya saben, los chicos regalan una rosa a la chica que les gusta y, en caso de que ella les corresponda, lo hace obsequiándoles con un libro… Ni que decir tiene que, por más que me gusten las rosas silvestres -no las sintéticas, perfumadas con ambientador, que se venden últimamente-, el reparto me parece injusto: no sólo porque los libros son bastante más caros que las rosas, sino sobre todo porque éstos son capaces de proporcionar un placer mucho más profundo y duradero que una efímera flor, por más que dijera el principito de Saint-Exupéry.
            El factor sentimental añadido, que yo desconocía, me sorprendió muchísimo durante mi primer Sant Jordi en Barcelona. Ya unos días antes, todas mis compañeras de 5º de EGB –sí, yo también fui a EGB, ¿qué pasa?- andaban revolucionadas, haciendo cábalas sobre si alguno de los niñatos inmaduros, apestosos y granujientos que solían deshacernos la coleta durante el resto del curso se convertiría en un apuesto caballero por obra y gracia de Sant Jordi, y les regalaría la típica rosa quatribarrada acompañada de una espiga seca. Sobre la conveniencia de dar alas a un pretendiente inoportuno ni siquiera se discutía: la etiqueta amorosa del colegio imponía corresponder siempre con alguna novelita de El Barco de Vapor o de la serie “Elige tu propia aventura”, que eran las que más molaban por aquel entonces, por poco que te gustara el interfecto.
            La verdad es que más allá de las intrigas palaciegas que pudieran desenvolverse en torno a este asunto, la experiencia de pasar un Sant Jordi en Barcelona vale la pena. Por muchas imágenes de las Ramblas inundadas de paradetes de libros y rosas que vean en el periódico, la televisión o por Internet, no es lo mismo en persona. Para empezar, porque ni el papel ni las pantallas son capaces de transmitir el intenso aroma a flores frescas que emana toda la ciudad en dicha jornada. Para colmo, la luminosidad y el colorido del original nunca podrán ser superados por una copia, por muchos filtros que se interpongan. Y es tan hermoso el ambiente que se crea entonces, en plena primavera barcelonina, con el bullicio enfervorecido de la gente que pasea, entra y sale de las librerías… Mi primera librería de confianza fue la Demos de la calle Craywinckel y, cuando ésta cerró, empecé a frecuentar la Cooperativa Abacus de la calle Balmes, de la cual era socia entusiasta y por la que me movía con tal desenvoltura que a menudo otros clientes me preguntaban dónde podían encontrar tal o cual libro, pensado que quizá trabajaba allí.
            ¡Ay, qué recuerdos...! Tan engañosa es la memoria que hasta la coca de Sant Jordi -que es más que un vulgar pan de payés teñido con sobrasada formando una señera- se me antoja una delicia única a pesar de que probablemente, in illo tempore, apenas la probara.