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lunes, 28 de septiembre de 2015

"La Celestina": una iniciación a la alcahuetería

"Llévame al huerto", dijo ella, "al huerto de Calixto y Melibea".
            De vez en cuanto surge el debate de por qué hay leer a los clásicos, como si hiciera falta justificación alguna si alguien te sorprende con el Quijote entre las manos, como si fuera una vergüenza o los libros mordieran. Ya sé que leer no mola y está devaluado como alternativa de ocio, lo guay es perder el tiempo por Internet, jugar a la Wii o “guasapear” hasta que se te caigan los pulgares, pero de ahí a tener que inventar alguna excusa si te pillan llorando a lágrima viva porque se ha muerto Alonso Quijano el Bueno… ¡hay un mundo!
            Hay clásicos y clásicos. Algunos te resultarán tan ásperos como el Ulises de Joyce o En busca del tiempo perdido, por citar un par que no he conseguido terminar jamás a pesar de haberlo intentado en varias ocasiones. Otros simplemente estomagantes, como la Lolita de Nabokov, que me parece aburrido, repetitivo y pretencioso, sólo apto para viejos verdes en busca de redención para sus bajos instintos. Otros clásicos, sin embargo, te acogen, te arropan y te envuelven de inmediato como hubieran sido escritos expresamente para ti, como si te hubieran estado esperando toda la vida. La Celestina es, en mi opinión, uno de ellos.

            Mis consejos para quien se acerque por primera vez a un clásico son los siguientes:
1)     Ponlo en su lugar. Que le quede bien clarito que su obligación –como la de todos los libros, por otra parte- es gustarte, entretenerte, enseñarte algo… que valga la pena leerlo, vaya. No permitas que nadie te convenza de que estás obligado a apreciarlo sólo porque sea un clásico. Cada uno tiene sus gustos.
2)    ¡Piérdele el respeto! Es un objeto de consumo, ni más ni menos. Llévatelo a la playa, mánchalo de café y tíralo contra la pared si te aburre a muerte. El mayor enemigo de la lectura es su sacralización.
3)    Sáltate la introducción (yo lo hago siempre). No la leas hasta el final porque están llenas de spoiler, y solamente si el libro en cuestión te ha gustado y quieres saber más sobre él, su autor, la época en que fue redactado, su fecha de publicación, etc. Pero recuerda: ningún análisis sesudo debería “venderte” las bondades que tú mismo no has sido capaz de encontrar.
4)    Busca en el diccionario únicamente las palabras imprescindibles, no las que puedas deducir por su contexto (lo mismo te aconsejaría a la hora de leer un libro en una lengua que no domines). La consulta exhaustiva entorpece la lectura y sólo produce aborrecimiento.
5)    Por la misma razón, ignora olímpicamente todas las aclaraciones a pie de página que te parezcan innecesarias, redundantes o pedantescas. A veces, no son más que una manera subrepticia de encarecer un volumen o alimentar el ego del editor.

            Volviendo a La Celestina, he de decir que cuando me obligaron a leerla en 2º de BUP, a los quince añitos, no me apeteció nada. Para empezar porque nos la recomendaron en una de esas ediciones que de tan negras, apretujadas y respetuosas con la ortografía original resultan antipáticas incluso a simple vista. ¡El papel-biblia amarillento debería estar prohibido! Por otra parte, la enorme cantidad de aparato crítico que flanqueaba el texto tampoco contribuía a facilitar su acceso a los “no iniciados” –es decir, a los simples lectores, no a los estudiantes de Filología-, aunque ésa habría de ser precisamente su función. Para colmo, y quien diga lo contrario miente como un bellaco del Renacimiento, cuesta acostumbrarse al castellano antiguo en que fue redactada por su autor, Fernando de Rojas, aunque también es verdad que bastan 15-20 páginas para conseguirlo.
            Una vez superadas estas dificultades, que al principio me parecían insoslayables, he de reconocer que La Celestina me encantó. ¿Que por qué? Pues por ser tan entretenida, emocionante y cachonda. Entretenida porque todos sus personajes parlotean sin cesar y andan siempre zascandileando de casa en casa, de calle en calle, no se están quietos jamás. De hecho, si se representara respetando fielmente todos los movimientos escénicos que se citan en ella, el gasto escenográfico sería inasumible para cualquier compañía teatral; más valdría hacer una película (¡aunque no tan de cartón piedra como la de Gerardo Vera en 1996, por favor!). Emocionante porque su trama te atrapa y te exprime sin remedio, exige de ti que participes, que te pongas de parte de alguno de sus personajes, que te anticipes a sus posibles jugarretas. La Celestina es ruin, amoral e interesada, pero los que la rodean no lo son menos: empezando por los dos enamorados, el sin sustancia de Calisto y la pavisosa de Melibea, y siguiendo por la boba de la madre, el malvado Sempronio, ese pillo redomado de Pármeno; así como por las dos prostitutas maquinadoras, Elicia y Areúsa, que a menudo parecen las verdaderas protagonistas del libro, y los dos matones que se convierten en sus amantes a la muerte de sus antecesores en el cargo… Tan sólo salvaría a Pleberio, pobre padre desconsolado, que en su monólogo final, el famoso “Planto”, lamenta la muerte de su hija y advierte al público “de los engaños de las alcahuetas y malos y lisonjeros sirvientes”. ¡A buenas horas mangas verdes!

            Last but not least, como dicen los ingleses, La Celestina me parece profundamente cachonda porque está salpicada de palabrotas infamantes, alusiones malévolas, bromas con doble sentido y escenas eróticas como la que enfrenta a la alcahueta con Areúsa, que tiene el período pero que, aun así, se aprestará a satisfacer los deseos del joven Pármeno, al que Celestina quiere ganar para su causa.
            Por todo ello y mucho más que no diré para no desvelar ningún secreto, deberíais ir a ver la adaptación de Isabel González, producida por nuestro Orfeó Maonès, del que tan orgullosos deberíamos sentirnos, que se representará en este mismo teatro entre el 6 y el 8 de noviembre. ¡Abstenerse niñatos, fanáticos de la Wii y gente fácilmente escandalizable! Podrían descubrir el placer culpable de conocer a los clásicos.


Si te ha gustado esta entrada, sigue leyendo en "Reflexions d'una (ex) secretària desesperada"

lunes, 13 de julio de 2015

La rebelión de los raros

Mejor ser una sandía que un melón, o que llevarse calabazas, ¿no? ;-D

            Hace unos años, algún organismo institucional que puede que fuera el Consell Insular –no puedo asegurarlo- puso en marcha una campaña de fomento de la lectura durante la que repartieron cientos de pegatinas, pósters y camisetas decoradas con lemas tan divertidos y originales como “Sóc friqui, m’agrada llegir!”. Como al CEPA Joan Mir i Mir no llegó ni uno, a pesar de que se suponía que iban a distribuirse en los centros educativos –todavía me estoy preguntando qué se supone que somos nosotros entonces-, tuve que abastecerme a través de mi adorada Biblioteca Pública de Maó. Todavía queda algún que otro póster descolorido colgado por los pasillos, alguna pegatina adherida a los cristales, pero hace años que no veo a nadie con las camisetas. Y no es de extrañar, pues eran de algodón grueso, basto y rígido, además de tener el cuello tan estrecho como una gorguera. ¡Ni con todo mi entusiasmo por el mensaje que transmitía fui capaz de salir a la calle con semejante sayón! Espero que la elección de la tela no fuera una especie de lapsus linguae de quien las diseñó…

            Y es que en este país realmente hay que ser muy friqui para que te guste leer y encima alardear de ello, sobre todo entre los adolescentes. Ya cuando yo iba al instituto –el IB Montserrat de Barcelona- había que disimular que te gustara cualquier otra cosa que no fuera ligotear y hacer botellón los viernes por la noche tirado en las sucias escalinatas que rodean la Plaça del Sol (aunque mis preferidas siempre fueron la de la Virreina y la de Rius i Taulet). Los pocos que frecuentábamos cines en versión original subtitulada como el Verdi, asistíamos a alguna representación teatral de vez en cuando –recuerdo especialmente el Calígula de Luis Merlo y El temps i els Conway, de J.B. Priestley-, estábamos al tanto de las exposiciones artísticas, o hacíamos cosas tan reprensibles como cantar en un coro o recibir lecciones de ballet clásico, jamás lo habríamos confesado en público. ¡Antes la muerte! Ya que de todos es bien sabido que una cosa es tener carné del Barça y otra muy distinta, ser socio de Abacus.
            Leer no mola ni ha molado en la vida. Como decían los energúmenos de mi instituto, “és de penjats”, de inadaptados sociales, de friquis granujientos con gafas de culo de vaso que jamás se comerán un rosco. En este sentido, hacer deporte es bien distinto: matarse a correr cada mañana, lucir unos bíceps torneados o unos abdominales tan marcados como el caparazón de una tortuga marina otorga prestigio y aumenta las posibilidades de éxito con el otro sexo. Lo veo claramente en clase cuando mando trabajos de lectura y les digo a mis alumnos que como mínimo hay que elaborar uno, pero que cuantos más me entreguen mejor nota obtendrán a final de curso… ¿Me creerán si les digo que siempre, todos los años y en todas las clases, salta el bravucón de turno preguntándose en voz alta quién va a ser tan memo de leer más de lo estrictamente necesario? ¿Y si les digo que muchas veces es ese mismo bravucón quien suele entregarme más de un trabajo? Eso sí, a escondidas. No vaya a ser que nos pillen los compañeros…

            Tres cuartos de lo mismo sucede con sus mayores, ¿eh?, no se vayan a pensar. Hace unos días asistí a una representación de la adaptación teatral de La plaça del Diamant. No hablaré aquí de las bondades del texto, ni de la esforzada interpretación de Lolita, ni de la monumental llantina que me pegué, bien oculta tras los cristales de unas gafotas de pasta que reservo para estas ocasiones… Tan sólo diré, sin ánimo de ofender a nadie, que la edad media de los asistentes era bastante elevada: apenas había ningún menor de treinta años sentado entre el público. Y algún mastuerzo apostillará: “Es que el teatro es caro, debería ser gratuito”. ¡Más caros son los iPhones y hasta el último pelagatos de este país tiene uno! Mi móvil es una birria de 32 euros y bien que me las apaño con él para echar cuatro fotos y utilizar WhatsApp, que al fin y al cabo es lo que hace todo el mundo; así queda dinero para ir de conciertos, viajar o pagarse algún cursillo apetitoso.
            Por otro lado, hay que remarcar que las actividades culturales gratuitas abundan, al menos en nuestra isla. Sería bonito que este verano, además de las uñas pintadas de rojo coral, se llevara la lectura… Para combatir la ola de calor, nuestros mejores aliados habrían de ser un buen chapuzón, una novela apasionante y varias rajas de sandía fresquita.


lunes, 13 de abril de 2015

Al principio fue el Verbo


¿La fragua de Vulcano o el infierno de los ignorantes?
            “No empieces, ¿eh?”, se les suele decir a los niños cuando les entra el hambre, el sueñecito o la tontuna, y comienzan a quejarse por cualquier cosa. “No empieces, ¿eh?”, le soltábamos a aquel novio o novia pelín insistente que todos hemos tenido en algún momento de nuestra historia y que siempre nos daba la tabarra con las mismas recriminaciones. “No empieces, ¿eh?”, se advierten el uno al otro los miembros de un matrimonio cuando uno de los dos saca a relucir trapos sucios, antiguos y gastados.
            Existen principios que oiría una y otra vez sin llegar a cansarme nunca, como el del Quijote: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Otros que, en mi opinión, están sobrevalorados, como el de la Lolita de Nabokov, más bien ñoño para mi gusto: “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Mi pecado, mi alma. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta. Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita”. Y otros de los que nunca se hablará lo suficiente, como el de Historia de dos ciudades: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos derechos al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”. Juzguen ustedes mismos cuál les gusta más, o cuál añadirían a la lista…

            Hoy es día de libros y rosas. Hoy es día de hacer mucho el paripé, si me disculpan la grosería. Las hordas de supuestos lectores que durante estos días se pasearán por las calles comerciales de las ciudades y pueblos de nuestra islita, curioseando los tenderetes de las librerías, ni se corresponden con las patéticas cifras de lectores habituales que arrojan las encuestas ni con mi propia experiencia directa sobre el tema, que me dice que los ratones de biblioteca no abundan (los de alcantarilla sí, si me permiten el chiste fácil…). Según un artículo de El País publicado el 8 de enero de este mismo año, “el 35% de los españoles no lee nunca o casi nunca” y únicamente el 29’3% lo hace todos los días. Si este último dato puede parecer esperanzador, no hay más que seguir leyendo para que se te caiga el alma a los pies, ya que los integrantes de este último porcentaje afirman leer una media de 8’6 libros al año o, lo que es lo mismo, menos de un libro al mes. Si tenemos en cuenta que en Finlandia la media nacional es de 47 libros al año, es para echarse a llorar.
            ¿Qué razones aducen los españolitos de pro para justificar dicha penuria literaria? Pues, cómo no, que no tienen tiempo para leer. La misma excusa barata que llevan aduciendo desde acabaron o abandonaron la Secundaria; la misma que pretenden que me crea algunos de mis alumnos aun sabiendo como sé que no trabajan, o bien lo hacen esporádicamente, que siguen viviendo en casa de sus padres –donde seguramente ni siquiera quitan la mesa-, que no tienen hijos ni perrito que les ladre y, sobre todo, que se entregan a la actualización completa, continuada e inmediata de su “perfil” (seré muy antigua, pero cada vez que me nombran esta palabra visualizo horribles camafeos de marfil) en las redes sociales cada dos por tres. ¿Que no tienes tiempo para leer? Pues pon un poquito menos la tele, hombre, desengánchate del ordenador o deja el móvil tranquilo ya, que lo bueno del WhatsApp es precisamente que puedes contestar cuando te vaya bien a ti, no al que irrumpe en tu intimidad con una llamada.
            Y, claro, “de aquellos barros vienen estos lodos”... Analfabetismo funcional y mucha mucha desinformación, más que nada por la falta de criterio con que se acude a las fuentes. ¿Qué podemos hacer para resolver esto? Muy sencillo: compren y regalen libros, pero por encima de todo, ¡léanlos! Ahora y siempre, amén.

Y, ahora, la recomendación cultural de la semana: un experimento muy interesante que encontraréis en Drácula vampirizado por Philip Glass