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lunes, 20 de octubre de 2014

¿A qué huele mi isla?

            “¿A qué huelen las nubes?” rezaba un empalagoso anuncio televisivo de hace unos años. Ni siquiera recuerdo exactamente qué producto promovía pero, por la ñoñería del mensaje, debía de ser algo destinado al público femenino: compresas, tampones, salvaslips o qué sé yo. Podría buscarlo en Internet, pero hay cosas que es mejor no saberlas. Como decía Alejandro Lerroux, corramos un estúpido velo (¿o era “Alzad del velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres”? Eso sí que era un macho alfa y no los politicastros de tres al cuarto que tenemos ahora…).

Jean-Léon Gérôme... ¿"Léon"?
            Chascarrillos absurdos aparte, cada lugar se caracteriza por tener su propio olor. Las ciudades imperiales de Marruecos, que visité durante el cambio de siglo, huelen a especias, incienso de quemador, té a la hierbabuena, tintes naturales –y, por lo tanto, apestosos: ¿quién fue el alma cándida que dijo que todo lo natural olía bien?- y a humanidad que se acicala utilizando fragancias mucho más fuertes que a las que aquí estamos acostumbrados, como el aceite de argán.
            Roma, sin embargo, huele a polvo “arqueológico” -un olor muy diferente al del polvo seco, sordo y contaminado de Madrid, donde el paladar sabe a ceniza-, a hierba jugosa –la tierra italiana es tan fértil, aunque poco compacta, que cualquier solar abandonado se convierte de inmediato en un desordenado vergel y los parques urbanos apenas necesitan mantenimiento- y a asfalto recalentado, pues la mayoría de las aceras están construidas en dicho material, mientras que la calzada es de adoquines (que los italianos llaman burlonamente sampietrini).
            De las pocas ciudades del norte de Europa que he visitado apenas guardo un recuerdo olfativo: el de las bayas y frutos silvestres que se amontonaban en un mercadillo callejero de Oslo hace diez años. Seguramente por allí hace demasiado frío para que huelan a otra cosa que no sea a mojado…

            Menorca no huele a tigre precisamente, como se podría deducir a partir de la exótica ilustración que acompaña a estas líneas, un precioso óleo de Gérôme. La Menorca de mi infancia, que sólo visitaba en verano, olía a abarcas enmohecidas, a aftersun Nivea y a las virutas que se amontonaban en un rincón del patio del taller de ebanistería de mi abuelo, así como a cal desconchada y a humedad. De hecho, en un rincón del comedor de la casa en que vivimos actualmente, que pertenecía a las ancianas tías paternas de mi padre, incluso había una cisterna, cuya agua siempre asociaré al sabor crepitante de las dolces y a nuestra obsesión por acariciar a los gatos esquivos que pululaban por “sa sínia”. Hoy en día sigue habiendo gatos, aunque ya no nos rehúyen –entre otras razones, porque un par son nuestros y les damos de comer-, pero el pozo pasó a mejor vida y ha sido sustituido por un piano eléctrico.

            ¿Ubi sunt los olores de antaño, se preguntan los nostálgicos? Los indignados con las macrorrotondas y la explotación salvaje les contestarían que la Menorca de hoy en día apesta a asfalto y a cemento. En mi opinión, aún no es así (aunque quizá lleve camino de serlo…).
            La Menorca actual es para mí mucho más rica en olores que la de mi infancia, pues comprende todas las estaciones y cualquier actividad, no sólo las propiamente estivales. Sin duda, ahora me huele más a resina, musgo y salitre, dado lo mucho que nos gusta salir a pasear por ahí; así como a barbacoa y a bocadillos crujientes de Ca n’Andrés, consumidos en mitad el campo y en alegre compañía.
            Por otra parte, y dado que es lunes cuando termino de redactar estas líneas, se me ocurre fantasear con lo hermoso que sería que mis otoños sólo olieran a limo, y a hojarasca, a esclatasangs con ajo y sobrasada, a boniatos y castañas asadas… Pero la verdad es que también lo hacen a rotulador permanente, pegamento Pritt y CPU a punto de estallar, por citar las tres cosas más pestilentes con las que he de bregar diariamente en la escuela.
            Así es la vida… ¡por suerte! A veces nos amenaza con el rugido atronador de un tigre para que podamos apreciar mejor el cadencioso ronroneo de un manso gato doméstico.

domingo, 23 de marzo de 2014

La otra Roma

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Il giardino degli aranci
A chi, assieme a me,
condivise quegli anni.


Los cuatro italianos que todavía tienen el coraje y la paciencia de seguirme a través de mi blog o de los pocos artículos míos que aparecen en la versión digital de este periódico, preguntan que cuándo pienso dedicar un artículo a Roma, la ciudad en la que viví cinco de los años más hermosos y enriquecedores de mi vida. Quizá porque esta semana se estrena La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera del año, siento que al fin ha llegado el momento.

Que Roma es embriagadoramente hermosa lo sabe cualquiera que la haya visitado o la haya visto, aunque sólo sea en foto. Lo que no saben los que no han vivido allí es que Roma es aun más bonita “desde dentro”.
La primera vez que estuve en Roma fue como turista. Estaba a punto de terminar el primer ciclo de Filología Hispánica; de hecho, aquel viaje me sirvió de celebración de lo que por aquel entonces se llamaba “el paso del ecuador” -ignoro si aún se sigue llamando así en los ambientes universitarios-, y visitarla fue como alcanzar un sueño largamente acariciado. Mi acompañante y yo nos alojábamos en una pensión de mala muerte en Campo de' Fiori, un antiguo barrio popular en el que actualmente sólo viven bohemios adinerados de todas las nacionalidades ya que, a pesar de la insalubridad de sus oscuros callejones, se ha convertido en uno de los barrios más cotizados de la ciudad. En la plaza principal, que da nombre a todo el conjunto, la lúgubre estatua de Giordano Bruno, quemado vivo en aquel mismo lugar por orden del papado hace más de cuatrocientos años, contrasta con la belleza de los edificios que la circundan, pintados de ocre y terracota. ¡Poco podía imaginar entonces, mientras me dejaba embriagar por el perfume de las flores frescas del mercado matinal, que llegaría a vivir en Roma cinco largos y provechosos años!

La Roma real, la Roma íntima, es tan caprichosa, pintoresca y decadente como una mujer que ya ha alcanzado la cúspide de su belleza y se resiste a abandonarla, aunque sea a costa de remozarse en mil afeites. Cuando aún estás enamorado de ella, como me sucedió a mí durante los primeros años, te dejas maltratar sin queja. Pero cuando te hartas de sufrir empellones en esos medios de transporte atestados, pestilentes e impropios de una capital europea en los que te pasas la vida, llevas un par de intentos de robo a tus espaldas y tienes la dignidad minada por los míseros contratos por obra y servicio que encadenas un año tras otro, ya no estás dispuesto a soportarla. O eso parece. Pero Roma es ladina y sabe dosificar sus encantos. Como una de esas amantes histéricas que saben manipular a los hombres hasta convertirlos en peleles, Roma se aferrará a ti con uñas y dientes. Basta con dar un paseo a orillas del Tíber, presenciar un atardecer arrebatadoramente dorado sobre Castel Sant'Angelo y tomarse una “grattachecca” (granizado enriquecido con pedazos de fruta) en un puesto callejero para volver a caer bajo su influjo malsano.
            Si tuviera que elegir mis rincones favoritos de Roma no serían, desde luego, los que aparecen en las guías turísticas. Para mí el mejor panorama no es el que se contempla desde el Pincio (Villa Borghese) ni desde lo alto de las escalinatas de Piazza di Spagna, sino el que se divisa desde la Fontana dell’Acqua Paola, en el Gianicolo. Perder la mañana haciendo cola frente a los Musei Vaticani para ver la Capilla Sixtina en turnos de diez minutos por rebaño me parece una de las formas más estúpidas que existen de perder el tiempo en una ciudad que tiene tanto que ofrecer; más vale dirigirse directamente a Villa Farnesina, un coqueto palacete renacentista, y disfrutar de sus soberbios frescos sin prisas ni estrecheces. Es tan hermoso que, atravesando sus salas por primera vez, tuve la impresión de encontrarme dentro de un enorme joyero…
Pero, sobre todo, me gustan los lugares donde late la auténtica vida romana, barrios “rojos” como San Lorenzo o la Garbatella, situado a espaldas de la Stazione Ostiense, en el que la mayoría de edificios, aun siendo de protección oficial, no tienen más de tres alturas, gozan de numerosos espacios verdes comunitarios y están pintados de un rojo desleído que encandila hasta al más escéptico. Visitar Roma es, sin duda alguna, una experiencia estética sobrecogedora e inolvidable, pero lo mejor de ella es que “la grande belleza” que la define no se limita al casco antiguo, como sucede en la mayoría de las ciudades turísticas al uso, cuyas zonas residenciales son perfectamente intercambiables entre sí, sino que llega hasta el extrarradio y lo inunda todo de hermosura. (https://www.youtube.com/watch?v=rjWsW5QBYlc&feature=kp)

martes, 16 de julio de 2013

¡Ay, el inglés...!

Article publicat a l'ÚLTIMA HORA d'avui:

No tengo ni la menor intención de polemizar sobre el tan cacareado TIL, o decret de Tractament Integrat de Llengües, hace demasiado calor para eso. Sólo os diré que, aunque entiendo que a nivel organizativo y en las precarias condiciones actuales nos arriesgamos a que su aplicación inmediata siembre el caos en las aulas, considerándolo en abstracto, el decreto TIL no me parece mal.
No entraré a juzgar aquí quién -los que me conocen saben que yo, de pepera, nada de nada- y por qué lo ha implantado; dicen las malas lenguas que más para fastidiar a los catalanistas que para promover el inglés. Como toda batalla estéril y puramente ideológica, no me interesa. Pero la idea de repartir equitativamente y de forma alternada la mayor parte de las asignaturas de que consta el currículo de Primaria y Secundaria -con la sola excepción de las escuelas de adultos que, una vez más, se han quedado fuera- entre el castellano, el catalán y el inglés me parece no sólo buena, sino también justa y necesaria.

Los españoles hablamos un inglés lamentable, todo hay que decirlo. La gente se mofa de que a estas alturas de nuestra democracia todavía no hayamos tenido ningún presidente del Gobierno capaz de prescindir del intérprete, pero es que la ignorancia de nuestra clase política no hace más que reflejar la ignorancia de la población en general. Somos perezosos a la hora de aprender cualquier lengua, hay que admitirlo, aunque sea la propia de la comunidad autónoma en la que vivimos o en la que nos criamos. El criterio parece ser “cuantas menos lenguas sepa, mejor, y sólo aprenderé alguna más si es estrictamente necesario”.
Siempre recordaré el orgullo que sentí al “desembarcar” en Roma hace unos años gracias a una beca y encontrarme con que la mayoría de Erasmus españoles ya eran capaces de chapurrear el italiano, a pesar de llevar únicamente un mes en la ciudad. En ese mismo lapso de tiempo, los pobres alemanes -segundo colectivo de Erasmus en Roma más numeroso aquel año, seguido de cerca por los portugueses- sudaban la gota gorda hasta para construir la frase más sencilla. Por supuesto, ninguno de nuestros ilustres paisanos se había preparado previamente, ¡a quién se le ocurre!, pero supieron aprovechar el cursillo intensivo que les brindaba una asociación de acogida para aprender los rudimentos del idioma. A los pocos meses, mi orgullo patrio se había trocado en vergüenza ajena: casi ningún español había ido más allá de dicho nivel inicial. La mayoría seguían hablando siempre en presente, evitando las frases compuestas y utilizando un vocabulario más bien básico aunque, eso sí, adornado con muchos gestos, risitas y codazos. Como los italianos no son muy exigentes y los españoles les caemos bien a priori, la convivencia con ellos no sólo era pacífica, sino de lo más estrecha. Pero, a pesar de ello, hay que reconocer que los alemanes nos ganaron por goleada. Aun con un acento horroroso y un físico de rubiales que no favorecía su integración con los “aborígenes”, todos ellos eran capaces de hablar en pasado, utilizar el condicional como es debido e incluso dar lecciones de subjuntivo a los propios italianos, que lo tienen olvidado. La mayoría incluso solía llevar algún cuaderno o dispositivo móvil para apuntar vocabulario. ¿Cuándo se ha visto a “uno de los nuestros” hacer algo parecido? El resultado es que, más de diez años después, los españoles con los que sigo en contacto ya no son capaces de hablar en italiano con mi marido -yo me llevé un souvenir autóctono, sí, ¿qué pasa?- más allá de la simple gracieta, mientras que el único alemán al que todavía veo de vez en cuando habla y escribe en un italiano modélico (aunque con acento de “empujen-estrujen”, eso sí es verdad).

Con el inglés sucede algo parecido. Dicho sea sin ánimo de ofender a nadie, repito, somos unos chapuceros. En cuanto conseguimos hacernos entender en una lengua, consideramos que ha llegado el momento de aparcarla. ¿Para qué más? La palabra perfeccionismo no se inventó para describirnos a nosotros. Obviamente, estoy exagerando. Ya sé que existen excepciones y todos conocemos a alguien que vive obsesionado con sacarse el título de los niveles más altos de la EOI, pero en general es así.
Y eso lo demuestra el hecho de que aún haya tantos maestros y profesores, y con esto sé que me voy a ganar el odio eterno de mis compañeros de profesión, quejándose amargamente de que la Conselleria d'Educació nos obligue a sacarnos el B2 de inglés antes del 2020. Siempre es desagradable que te obliguen a hacer algo, y da mucha rabia que sea por algo en lo que encima no estás de acuerdo -como la implantación del decreto TIL-, pero si los propios docentes no damos un ejemplo de superación personal e interés por el estudio... ¿quién lo hará?
¡Ánimo, compañeros! Aunque actualmente casi ningún centro educativo tenga suficiente personal cualificado para impartir tantas asignaturas en inglés, aunque el nivel del alumnado no le permita seguir con facilidad las asignaturas impartidas en dicha lengua y aunque las motivaciones que han impulsado la implantación del decreto TIL sean más que discutibles, pienso que el resultado final valdrá la pena... ¡más adelante!
Algún día será estupendo poder viajar sin apuros, ver películas en versión original sin hacer caso de los molestos subtítulos o leer las novelas de Jane Austen tal como su autora las concibió. Gracias a nuestro esfuerzo, que sin duda debería ir acompañado de un cambio de mentalidad con respecto los idiomas y a la cultura en general (¡padres, echadnos una mano, por favor!), sin duda será posible... Algún día lo será.
No me lapidéis demasiado y hasta dentro de dos martes.

martes, 2 de abril de 2013

La curiosidad mató al gato

Un cop més, encapçalo una nova entrada del meu bloc amb una dita del riquíssim -i molt divertit!- refranero español. I és que la curiositat em martiritza. Com és que certs dies de la setmana hi ha un seguit d'americans que es connecten al meu bloc... tots alhora? I per què d'altres dies els meus lectors són sobretot alemanys? Jo ho he de saber! Qui sou? Què voleu? Us agrada el meu bloc? Contesteu-me, si us plau!
Si sou estudiants de català i utilitzeu el meu bloc per aprendre, només volia avisar-vos que no sóc llicenciada en Filologia Catalana, ni em mereixo el títol de Català D que em varen donar (o regalar?) i ni tan sols no he sigut educada en llengua catalana. O millor dit, no sempre. Només durant els vuit anys -dels meus nou als disset, uns anys importantíssims per a la meva formació, això sí- que vaig viure a Barcelona amb la meva família d'origen. Abans i després vivíem a Madrid.

Fet i fet, després de gairebé vuit cursos a Menorca, Madrid segueix sent el lloc on he viscut més temps, molts més del cinc que vaig passar a Roma, que amb tota seguretat varen ser els més decisius de la meva vida. Un altre dia us en parlaré, si us interessa... Hi ha molts racons de la Roma no turística que voldria compartir amb vosaltres.
Però no vull acabar sense fer públic el meu darrer atemptat contra la música, precisament un duet de sarsuela, que són tan castisses elles. Aquí en teniu l'enllaç: "El dúo de la africana", Ana Gomila i Toni Seguí. Esper que us agradi, i perdoneu...