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lunes, 23 de marzo de 2015

Cincuenta sombras de Cervantes


Tumba de Antonio Machado y su madre, en Collioure (Francia)
            No contenta con haberse puesto en ridículo a nivel mundial en su presentación de la candidatura de Madrid a las Olimpíadas de 2020 con su ya mítica “relaxing cup of café con leche”, Ana Botella ha tenido la ocurrencia de despedir su mandato con una conferencia de prensa -digna de una película de Berlanga- en la que proclamó a bombo y platillo el hallazgo de los restos óseos de Cervantes (de cuya desgraciada vida ya hablé en uno de mis últimos artículos aquí, http://anagomila.blogspot.com.es/2015/02/la-cancion-de-clavileno.html).
            Pero lo más chocante de dicha conferencia de prensa no era la noticia en sí misma, que a más de uno puede dejar indiferente, sino el modo en que el alocado entusiasmo de la alcaldesa contrastaba con las tibias declaraciones de Francisco Etxeberria, médico forense y director del equipo multidisciplinar que ha llevado a cabo las excavaciones en la cripta del convento de las Trinitarias de Madrid, que se limitó a decir: “No lo hemos podido resolver con certeza absoluta y por eso somos prudentes”. Parece ser que los huesecillos en cuestión no se encuentran en un estado de conservación lo suficientemente bueno como para poder practicarles la prueba del ADN –cosa del todo lógica, teniendo en cuenta los cuatrocientos años y un traslado que se han sucedido desde entonces- y, además, no hay descendientes directos de Cervantes con que cotejarlos. Por ello, los científicos sólo se han atrevido a asegurar que “algo hay, a la vista de toda la información generada en el caso de carácter histórico, arqueológico y antropológico”.

            Que Cervantes quería ser sepultado en las Trinitarias no es ninguna novedad, sino cosa sabida de antemano. De hecho, su partida de defunción aclara que “Mandóse enterrar en las monjas Trinitarias”, ya que era vecino del barrio, dichas monjas eran las protegidas del conde de Lemos, benefactor asimismo de Cervantes, y en dicho convento residía su hija natural, Isabel de Saavedra, una de las mujeres que más influyó sobre él, bajo el nombre de sor Antonia de San José. Que fuera inhumado allí era del todo lógico, en definitiva; por lo que el torticero anuncio de Ana Botella no pasa de ser una mera perogrullada electoralista.
            Y en cualquier caso, ¿qué más da dónde esté enterrado? Al igual que Francisco Rico, experto en la obra cervantina y autor de una de las últimas ediciones canónicas del Quijote, soy de la opinión de que no hay que turbar el sueño de los muertos con las baladronadas de los políticos. “Como filólogo, me importa recuperar el texto del Quijote de acuerdo con la última voluntad del autor”, afirmaba Rico en un reciente artículo publicado en El País, “Como prójimo, opino que lo más justo es respetar en otros aspectos la que fue también su última voluntad”, así que “ni urna ni leches”. Es decir, dejadle reposar donde y en las condiciones en que él mismo decidió hacerlo. Resquiescat in pace, en definitiva.

            Pero el de Cervantes no es el único cadáver exquisito que las autoridades tratan de exhumar sí o sí para atizarles un entierro a la altura de las circunstancias o, lo que viene a ser lo mismo, para salir en la foto. La Junta de Andalucía lleva años perforando el barranco de Víznar y aledaños en busca de los restos del poeta y dramaturgo Federico García Lorca en contra de la voluntad de su propia sobrina. En palabras del arqueólogo que dirige los trabajos: “Yo a mis muertos quiero tenerlos en lugares dignos, y no entiendo que haya gente que no lo vea así. En cualquier caso, me parece que esto sobrepasa lo familiar. (…) Lorca es de todos y es impresentable que España tenga a su poeta más universal tirado en un sitio como éste”. Para colmo, el día en que lo encuentren se marcarán un tanto seguro, pues su cadáver es inequívocamente reconocible gracias a su cráneo, muy globuloso, un defecto que tenía en los pies y, sobre todo, a que sabemos a ciencia cierta que fue arrojado a la misma fosa que un maestro de escuela que tenía una pierna amputada, Dióscoro Galindo.
            En mi opinión, semejante obsesión raya con la necrofilia, que al parecer está casi tan extendida entre nuestras autoridades como el sadomasoquismo a lo Grey. ¿Cervantes es de todos...? ¿O tan sólo su obra? Más leer y menos revolver tabas, digo yo.

domingo, 5 de octubre de 2014

¡Suéltame, bicho!


Edward Hooper en la noche americana.
            Sí, lo confieso: no sólo he caído en la tentación de leer el último bestseller del verano, La verdad sobre el caso Harry Quebert, sino que encima lo he devorado en dos tardes a pesar de sobrepasar las seiscientas páginas. En mi descargo podría decir que lo he leído en italiano, por lo que podría fingir que lo he hecho con intención de mejorar mi competencia en dicha lengua, pero con ello correría el riesgo de que mi querida amiga Noemí me desmintiera de inmediato, ya que estábamos juntas cuando lo descubrí, abandonado sobre la última balda del “Raconet del Bookcrossing” de la escuela en la que ambas trabajamos, y sabe perfectamente que no había ningún ánimo de mejora por mi parte, sino pura y simple curiosidad malsana. 
            Que soy un ratón de biblioteca lo sabe cualquier que me conozca o que se haya asomado alguna vez a esta sección. Lo que quizá no sabían es que albergo todo tipo de prejuicios snob hacia los libros superventas, y no me avergüenzo de ello. El día que lea alguno que aprecie de verdad, prometo cambiar de idea al respecto, pero eso todavía no ha sucedido. Así que, de momento, coincido con Juan Goytisolo, autor de obras maestras tan indigestas como Señas de identidad o Reivindicación del conde don Julián, en que los superventas son "fenómenos literarios, productos que siempre han existido y gracias a los cuales las editoriales pueden permitirse el lujo de publicar textos literarios, y escritores como yo podemos existir”. A lo que para rematar añadió: “¡Bienvenida sea la literatura de consumo! Sería de mal gusto si un parásito criticase el cuerpo del que se alimenta!”.
            Otra indudable virtud de los superventas es acercar la lectura a eso que los periodistas suelen llamar “el gran público”. Desde luego, prefiero que la gente lea cualquier cosa, incluso el execrable –por machista y mal escrito- Cincuenta sombras de Grey, a que no lea en absoluto. Al menos así cabe la esperanza de que algún día lleguen a caer en sus manos Fanny Hill (1748) o El amante de lady Chatterley (1928), mucho más modernas y divertidas en su planteamiento, además de mejor redactadas que el bodrio pseudoerótico de E.L. James.

            Por ahora, el único autor superventas con el que disfruto –¡y no poco, he de confesarlo!- es Agatha Christie, por la cual siento un cariño y un respeto que nada tienen que ver con lo sucinto de su estilo, sino con su inteligencia, capacidad de observación y el intenso amor por la vida que transmiten sus novelas.
            El médico, que se empeñó en que leyera una compañera de instituto, me pareció plana y previsible, a pesar de sus buenas intenciones. El código da Vinci es absolutamente increíble desde cualquier punto de vista y está redactada con el piloto automático. En cuanto a la saga de Crepúsculo, puede me hubiera gustado cuando aún era una pobre adolescente granujienta, pero leída en la actualidad me parece ñoña, aburrida e inverosímil. Para colmo, la protagonista no hace más que “hiperventilar”, lo cual me pone muy nerviosa.
            El único superventas que he logrado apreciar es la primera entrega de Millenium (en la segunda, Lisbeth Salander se pasa de inmortal y la tercera sólo es apta para leguleyos). Los hombres que no amaban a las mujeres no sólo es entretenida y está bien escrita, sino que los ambientes que describe son evocadores, sus personajes atractivos y la trama cobra sentido al final, como debe ser en todo policiaco que se precie. Únicamente me sobra el afán naturalista de su autor por enumerar todas las veces que la protagonista se ducha o engulle Billy’s Pan Pizza (¿product placement?).
           
            ¿Que qué me ha parecido La verdad sobre el caso Harry Quebert? Pues que, como la mayoría de superventas, apela sin reparos a los instintos más básicos del lector. Una vez más, la víctima principal es una chica joven, atractiva y algo ligerita de cascos, aunque con espíritu de geisha. En la trama hay otra víctima, una anciana que fue asesinada la misma noche en que la nínfula despareció, de la que ni el propio autor parece acordarse. Los adjetivos brillan por su ausencia y, los pocos que aparecen, son siempre los mismos. Por otra parte, los fragmentos de la supuesta obra maestra de Harry Quebert transcritos en la novela son pretenciosos y de una cursilería empalagosa. Para colmo, su desenlace es una incoherente acumulación de golpes de efecto, tan parecida a los complicados mecanismos de orfebrería de Agatha Christie como una traca a un reloj.
            La verdad sobre el caso Harry Quebert es como comerse una hamburguesa: algo que sin duda apetece, pero de lo que te arrepientes de inmediato… Así pues, habrá que leerla, ¿no? (Al terminar, les aconsejo que la emprendan con algún intrigante novelón de Wilkie Collins: les gustará más y no lleva cebolla.)