I si encara en voleu saber més, aquesta peli d'en Gianni Amelio és una mica tristona, però està prou bé: Il primo uomo
"El único hombre que jamás se equivoca es el que nunca hace nada." (J.W. Goethe)
Traducción
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viernes, 28 de febrero de 2014
Un documental esplèndid... en sentit literal!
I si encara en voleu saber més, aquesta peli d'en Gianni Amelio és una mica tristona, però està prou bé: Il primo uomo
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domingo, 9 de febrero de 2014
¡Alto ahí, forastero!
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Nadie es más digno que yo. |
Lo que casi
nadie sabe todavía es que ya no es posible matricularse en ningún centro
educativo público de Baleares simplemente con el pasaporte, como sucedía hasta
mediados de diciembre. ¿Qué por qué? Pues porque dicha opción, de la noche a la
mañana y sin aviso previo, ha desaparecido del programa informático de gestión
educativa por orden de algún superior inidentificable e inidentificado en
virtud de una nueva interpretación de la misma Ley de Extranjería que hasta
ahora lo permitía.
Los extranjeros
que quieran matricularse a partir de ahora tendrán que presentar el DNI, cosa
que implica haber obtenido previamente la nacionalidad española (que requiere
entre dos y cinco años de residencia probada en nuestro país), o el NIE. Éste
último, en la práctica diaria, no es tan sencillo de obtener como parece
leyendo el listado de requisitos publicados en la web oficial. O al menos no
para los extranjeros en situación irregular, pues para que te lo otorguen hay
que poder justificar “los motivos de la solicitud”, es decir, que vives en
España o trabajas aquí. Con el corazón en la mano, decidme: ¿cuántos ciudadanos
de la antigua Europa del Este, magrebíes, ecuatorianos, filipinos,
subsaharianos u orientales en general pueden presumir de tener un contrato de
alquiler registrado o una vivienda en propiedad? ¿Y un contrato laboral
estable y regular…? Muchos, los más desarraigados, no lo tienen. Y ésos,
precisamente, son los más necesitados de la formación que a partir de ahora les estará vedada.
Todo el que
haya vivido en el extranjero sabe que “tra il dire ed il fare, c’è di mezzo il
mare” o, lo que es lo mismo, de la teoría a la práctica hay un abismo de
triquiñuelas legales y vacíos legislativos. Yo misma tardé tres años y medio en
que me asignaran un médico de cabecera en Roma, aun siendo ciudadana
comunitaria y de carácter más bien combativo. Así como también estuve
impartiendo clases de español para extranjeros durante años con un contrato
draconiano que retenía el 30% de mi misérrimo sueldo con la excusa de que servía
para pagar los impuestos en mi país que, dicho sea de paso, jamás ha llegado a
percibir una sola lira del equivalente italiano a nuestro INSS. Tampoco vi
jamás un contrato de alquiler regular y convenientemente registrado ante las
autoridades; por macabro que suene, puedo decir que he vivido cinco años en
tres casas distintas oficialmente habitadas por muertos.
Vivir en el
extranjero una temporada no sólo sirve para aprender idiomas, sino que además
es una escuela de tolerancia excepcional. Nadie que haya pasado por la
experiencia de tener que repetir una y otra vez cómo se pronuncia su nombre, de
explicar que Mallorca y Menorca no están lo bastante cerca como para
desplazarse a nado de una a otra, que aquí también llueve y hace frío en
invierno, que no basta añadir una ese al final de cada palabra para hablar en
castellano –así como no basta añadir una “i” y agitar las manos para hablar en
italiano-, que la paella no es el plato típico de toda España ni el flamenco su
baile nacional, aunque quizá sean los más representativos… Nadie que haya
pasado por esto puede seguir creyéndose el centro del universo.
No hay como
coger el decrépito metro en Roma pasadas las diez de la noche para que se te
pasen las ganas de seguir diciendo chorradas sobre los inmigrantes que vienen a
nuestro país a quitarnos el trabajo y a colapsar las listas de espera de la
Seguridad Social. Sólo hace falta pararse a observar sus rostros -algunos
sucios, muchos cansados, todos ellos dignos de respeto- para entender que nadie
emigra por capricho, sino por necesidad. Que a nadie le gusta morirse de hambre,
ni ser perseguido por motivos ideológicos, étnicos o religiosos, ni ver morir a
tus hijos por cualquier nimiedad. ¿Acaso no emigraron nuestros mayores a causa
de la carestía o de las represalias políticas? Algunas localidades del norte de
Argelia podrían contarnos mucho al respecto.
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jueves, 31 de octubre de 2013
Camusiènne

Para
mí es muy curioso comprobar cómo unos niños que actualmente tendrán la edad de
mi padre consiguen despertar mi -por otra parte, bastante acentuado- instinto
maternal. ¡Supongo que forma parte de la magia de la fotografía…! A decir
verdad, antes de fijarme en el detalle de la pizarrita, pensaba que sería mucho
más antigua, de la posguerra española y, sin embargo, es casi dos décadas
posterior.
Pero lo que más me llama la atención
es la sinceridad que desprende. Desde la aparición de Photoshop y, sobre todo,
de Instagram, que tanto han contribuido la banalización de la fotografía, ya no
estamos acostumbrados a ver instantáneas tan naturales, sin filtro ni retoques.
A juzgar por los semblantes cariacontecidos de los niños, el soso del fotógrafo
se limitó a retratarlos tal como se presentaron ante la cámara en la primera
toma, sin intentar hacerles sonreír con el cuento del pajarillo o algo parecido.
De hecho, la actitud de los que están sentados en primera fila, de brazos
cruzados y con las manos ocultas bajo las axilas, es casi antipática. Muchos
tienen ojeras y carita de hambre, llevan cortes de pelo escandalosamente
caseros y batas muy dispares. La mayoría son morenos y de la tez cetrina;
algunos parecen árabes, como la guapísima niña que ocupa el centro de la
fotografía, mientras que otros por su aspecto podrían ser de origen español, y
no es aventurado suponer que lo fueran, pues según el pie de foto se apellidan
Roig, Juan, Nicolau, Bosch, Sintes… Incluso hay una tal Colette Gomila, que no
es otra que la tercera morenita por la derecha en primera fila, con pinta de
ser una despistada crónica y algo friolera. El hecho de que muchos alumnos
fueran de procedencia española y quizá incluso menorquina -como el propio Albert
Camus por parte materna, el centenario de cuyo nacimiento celebramos en estos
días- no debe de ser fruto de la casualidad, ya que la escuela se llamaba École
Gorrias y estaba regentada por una tal Mme. Ripolle. De hecho, la propia
Hélyette Noguera lleva un apellido decididamente poco argelino.
Cada vez que alguien me habla de
esos famosos inmigrantes que les quitan el trabajo a los españoles –¿qué
trabajo? Para poder quitárselo, primero tendría que haberlo-, “cobran del paro”
sin tener derecho a ello –y eso, ¿cómo se hace?-, vienen a enfermarse a nuestro
país con el único propósito de hundir la Seguridad Social y eternizar las
listas de espera, infestan nuestras escuelas públicas con sus idiomas
incomprensibles, se empeñan en ocultarse tras un velo –como si lucir una cruz
al cuello fuera algo muy distinto- y sólo confraternizan entre sí -qué remedio,
visto el panorama-, cada vez que alguien me habla de esos famosos inmigrantes,
me entran ganas de darle un sopapo. O de enseñarle la foto de estos niños, tan
dignos en su pobreza, tan serenos en la aceptación de su destino, tan niños y
tan adultos al mismo tiempo. Los mismos niños que cuatro años más tarde, recién
estrenada la adolescencia y a consecuencia del turbulento proceso de
independencia de Argelia, tendrían que abandonar el país en el que había nacido
para instalarse en el país de sus mayores, que no siempre supo acogerlos con
los brazos abiertos. De las miradas oscuras e inciertas de estos niños antiguos
tenemos, sin duda, mucho que aprender.
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