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lunes, 17 de agosto de 2015

El verano del fin del mundo

Óleo de William Turner, inspirado en la erupción del Tambora
            Permítanme que hoy les cuente un cuento, el cuento del verano que nunca existió.
            Allá por 1816, cuando Napoleón se hallaba recluido en la isla de Santa Elena, pero ya había sembrado muerte y destrucción por toda Europa, empezaron a dejarse sentir en el hemisferio norte las consecuencias de la erupción del volcán Tambora (1815), que arrojó a la atmósfera unas 1.500.000 toneladas de polvo que hicieron que la temperatura bajara más de cinco grados, el volumen de la lluvia se triplicara y nevara copiosamente a finales de mayo en numerosos lugares del continente europeo. Las cosechas se malograron y la escasez de alimentos produjo infinidad de altercados y revueltas entre la población, ya de por sí extremada por las cruentas campañas napoleónicas, como había documentado Goya en su escalofriante colección de grabados “Los desastres de la guerra”.

            Entre el 16 y el 19 de junio tuvo lugar en Suiza un fenómeno sin precedentes: el sol se ocultó tras unas nubes tan oscuras, tormentosas y densas que durante tres días pareció que no hubiera amanecido y que la noche se hubiera apoderado del mundo para siempre. Fue entonces cuando se encontraron en Villa Diodati, a orillas del lago Leman, en Ginebra, cinco personajes que habían de marcar la Historia de la Literatura: el excéntrico escritor inglés lord Byron; su médico, secretario y amante ocasional John William Polidori; la jovencísima Claire Clairmont, reciente conquista del primero, al que se había ofrecido descaradamente por carta; su hermanastra Mary y el compañero sentimental de ésta, el poeta Percy Bysshe Shelley.
            Todos ellos, además de unos nombres rimbombantes, arrastraban un pesado bagaje sentimental a pesar de su juventud. Byron, que a sus veintiocho años era el mayor con gran diferencia, había sido poco menos que expulsado de su país natal tras difundirse la noticia de que había concebido una hija con una medio hermana suya estando casado con otra. La complicada genealogía de las dos huéspedes femeninas de Villa Diodati también merece un aparte. El padre de Mary, el editor anarquista William Godwin, se casó con la madre de ésta, Mary Wollstonecraft, una de las primeras y más acérrimas feministas de la Historia, que ya tenía una niña, a la que adoptó. Se dice que ambos se amaban con locura a pesar de pelearse como leones, pero su tumultuosa felicidad duró apenas unos meses, ya que Mary madre murió de septicemia a los doce días de parir a su única hija en común. A continuación, y tras varias intentonas frustradas, el viudo contrajo matrimonio con una vecina, parece ser que con el único fin de dotar de una nueva madre a las dos huérfanas resultantes. Dicha vecina, Mary Jane Clairmont -que no era una ama de casa cualquiera, sino la traductora de los hermanos Grimm al inglés y había sido amiga del iluminado William Blake- aportó otros dos hijos propios a la unión, la más joven de los cuales era Claire Clairmont. En cuanto a Shelley, había abandonado a su legítima esposa en favor de Mary, con la que se casaría al suicidarse aquélla.
"El funeral de Shelley", de Édouard Fournier
            A mediados de junio del 1816, durante aquellas tres noches sin día a las que ya me he referido y con la imaginación exacerbada por los relatos fantasmagóricos que lord Byron leía a sus huéspedes con voz cavernosa, el atormentado Polidori ideó El vampiro, novela fundacional de dicho género y principal inspiración del Drácula (1897) de Bram Stoker, y Mary a su inmortal criatura Frankenstein. Lo que siguió a la concepción de ambos monstruos no es menos truculento que la trama de ambas narraciones: Polidori se colgó de una viga a los pocos años, Shelley se ahogó a bordo de una travesía suicida y su cuerpo fue incinerado en la playa de Viareggio (se dice que su corazón no ardió y está enterrado en Inglaterra, mientras que sus cenizas reposan en el Cimitero Acattolico de Roma), y Byron murió de unas fiebres reumáticas en Mesolongi mientras se encontraba luchando por la independencia de Grecia del Imperio Otomano.

            De todo esto, y mucho más, pues cada uno de estos personajes conlleva inesperadas ramificaciones imposibles de resumir en un artículo tan breve como éste, trata El año del verano que nunca llegó, novelón del colombiano William Ospina que he devorado -¡dos veces seguidas!- los últimos días… Les dejó con él y sus fantasmas helados, buena lectura.


lunes, 29 de junio de 2015

El gozo sin sombra


¿Os habéis puesto crema?
             Hoy pensaba disertar sobre alcaldesas y, más concretamente, del curioso perfil de que el periodista Xavier Vidal-Folch trazó para El País poco antes de la investidura de Ada Colau en Barcelona. En él decía cosas tan chocantes como que ésta “sonríe bien, gasta ropa holgada y exhibe sin rubor cejas pobladas. La adivinas llevando al chaval de tres años a la escuela, cartera en bandolera; pasando el aspirador concienzudamente por los rincones del piso o salpimentando, distraída, unos espaguetis mientras simultáneamente ultima una sorprendente protesta callejera”. No sé ustedes, pero yo no acabo de entender si la está piropeando por ser una mujer capaz de llevar a cabo varias tareas al mismo tiempo o la está llamando fea, maruja y chapucera. En cualquier caso, semejante derroche de imaginación hace que me pregunte si a alguien –que no sea El Gran Wyoming- se le habría ocurrido decir algo así acerca de un alcalde. La cotidianeidad de los hombres es inimaginable, intocable, difusa... ¡A saber qué harán ellos en casa! Al parecer, tan sólo interesa su faceta política.

            También pensaba citar a Manuela Carmena, nueva alcaldesa de Madrid, a la que un inoportuno lapsus linguae traicionó al proponer que “cooperativas de madres” -¿y los padres qué?- limpiaran los colegios públicos de Madrid en lugar de encargárselo, como viene siendo habitual, a una empresa especializada. Enseguida se corrigió y añadió que no sólo se refería a las madres, sino a los progenitores de ambos sexos, pero el mal ya estaba hecho. En mi opinión, no habrá esperanza para nosotras mientras exista gente que siga alabando a esos hombres que tanto “ayudan” en casa, como si no les correspondiera la mitad exacta de las tareas del hogar y del cuidado de los hijos, o pregunte a las embarazadas –y jamás de los jamases a sus parejas masculinas, por muy presentes en la conversación que estén- si no piensan dejar de trabajar, pedir una excedencia o reducirse la jornada laboral cuando haya nacido su bebé.
            Pensaba hablar de todo esto y de otras cuestiones relacionadas con el tema, pero no lo haré. Hace demasiado calor para criar mala sangre con cosas que no tienen remedio y, en mi opinión, no cambiarán hasta que los hombres empiecen a salpimentar distraídamente unos espaguetis mientras maquinan alguna complicada estrategia profesional… A mí lo único que me apetece en esta época es bañarme en el mar, tumbarme a la bartola con un buen libro y echar por fin el cerrojo de la escuela.

            Y esto me recuerda a otra controvertida cuestión que surgió hace unos meses a raíz de un artículo, “Verde que te quiero verde”, que publiqué en esta misma sección, además de en mi blog (http://anagomila.blogspot.com.es/2014/03/verde-que-te-quiero-verde.html). El artículo en cuestión versaba sobre el tristísimo final de Antonio Machado, Federico García Lorca y otros grandes damnificados de nuestra guerra civil, como el bueno de Pedro Muñoz Seca. Un asiduo seguidor me preguntó entonces si no existía “literatura de la alegría”, una literatura que describiera únicamente momentos de felicidad, de plenitud física y mental. Le contesté algo así como que la alegría no vende, que la felicidad ajena no interesa a nadie y hasta puede llegar a resultar estomagante. En cualquier formato que sobrepase los quince segundos canónicos de un spot de Ikea o de galletas Mulino Bianco, la alegría cansa, aburre y empalaga.
            En literatura, los finales felices no abundan y si alguna obra tiene el atrevimiento de empezar con un episodio jocoso, pueden estar seguros de que acabará de un modo atroz para los sufridos protagonistas. Effi Briest (1895), del escritor alemán Theodor Fontane, es un espléndido ejemplo de ello: el mismo jardín que sirve de escenario a la despreocupada infancia de Effie albergará su tumba cuando muera tuberculosa y repudiada por su marido por adúltera. La misma dicotomía absurda hallaremos en los dos monólogos más famosos de Joyce: el de Molly Bloom, en el que las palabras que más se repiten son “I said yes, I will!” y el que cierra Dublineses (“Cae la nieve en calmada caída sobre los vivos y los muertos”).
            Hoy por hoy, prefiero ver la vida a través del cristal que más me gusta, que no es de color rosa, como se suele decir, sino naranja soleado del que tanto abunda en los cuadros de Sorolla, Joaquím Mir o Ignacio Pinazo. ¡Alegría para todos! Ha llegado el verano.