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lunes, 13 de julio de 2015

La rebelión de los raros

Mejor ser una sandía que un melón, o que llevarse calabazas, ¿no? ;-D

            Hace unos años, algún organismo institucional que puede que fuera el Consell Insular –no puedo asegurarlo- puso en marcha una campaña de fomento de la lectura durante la que repartieron cientos de pegatinas, pósters y camisetas decoradas con lemas tan divertidos y originales como “Sóc friqui, m’agrada llegir!”. Como al CEPA Joan Mir i Mir no llegó ni uno, a pesar de que se suponía que iban a distribuirse en los centros educativos –todavía me estoy preguntando qué se supone que somos nosotros entonces-, tuve que abastecerme a través de mi adorada Biblioteca Pública de Maó. Todavía queda algún que otro póster descolorido colgado por los pasillos, alguna pegatina adherida a los cristales, pero hace años que no veo a nadie con las camisetas. Y no es de extrañar, pues eran de algodón grueso, basto y rígido, además de tener el cuello tan estrecho como una gorguera. ¡Ni con todo mi entusiasmo por el mensaje que transmitía fui capaz de salir a la calle con semejante sayón! Espero que la elección de la tela no fuera una especie de lapsus linguae de quien las diseñó…

            Y es que en este país realmente hay que ser muy friqui para que te guste leer y encima alardear de ello, sobre todo entre los adolescentes. Ya cuando yo iba al instituto –el IB Montserrat de Barcelona- había que disimular que te gustara cualquier otra cosa que no fuera ligotear y hacer botellón los viernes por la noche tirado en las sucias escalinatas que rodean la Plaça del Sol (aunque mis preferidas siempre fueron la de la Virreina y la de Rius i Taulet). Los pocos que frecuentábamos cines en versión original subtitulada como el Verdi, asistíamos a alguna representación teatral de vez en cuando –recuerdo especialmente el Calígula de Luis Merlo y El temps i els Conway, de J.B. Priestley-, estábamos al tanto de las exposiciones artísticas, o hacíamos cosas tan reprensibles como cantar en un coro o recibir lecciones de ballet clásico, jamás lo habríamos confesado en público. ¡Antes la muerte! Ya que de todos es bien sabido que una cosa es tener carné del Barça y otra muy distinta, ser socio de Abacus.
            Leer no mola ni ha molado en la vida. Como decían los energúmenos de mi instituto, “és de penjats”, de inadaptados sociales, de friquis granujientos con gafas de culo de vaso que jamás se comerán un rosco. En este sentido, hacer deporte es bien distinto: matarse a correr cada mañana, lucir unos bíceps torneados o unos abdominales tan marcados como el caparazón de una tortuga marina otorga prestigio y aumenta las posibilidades de éxito con el otro sexo. Lo veo claramente en clase cuando mando trabajos de lectura y les digo a mis alumnos que como mínimo hay que elaborar uno, pero que cuantos más me entreguen mejor nota obtendrán a final de curso… ¿Me creerán si les digo que siempre, todos los años y en todas las clases, salta el bravucón de turno preguntándose en voz alta quién va a ser tan memo de leer más de lo estrictamente necesario? ¿Y si les digo que muchas veces es ese mismo bravucón quien suele entregarme más de un trabajo? Eso sí, a escondidas. No vaya a ser que nos pillen los compañeros…

            Tres cuartos de lo mismo sucede con sus mayores, ¿eh?, no se vayan a pensar. Hace unos días asistí a una representación de la adaptación teatral de La plaça del Diamant. No hablaré aquí de las bondades del texto, ni de la esforzada interpretación de Lolita, ni de la monumental llantina que me pegué, bien oculta tras los cristales de unas gafotas de pasta que reservo para estas ocasiones… Tan sólo diré, sin ánimo de ofender a nadie, que la edad media de los asistentes era bastante elevada: apenas había ningún menor de treinta años sentado entre el público. Y algún mastuerzo apostillará: “Es que el teatro es caro, debería ser gratuito”. ¡Más caros son los iPhones y hasta el último pelagatos de este país tiene uno! Mi móvil es una birria de 32 euros y bien que me las apaño con él para echar cuatro fotos y utilizar WhatsApp, que al fin y al cabo es lo que hace todo el mundo; así queda dinero para ir de conciertos, viajar o pagarse algún cursillo apetitoso.
            Por otro lado, hay que remarcar que las actividades culturales gratuitas abundan, al menos en nuestra isla. Sería bonito que este verano, además de las uñas pintadas de rojo coral, se llevara la lectura… Para combatir la ola de calor, nuestros mejores aliados habrían de ser un buen chapuzón, una novela apasionante y varias rajas de sandía fresquita.


sábado, 3 de mayo de 2014

Un buen maestro

            He de reconocer que, al menos hasta ahora, he sido bastante afortunada con los docentes que me han tocado en suerte, tanto en las dos escuelas públicas a las asistí de pequeña, como en mi instituto, el IB Montserrat de Barcelona, como en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudié Filología Hispánica e incluso estuve a punto de doctorarme en Filología Italiana. Por no nombrar ninguno de los numerosos cursos de música, idiomas o sobre los temas más peregrinos a lo que he asistido a lo largo de mi vida…
Recuerdo perfectamente a mis primeros maestros: la señorita Lina, don Juan Peña –que solía apostrofarnos con insultos de su propia invención cuando nos portábamos mal-, el elegante don Jacinto o Mariángeles Ojosnegros (que, paradójicamente y a pesar de su apellido, tenía los ojos más azules que he visto). De hecho, mi marido se burla de mí a menudo porque no tengo los recuerdos organizados por años naturales, como la gente normal, sino por cursos académicos, lo cual ocasiona mil y una discusiones bizantinas entre nosotros porque cuando yo digo “el año pasado” no suelo referirme casi nunca al 2013, sino al curso 2012-13; de la misma manera en que aún soy capaz de distinguir a mis antiguos alumnos por promociones… ¡Hay que estar enferma, ya lo sé, pero es así! Quizá cuando lleve muchos más años en el mundo de la enseñanza empezarán a confundírseme, pero de momento todavía logro ubicarlos a todos en su aula correspondiente. 
           
Si tuviera que elegir a los tres mejores maestros que tenido, no me cabría la menor duda: una de ellos sería Alicia, que impartía francés en la primera EOI que se creó en Madrid. Era una señora de mediana edad algo regordeta, de pelo corto, cara lavada y gafas metálicas. Aun siendo de facciones más bien agraciadas, parecía una monja de paisano, sensación acentuada por el hecho de que solía llevar una bata blanca de laboratorio por encima de su ropa –supongo que para preservarla de la engorrosa tiza-. Su acento francés era impecable y sus modales, tan bruscos que me recordaban a los de la típica profesora de francés de las novelas de Enid Blyton. Aunque en general era más bien severa, sobre todo con los que no habían hecho los deberes o manifestaban escaso interés por su asignatura, de vez en cuando tenía alguna salida irónica, doblemente graciosa por lo inesperada, que provocaba la hilaridad colectiva. Su método era elitista y poco innovador, pero extraordinariamente efectivo, y se basaba en no obviar ni un solo fallo: hasta que no pronunciaras bien una determinada palabra, que ella te corregía de inmediato de forma clara, automática y fulminante, no podías seguir leyendo en voz alta o resolviendo un ejercicio. Alicia estaba en contra de la dejadez en todas sus manifestaciones y su perfeccionismo hacía que se pusiera frenética con todo el que se aventuraba en observaciones del tipo “Qué más da una E abierta que una cerrada, una OE corta que una larga… pero, ¡si todas suenan igual! Son ganas de no entendernos”. Su contestación en aquellos casos era de una lógica aplastante: “¿Me entenderías tú si te dijera que esta noche voy a cenar CASO en lugar de QUESO? Pues la misma diferencia que hay para ti entre una A y una E, hay entre los diferentes tipos de E para un francés”. Su gran protegida era la E muda, continuamente atacaba por parte de mis compañeros más cerriles…

Otro de los mejores maestros que he tenido jamás se llamaba Angela y no era mucho mayor que yo. Flacucha y más bien desgarbada, solía llevar camisetas masculinas con estampado de gatos, que al parecer coleccionaba. Impartía diferentes cursos de introducción al estudio de la música clásica en la Università Popolare di Roma, para la que yo también trabajaba, y era mi envidia no sólo por su erudición inconmensurable, sino sobre todo por la facilidad y la gracia con que solía ilustrar las composiciones que analizaba sirviéndose únicamente del piano y de su cálida voz de mezzo.
Last but not least, como dicen los ingleses, mi profesor de literatura del instituto, Eduardo, sin el cual yo no sería la misma ni hoy estaría aquí, desgranando estos recuerdos del abuelo Cebolleta, que me llevan a la conclusión de que todos ellos, mis mejores maestros, tenían varias características en común que, en opinión, van mucho más allá del tan cacareado manejo de las TIC -que por aquel entonces se limitaban al radiocasete, el vídeo, el retroproyector y el proyector de diapositivas- y esas características son: su afán de perfeccionismo, su creatividad a ultranza y, sobre todo, la pasión por el conocimiento que supieron transmitirnos.