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lunes, 4 de junio de 2018

Últimas tropelías en el insti

Ahí van los enlaces que os llevarán a cotillear que se cuece -o, mejor dicho, qué "cocemos" mis alumnos de la ESO y yo- últimamente en el IES Joan Ramis i Ramis de Mahón.

sábado, 29 de noviembre de 2014

El rayo de luna


Para Xavi G., mi lector más entusiasta,
capaz de leerme hasta cuando no escribo.

            Sorprendentemente mi último artículo en esta misma sección, titulado “It’s English time!”, ha provocado una halagadora avalancha de comentarios en mi blog (que aprovecho, entre otras cosas, para “prolongar” la vida de los artículos que publico en el Menorca). La mayoría de estos comentarios hablan sobre la crisis, con la que mi artículo apenas tenía relación, pero que todo lo cubre con su opaco velo. El primero, sin embargo, que es de una antigua compañera del cole, otra profesora de lengua y literatura, no versa sobre la crisis, sino sobre algo mucho más divertido. Transcribo un significativo fragmento a continuación: “Definitivamente, tenemos gustos literarios diferentes. ¡Con lo que molan las hermanas Brontë! ¿No me negarás que esos páramos ingleses no son también una típica estampa otoñal? :D”. A lo cual respondí: “¡Lo cortés no quita lo valiente! Heathcliff es uno de los grandes tíos buenos de la Historia de la Literatura anglosajona y yo lo vi primero, aunque sólo sea porque tengo más años. ;-P”.
            Todo esto, que puede parecer un simple intercambio de chorradas entre dos profes locas, tiene un digno colofón en la contrarrespuesta de mi ex compañera: “Los personajes victorianos llaman la atención por ser oscuros, y precisamente en esa oscuridad radica su atractivo; ésta es la conclusión que saqué después de estudiar, leer y releer literatura anglosajona de los siglos XIX y XX durante todo un curso. ¡Vivan las optativas suicidas!”.

            Dejando aparte los gustos personales de cada uno, mi pregunta de hoy es: ¿es posible enamorarse de un personaje literario? Yo pienso que sí, por qué no. De la misma manera, y en el mismo grado, en que existe mucha gente prendada del protagonista de una película –aunque esto es mucho más fácil, ya que lo encarna un actor de carne y hueso, como Robert Pattinson- o incluso del mamarracho asesino de un videojuego. Por no hablar de todos los ilusos capaces de “colgarse” de un mentiroso perfil de Facebook…
            Por más que la vida se empeñe en malearnos, la candidez sigue siendo parte inherente del ser humano, no me cabe duda, especialmente durante la adolescencia y primera juventud. Sólo así se explican los madrugones que se pegan ciertas fans para conseguir una foto o una dedicatoria de su héroe, llámese Justin Bieber o Tom Cruise… Fotos cuya calidad nada tiene que ver con las tropecientas mil que podrá conseguir por cualquier otro medio a su alcance -empezando por algo tan pedestre como Google Imágenes-, pero que tienen la gracia de estar tomadas por ellas con su propia cámara. ¡Le vi, me miró, se acercó a mí para hacerse un autorretrato! Ay, cuánto le quiero, me tiene loca…

            Si yo tuviera que elegir a los personajes más atractivos de la Historia de la Literatura anglosajona, por ejemplo, siguiendo la deriva anglófila del artículo que citaba, destacaría al sensato Gabriel Oak de Lejos del mundanal ruido –que en mi imaginación siempre tendrá la melena oscura, las facciones rotundas y los ojos de color aguamarina de Alan Bates-, al nostálgico narrador de Retorno a Brideshead, al apasionado y apasionante Heathcliff de Cumbres borrascosas, al enigmático Mr Darcy de Orgullo y prejuicio o al guardabosques de El amante de lady Chatterley (por razones que no escaparán a nadie que haya leído el libro). ¿Qué es el tal Mr Grey, de Cincuenta sombras…, sino un descolorido alfeñique en comparación con todos los que acabo de citar? Según mi corresponsal, “A mí me parece mucho más erótico el Henry de Adiós a las armas, o el pobre desgraciadito de La sombra del ciprés es alargada, que muchos de los protagonistas a los que se muestra casi como semidioses, tal vez sea porque, una vez más, se trata de un personaje oscuro”.
            Querida Bel, seguramente lo nuestro tiene un nombre que empieza por las palabras “complejo de” y se estudia en las facultades de Psicología. Quizá algún día nos lleven al manicomio con las manos atadas a la espalda, pero entretanto… ¿quién nos impide ser felices cual adolescentes sonadas? ¿No es hermoso vivir de ilusión, enamorarse de un rayo de luna, como el pobre Bécquer?

Enlaces sobre este artículo 

lunes, 21 de abril de 2014

El gran armario de la Historia

http://www.modaamimodo.com/wp-content/uploads/Fotolia_28463226_XS.jpg            El martes 15 de abril -especialmente rebautizado para la ocasión como “Sant Jordi anticipat”- asistí a un recital poético de enorme interés para mí, ya que en él participábamos tanto alumnos como profesores de la Escola d'Adults de Mahón. Lo que podría haber sido de un aburrimiento supino, como algunas lecturas públicas a las que asistí cuando iba a la Universidad, no tardó en convertirse en una divertida celebración de la cultura. Y es que la poesía no tiene por qué ser considerada siempre una cosa seria. También puede ser alegre como el “Jardín de Amores”, de Rafael Alberti, que mi alumna Ana leyó con voz de campanilla y expresión risueña. O el inquietante “Waldgespräch” de Joseph von Eichendorff (https://www.youtube.com/watch?v=m3KYNrcdgqA&list=UUi5owLH1SKMk8NynU5PSYKg) que declamaron con entusiasmo Margarita y mi compañero Miquel, entrechocando sus jarras de cerveza bavaresa. O incluso como “Ma l'amore mio non muore” (https://www.youtube.com/watch?v=XAmbjNMWsG0&list=UUi5owLH1SKMk8NynU5PSYKg), un tronchante alegato contra el matrimonio de Ettore Petrolini, costumbrista italiano de principios del XX, autor del célebre Gastone, que escenifiqué yo misma acompañada por los suspiros del público.
            Otros leyeron poemas trágicos, como Bárbara, actriz en ciernes, rabiosa y evocadora, que nos hizo vibrar de emoción con la “Elegía a Ramón Sijé” de Miguel Hernández. O Armand, que transmitió como nadie la pena negra de haber perdido un hijo en un par de poemas a la luna de Federico García Lorca.

            La nómina de autores elegidos por nuestros alumnos fue vasta y heterogénea: Bucowski, Maya Angelou, Taheré, Schubert, Miquel Costa i Llobera, mi admiradísimo Antonio Machado... ¡Incluso hubo quien nos contó un relato popular en fang! Casi todos los rapsodas hicieron una pequeña introducción sobre sus autores antes de empezar a declamar, pero... ¿cuántas personas de entre nuestro fantástico público del martes recuerdan todavía quién fue Taheré, a qué se dedicaba principalmente Schubert o a qué época pertenece Petrolini? La experiencia me lleva a pensar que casi ninguna. Los siglos, las épocas o los movimientos artísticos nos resbalan. Como se suele decir: “por un oído me entra y por el otro me sale”.
            ¿Por qué? Pues por lo mismo que ya he mencionado aquí en otras ocasiones: porque la cultura en nuestro país no es precisamente un valor al alza. Nuestra máxima admiración no está reservada a la gente culta, sino a los macarras de gimnasio. ¿Quién puede envanecerse de conocer el significado original del término “Romanticismo”? Casi nadie. Cuatro gatos… ¡Cuatro gatos friquis! Si yo os dijera que “Waldgespräch”, uno de los poemas que he citado antes, en el que un vanidoso conquistador que pasea por el bosque se encuentra con lo que parece ser una inocente doncella a la que por supuesto trata de seducir y a la postre descubre que se trata de la mítica bruja Lorelei que lo hechiza diciendo “Nunca volverás a salir del bosque”, es un poema intensa y radicalmente romántico... ¿me creeríais? Pues lo es. El verdadero Romanticismo, el Romanticismo en sus orígenes, no era rosa ni estilizado, sino tan crudo y negro como la pez. Como bien explicaba mi profesor de Literatura del instituto, a quien tanto debo, es mucho más romántico un barco ruinoso en pleno naufragio que una parejita bien avenida cenando a la luz de las velas. Para entendernos: son mucho más románticos los heavies, los góticos o los emo, que David Bisbal. ¡Y con gran diferencia!
            En mi opinión, la verdadera cultura no es saber que Gustavo Adolfo Bécquer nació en 1836 y murió en 1870, sino utilizar nuestra memoria como un armario... ¡como el gran armario de la Historia! Al igual que no tenemos los calcetines de media colgados de las perchas cual bandera ni los abrigos gruesos embutidos a la fuerza en los cajones finitos, basta con aprender que Bécquer es de mediados del siglo XIX y, por lo tanto, publicó casi toda su obra durante el realismo -que abarca la segunda mitad de dicho siglo- y no durante el Romanticismo, al que por temática y estilo pertenecía. Sólo llegando a este tipo de conclusiones, para lo cual es imprescindible tener la cabeza bien amueblada, se entiende que no tuviera éxito entre sus contemporáneos a pesar de la calidad de sus delicados versos. Para eso sirve “el gran armario de la Historia”: para entender la literatura, el arte y la vida en general, no para memorizar datos sin más.

P.S.: En el recital del año que viene, prometo leer “En el mes de athir”, de K.D. Kavafis.

domingo, 25 de agosto de 2013

El poder de la belleza

Cuenta Italo Calvino en la segunda de sus Lezioni americane (transcripción de un ciclo de conferencias que dicho escritor italiano sostuvo en la universidad de Harvard durante el curso 1985-86) que Carlomagno, siendo ya anciano, se enamoró apasionadamente de una joven doncella alemana y empezó a descuidar sus deberes como emperador del Sacro Imperio Romano. Cuando la muchacha falleció de modo inesperado, los cortesanos lanzaron un suspiro de alivio, pensando que Carlomagno, tras un breve período de luto, volvería a empuñar el cetro. Pero el emperador hizo transportar a su habitación el cadáver embalsamado de la doncella y pasaba largas horas velándolo entre lágrimas.
El arzobispo Turpín, lugarteniente de Carlomagno, sospechó que la macabra pasión de su emperador era debida a algún hechizo extraordinario y examinó el cadáver de la muchacha alemana con detenimiento. Bajo su lengua muerta, encontró una misteriosa sortija. El arzobispo se la puso para satisfacer su curiosidad y, desde aquel mismo instante, la actitud de Carlomagno cambió por completo: mandó enterrar a la muchacha con un mohín de repugnancia y empezó a dedicarle sus ternezas al obispo. Entonces este, para huir de situación tan embarazosa, lanzó el anillo a las profundas aguas del lago de Constanza. Como resultado de dicha acción, Carlomagno se enamoró perdidamente del lago y jamás quiso volver a separarse de él.
¿Qué se proponía Calvino abriendo su conferencia con semejante historia? ¿Qué conclusiones se pueden extraer de ella? En mi modesta opinión, ninguna. Tan sólo demostrar el poder de la palabra; poner de manifiesto cómo la serena belleza de un relato, a pesar de transcurrir en una época pseudomítica y un lugar remoto para los “harvardianos”, es capaz no sólo de captar la atención de sus oyentes, sino también de suscitar emociones. Me imagino a los jóvenes estudiantes de entonces escuchando embelesados lo que no es más que un cuento evocador. ¿O es más que eso? Quién sabe.

En casi todos mis grupos de alumnos, sobre todo a principios de curso, surge alguno, erigido en improvisado portavoz de sus compañeros, que me pregunta para qué sirve la literatura y por qué razón deberían dedicar sus esfuerzos a estudiarla “si todo el mundo sabe que no sirve para nada”. Curiosamente, nadie ha cuestionado jamás en mis clases la utilidad de profundizar en el estudio de la lengua castellana, a pesar del poco interés inicial del que hacen gala mis queridos alumnos en mejorar su ortografía -¡cuánto mal han hecho los correctores supuestamente intuitivos...!-, ampliar su vocabulario, ya que “Hablar demasiado bien es de friquis y yo no quiero que la gente me margine”, o pulir su dicción (bastante relajada en la mayoría de los casos).
Nada sirve para todo y todo sirve para nada. Es inútil hacer la cama si esta noche volverás a deshacerla, pero también es inútil vivir si al final has de morirte. Es una cuestión de actitud, de querer pasar por la vida como un mueble que otros cambian de sitio cuando les place o les conviene, o decidir disfrutarla plenamente.

La literatura sirve, en primer lugar, para aprender mucho más y más aprisa que viendo la televisión o navegando sin rumbo por Internet. En segundo lugar, pero no menos importante, para divertirse. Obviamente, para eso no vale cualquier libro leído en cualquier momento. Todo tiene su momento y su lugar. Al igual que a ningún cinéfilo obsesivo le gustan todas las películas que se han rodado desde los inicios del séptimo arte, incluso al ratón de biblioteca más enfermizo no le gustan todos los libros que se han escrito desde los albores de la civilización. Yo, que estoy muy cerca de serlo, jamás he logrado acabar el dichoso Ulises de James Joyce -a pesar de que me toca hacer referencia a él todos los años- ni pasar del soporífero primer tomo de En busca del tiempo perdido. Y no pasa nada. No puedes asegurar que no te guste leer porque ningún maestro o profesor de secundaria haya acertado todavía con tus gustos. Todo llegará. O, mejor dicho, llegará sólo si te empleas a fondo en conseguirlo.
Leer desarrolla la sensibilidad y hace que comprendamos mejor la Historia y cualquier otra forma de Arte como la música, la pintura o la arquitectura. No hace falta llegar a emborracharse de belleza como Stendhal en Florencia para disfrutar de un buen libro, para sentir algo parecido al vértigo. Además, ¡te permite viajar a otros lugares, e incluso en el tiempo, completamente gratis! ¿Quién no ha vuelto a la tenebrosa Edad Media con “El monte de las ánimas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, se ha sentido intrigado por la bellísima viuda negra de “El clavo”, de Pedro Antonio de Alarcón, o se emocionado con la tosca compasión de Pachizurra en “Las coles del cementerio”, de Pío Baroja?
Leed que os gustará. Con crisis o sin ella, leer sigue siendo fácil, accesible y barato (y no de todas las formas de ocio se puede decir lo mismo...). ¡Que vivan las bibliotecas!