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domingo, 31 de mayo de 2015

Verde carruaje


"Nymphéas", de Claude Monet
           Hace unas semanas y a propósito del análisis de Pélleas et Mélissande, Ramon Gener habló de la sinestesia en su magnífico programa “This is Opera”, que se emite actualmente los domingos por la noche en la 2 (o en http://www.rtve.es/alacarta/videos/this-is-opera/). Este programa no sólo es un dignísimo heredero de “Òpera en texans” –gràcies, Pau, per descobrir-me’l!-, sino que, al estar realizado con un presupuesto más generoso, permite que su entregado conductor eche a volar su alocada fantasía con mayor soltura aun, si cabe, que en el programa anterior, aunque siempre con propósitos divulgativos.
            En “This is Opera”, el inefable Ramon Gener –cuya edad, dicho sea de paso, es uno de los misterios mejor guardados de la Red, ¿eh, Jordi?- tan pronto explica los intríngulis de alguna ópera como canta, toca el piano o parlotea con músicos extranjeros en su propia lengua, sin traducción simultánea y con una fluidez que debería ser la envidia de los muchos papanatas iletrados que pululan por nuestro país… Y todo ello haciendo gala de una alegría descacharrante, envidiable, contagiosa y que roza lo empalagoso sin llegar a caer en él. Sin duda, es uno de los mejores comunicadores y trasmisores de cultura que he visto jamás, tanto a través de la televisión como en vivo, en las tres ocasiones que ha visitado nuestra isla por invitación del Orfeó Mahonès o del Teatre Principal. Los docentes tenemos mucho que aprender de él, así como algunos políticos, cuyos monótonos discursos –tan repetitivos y faltos de imaginación como un canon cancrizante- dormirían hasta a las ovejas.
 
            Para glosar Pélleas et Mélissande, la ópera descriptiva e impresionista de Débussy, no se le ocurrió otra cosa que instalar tres caballetes pictóricos en mitad de la llamada Sala de los Nenúfares de Monet, en el Musée de l’Orangerie de París. Una vez hecho esto, su innovador experimento consistía en confrontar a tres estudiantes de Bellas Artes de diferentes nacionalidades con un fragmento de la “Suite bergamasque: Clair du lune” del propio Débussy, soberbiamente interpretada al piano por él mismo, que los jóvenes artistas habían de ilustrar libremente como la música les inspirara. Curiosamente, los tres dibujaron cuadros en los que predominaban claramente el azul ultramar y el naranja rabioso, lo cual sólo se comprende en virtud de la sinestesia, que en palabras de Gener es la “capacidad de expresar con un sentido lo que se percibe con otro. Para que me entendáis, Duke Ellington, al escuchar cualquier nota musical, veía colores”. Parece ser que Débussy era sinestésico, al igual que otros muchos compositores como Scriabin, Messiaen o Rimsky-Korsakov, y que para los afectos de este fenómeno subjetivo la tonalidad de Reb Mayor en que está escrita dicha pieza se identifica visualmente con el añil. ¡Como la flor azul que para los primeros románticos alemanes (véase Heinrich von Ofterdingen, de Novalis) representaba “el anhelo, el amor y el afán metafísico por lo infinito”!

            En el campo literario, la sinestesia es una figura retórica que consiste en asociar “sensaciones auditivas, visuales, gustativas, olfativas y táctiles” como en el mítico poema de Baudelaire “Correspondances”, que reza literalmente: “La Naturaleza es un templo donde vivos pilares/ dejan escapar a veces confusas palabras; (…). Los perfumes, los colores y los sonidos se responden./ Hay perfumes frescos como la carne de los niños,/ dulces como los oboes, verdes como las praderas,/ y otros corrompidos, ricos y triunfantes (…)”. ¿Dulces como los oboes? ¡Pura sinestesia!
            Aunque yo no soy sinestésica, me resulta casi inevitable asociar algunos lugares con determinados colores y sonidos. Desde ese punto de vista, ciudades como Estambul o Roma son un auténtico festín para los sentidos, mientras que otras -como Berlín o Estocolmo- son infinitamente más sosas, dado que predominan los colores sintéticos, apagados, anémicos… La paleta cromática menorquina, sin embargo, se me antoja bastante rica. Para mí, nuestra islita siempre será una acertada mezcla de rojo almagre, amarillo ocre, azul mahón y verde carruaje, además del omnipresente blanco calcáreo. ¿Con qué música la asociamos, Ramon?

viernes, 9 de enero de 2015

#nosinmisecador


Una imagen de "La ratonera", A. Christie
            No. Ni me he vuelto loca durante las vacaciones navideñas –no más de lo que estaba, al menos- ni me he hecho de Twitter, con el blog tengo más que suficiente, gracias. El título es un pequeño guiño a mi amigo Kico, que sostiene que los artículos imprescindibles para salir de viaje son: documentación en orden, dinero, cámara de fotos, cubiertos de plástico, seguro sanitario, una brújula, mapas y planos, despertador, una gorra, repelente contra los mosquitos, pastillas potabilizadoras, un botiquín de primeros auxilios, una buena guía… (el resto de la lista en: http://kicosingps.blogspot.com.es/2014/12/cosas-preparar-antes-de-viajar-checklist.html). Ante semejante despliegue de sentido común y práctico, su mujer y yo solemos chincharlo diciendo que todo eso está muy bien, pero que nosotras sin secador –y el adaptador universal que ha de acompañarlo al extranjero, pues no todos los enchufes son iguales ni utilizan el mismo tipo de corriente- no vamos a ningún sitio. ¡Que ya somos #señorasconrulosenlacabeza, no unas punkies alocadas!
            Aunque nada de todo esto resulta necesario en este período, ya que a estas alturas del año la trampa se ha cerrado una vez más sobre todos nosotros por lo que, a menos que tengas una disponibilidad horaria y económica ilimitada, o te resulte inevitable por motivos médicos, es casi imposible abandonar de la isla a un precio razonable, sin ir rebotando de escala en escala y en un horario en el que valga la pena tomarse la molestia.

            La ratonera (1952), cuyo título original es The mousetrap, es una de las pocas obras de teatro que escribió mi admiradísima Agatha Christie que, sin embargo, era una prolífica autora de novelas, de las que llegó a publicar más de ochenta. Dicha obra teatral tiene la particularidad de que lleva representándose ininterrumpidamente desde su estreno: en el New Ambassadors Theatre hasta 1974 y en el St. Martin’s, situado justo al lado, en pleno Covent Garden londinense, a partir de aquel momento. Cuando estuve en Londres hace unos años, tuve la humorada de asistir a una sesión y, aunque mi nivel de inglés a duras apenas me permitía seguir el desarrollo de la trama, he de confesar que me entusiasmó. No sólo por la obra en sí, uno de los enrevesados rompecabezas propios de su autora, sino sobre todo por el encanto irresistiblemente british que envolvía la función, empezando por el teatro –que parecía una enorme bombonera forrada de terciopelo carmesí- y terminando por el acento estudiadamente oxfordiano de los actores.
             En La ratonera, ocho personajes de diversa extracción social y que aparentemente no se conocen quedan atrapados en una casa de huéspedes durante una tormenta de nieve. Todos están relacionados, de una u otra manera, con la víctima de un crimen cometido recientemente en Londres, por lo que el asesino podría ser cualquiera de ellos. Para colmo, las líneas telefónicas están cortadas y no hay ninguna otra vivienda en varios kilómetros a la redonda. Un segundo crimen perpetrado in situ viene a confirmar nuestra sospecha de que uno de los presentes tiene sed de venganza. Y según la canción infantil “Tres ratones ciegos”, utilizada por Agatha Christie como hilo conductor de la trama, alguien más debería morir todavía…

            Así es como me siento yo cuando llega el otoño y los únicos lugares a los que podría desplazarme para “cambiar de aires” son Barcelona y Palma de Mallorca, ya que ni Madrid ni Valencia, con un único vuelo diario pagado a precio de oro aun con descuento residente, me parecen alternativas viables.
            Mientras no resolvamos este problema, ningún profesional de renombre –que no sea isleño- querrá establecerse aquí, ningún interino permanecerá entre nosotros más allá de los años preceptivos, nuestros hijos no querrán volver cuando terminen de estudiar fuera y, sobre todo, seguiremos pensando que viajar es un capricho de ricachones ociosos en lugar de una verdadera necesidad. Conocer otras realidades es la mejor escuela de tolerancia que se me ocurre. Y no es que en Menorca se esté mal, ¡todo lo contrario!, si fuera así no habría batallado tanto para vivir aquí, pero detesto el “efecto ratonera” que fatalmente conllevan los meses invernales.
            ¿Entendéis ahora por qué me gusta tanto leer? Pues porque es la única manera de evadirse cómodamente y gratis que nos queda. #todossomoselcondedemontecristo

P.S. Aquí hallaréis un interesante artículo, cuya lectura os recomiendo, sobre el mismo tema: http://menorca.info/opinion/cartas-del-lector/2015/489926/som-reserva-aquesta-biosfera.html