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miércoles, 12 de agosto de 2015

"Nosotros, los fantasmas" en Onda Cero

Aquí tenéis los vídeos -cutrísimos, ya lo sé- que yo misma he realizado a partir de los podcasts de la lectura dramatizada que interpretamos Rafael Ayala (factotum del programa "El trovador de las @", que tuvo la amabilidad de invitarme), Diana Font y una servidora para Onda Cero Menorca.

Narración: "Nosotros, los fantasmas", publicada como folletín por entregas en el Menorca en agosto de 2014, así como en http://anagomila.blogspot.com.es/2014/08/nosotros-los-fantasmas-i.html, http://anagomila.blogspot.com.es/2014/08/nosotros-los-fantasmas-ii.html, http://anagomila.blogspot.com.es/2014/08/nosotros-los-fantasmas-iii.html y http://anagomila.blogspot.com.es/2014/08/nosotros-los-fantasmas-y-iv.html
Autora: ANA GOMILA DOMÈNECH
Intérpretes: Ana Gomila (Narrador), Rafael Ayala (Él) y Diana Font (Ella)
Banda sonora: "We the spirits of the air", de Henry Purcell, también interpretada por Ana Gomila Domènech (únicamente la voz de Soprano 2)
Grabada en Mahón, en una única toma, durante el verano de 2015

*          *

En primer lugar, encontraréis la presentación del programa y una breve entrevista introductoria.


A continuación, la lectura dramatizada en sí. ¡Espero que la disfrutéis mucho! (Y si es así, no dejéis de compartirla, por favor.)

domingo, 31 de mayo de 2015

Verde carruaje


"Nymphéas", de Claude Monet
           Hace unas semanas y a propósito del análisis de Pélleas et Mélissande, Ramon Gener habló de la sinestesia en su magnífico programa “This is Opera”, que se emite actualmente los domingos por la noche en la 2 (o en http://www.rtve.es/alacarta/videos/this-is-opera/). Este programa no sólo es un dignísimo heredero de “Òpera en texans” –gràcies, Pau, per descobrir-me’l!-, sino que, al estar realizado con un presupuesto más generoso, permite que su entregado conductor eche a volar su alocada fantasía con mayor soltura aun, si cabe, que en el programa anterior, aunque siempre con propósitos divulgativos.
            En “This is Opera”, el inefable Ramon Gener –cuya edad, dicho sea de paso, es uno de los misterios mejor guardados de la Red, ¿eh, Jordi?- tan pronto explica los intríngulis de alguna ópera como canta, toca el piano o parlotea con músicos extranjeros en su propia lengua, sin traducción simultánea y con una fluidez que debería ser la envidia de los muchos papanatas iletrados que pululan por nuestro país… Y todo ello haciendo gala de una alegría descacharrante, envidiable, contagiosa y que roza lo empalagoso sin llegar a caer en él. Sin duda, es uno de los mejores comunicadores y trasmisores de cultura que he visto jamás, tanto a través de la televisión como en vivo, en las tres ocasiones que ha visitado nuestra isla por invitación del Orfeó Mahonès o del Teatre Principal. Los docentes tenemos mucho que aprender de él, así como algunos políticos, cuyos monótonos discursos –tan repetitivos y faltos de imaginación como un canon cancrizante- dormirían hasta a las ovejas.
 
            Para glosar Pélleas et Mélissande, la ópera descriptiva e impresionista de Débussy, no se le ocurrió otra cosa que instalar tres caballetes pictóricos en mitad de la llamada Sala de los Nenúfares de Monet, en el Musée de l’Orangerie de París. Una vez hecho esto, su innovador experimento consistía en confrontar a tres estudiantes de Bellas Artes de diferentes nacionalidades con un fragmento de la “Suite bergamasque: Clair du lune” del propio Débussy, soberbiamente interpretada al piano por él mismo, que los jóvenes artistas habían de ilustrar libremente como la música les inspirara. Curiosamente, los tres dibujaron cuadros en los que predominaban claramente el azul ultramar y el naranja rabioso, lo cual sólo se comprende en virtud de la sinestesia, que en palabras de Gener es la “capacidad de expresar con un sentido lo que se percibe con otro. Para que me entendáis, Duke Ellington, al escuchar cualquier nota musical, veía colores”. Parece ser que Débussy era sinestésico, al igual que otros muchos compositores como Scriabin, Messiaen o Rimsky-Korsakov, y que para los afectos de este fenómeno subjetivo la tonalidad de Reb Mayor en que está escrita dicha pieza se identifica visualmente con el añil. ¡Como la flor azul que para los primeros románticos alemanes (véase Heinrich von Ofterdingen, de Novalis) representaba “el anhelo, el amor y el afán metafísico por lo infinito”!

            En el campo literario, la sinestesia es una figura retórica que consiste en asociar “sensaciones auditivas, visuales, gustativas, olfativas y táctiles” como en el mítico poema de Baudelaire “Correspondances”, que reza literalmente: “La Naturaleza es un templo donde vivos pilares/ dejan escapar a veces confusas palabras; (…). Los perfumes, los colores y los sonidos se responden./ Hay perfumes frescos como la carne de los niños,/ dulces como los oboes, verdes como las praderas,/ y otros corrompidos, ricos y triunfantes (…)”. ¿Dulces como los oboes? ¡Pura sinestesia!
            Aunque yo no soy sinestésica, me resulta casi inevitable asociar algunos lugares con determinados colores y sonidos. Desde ese punto de vista, ciudades como Estambul o Roma son un auténtico festín para los sentidos, mientras que otras -como Berlín o Estocolmo- son infinitamente más sosas, dado que predominan los colores sintéticos, apagados, anémicos… La paleta cromática menorquina, sin embargo, se me antoja bastante rica. Para mí, nuestra islita siempre será una acertada mezcla de rojo almagre, amarillo ocre, azul mahón y verde carruaje, además del omnipresente blanco calcáreo. ¿Con qué música la asociamos, Ramon?

lunes, 4 de agosto de 2014

Nosotros, los fantasmas (I)

“Hemos soñado tanto que ya no somos de aquí.” (Novalis)

            Tras muchos años de viajar a lo largo y ancho de la vía férrea española, había llegado a la conclusión de que los compartimentos de primera clase varían mucho de un tren a otro, pero los de segunda parecen todos cortados por el mismo patrón: oscuros, polvorientos, incómodos, anticuados, con los mismos asientos estampados semiabatibles, los mismos reposacabezas sucios y las mismas puertas que no cierran. Después de tantos años, y sobre todo si viajaba de noche, como en aquella ocasión, solía entrar a ciegas en el primer compartimento en el que vislumbrara un asiento libre junto a la puerta para no tener que despertar a nadie cada vez que quisiera ir al baño o visitar el vagón-comedor; sólo así se entiende que se sentara frente a él sin darse cuenta inmediatamente de quién era.

            ¿Cuánto tiempo tardó en reconocerlo? No lo sabía, pero sin duda no fue hasta después de acomodarse. Sólo entonces sus ojos se encontraron con los de él a través de la penumbra que envolvía el vagón, cuando ya era demasiado tarde para fingir que se había equivocado de sitio con naturalidad, sin quedar como una cobarde. Como solía suceder veinte años atrás, por puntual que ella llegara a sus citas, él siempre se le había adelantado, como si no tuviera nada mejor que hacer que esperarla en una esquina y regodearse en la idea de volver a estrecharla entre sus brazos. Aunque, en esta ocasión, su encuentro fue puramente fortuito e indeseado.
¿Cuánto tardó en reaccionar? Seguramente su mente, e incluso su aletargado corazón, tardaron mucho menos que su rostro, acostumbrado al fingimiento de la escena, en evidenciar algo parecido al sobresalto. La mirada de él era inequívocamente hostil, como si lo primero que hubiera recordado al verla fuera la tarde en que lo abandonó, aquella patética tarde en que ella, que se había prometido a sí misma no llorar ni perder la calma, había terminado chillando fuera de sí que no lo aguantaba más, que estaba harta de sus altibajos, que estar con él iba contra la estabilidad que necesitaba para seguir desarrollando su incipiente carrera artística, y que el amor apasionado e incondicional que él le demostraba continuamente había acabado por agobiarla, como si no tuviera más remedio que quererle, como si no tuviera otra opción que la de permanecer junto a él, amarrada al timón de un barco a punto de estrellarse contra los escollos.
-¿Qué pasa? ¿Es que ya no te acuerdas de mí? –masculló ella torpemente, sonriendo con timidez. Veinte años atrás se habría ruborizado, pero en aquella ocasión estaba segura de no haberlo hecho.
-Hola –respondió él con su voz ronca habitual.
Los otros ocupantes del vagón, una familia árabe formada por una joven madre tocada con un pañuelo, una niña de ojos oscuros como cuentas de azabache y un chiquillo algo menor de aspecto adormilado, no daban muestras de entenderles ni de querer entablar conversación con ellos. El tren abandonó la estación y las últimas luces de la coqueta ciudad de provincias en que vivía actualmente se alejaron al ritmo traqueteante del tren. El crepúsculo había cubierto las suaves colinas de los alrededores con un manto de terciopelo violáceo salpicado de reflejos anaranjados. No tardarían en adentrarse en la meseta.
-¿Vas hasta la última estación? –le preguntó irracionalmente y deseando con todas sus fuerzas que contestara que no tardaría en descender.
-No, pero casi. ¿Te molesta? –le espetó él en tono furibundo.
-¡No, claro que no! –exclamó ella, arrellanándose en su asiento.
-No tenemos por qué hablar.
-Eso por supuesto.
Exhausta por los agotadores ensayos de los últimos días y su inesperado reencuentro, ella cerró los ojos. Quizá si apretaba los párpados con fuerza él desaparecería, acabaría por convertirse en una ilusión óptica, en un holograma. Pero fue en vano: incluso a solas con su conciencia, seguía examinándola con expresión severa desde el asiento de enfrente. ¡Qué mala suerte habérselo encontrado, qué fatalidad…! Un escalofrío le recorrió el espinazo a pesar del calor que empezaba a dejarse sentir en el interior del compartimento umbrío.