martes, 2 de julio de 2013

Crónica del halconero (y III)

“-Me encantaría ir al lago del halconero.
“-Si tienes pensado quedarte unos días -apostillé con aire petulante-, ésa es sin duda una de las mejores excursiones que se pueden hacer desde el pueblo.
“-No lo has entendido, Amalia -al oír mi nombre pronunciado por él, con su voz quebradiza e inolvidable, un escalofrío me recorrió el espinazo-. Me encantaría ir ahora.
“-¿Ahora?, ¿de madrugada? -repuse con estupor- La carretera es muy mala y apenas hay indicaciones. Además, tendrías que dejar el coche en el aparcamiento y para llegar hasta el lago todavía te quedaría un buen trecho a pie por un caminejo de cabras.
“-Esta noche hay luna llena.
“-Imposible -afirmé, dando el asunto por zanjado.
“-¿Y si tú me acompañaras?
“Por primera vez, me pareció descubrir un matiz levemente amenazador en su tono de voz. Sus ojos, grisáceos con motas amarillentas, estaban pendientes de mí. Su cansancio era tan patente como su determinación de llegar hasta el lago.
“-Entonces sí, claro -confesé con voz entrecortada.
“-¡Estupendo! Acompáñame entonces, Amalia. Por favor.
“Eduardo se puso tras de mí para apartarme la silla haciendo gala de la misma educada caballerosidad que había exhibido hasta entonces, pero en aquella ocasión no me sentí halagada en absoluto. Me parecía estar despidiéndome de algo. Antes de levantarme, hice un último y trémulo intento:
“-El lago del halconero es bonito, sí, los de aquí lo apreciamos mucho porque tampoco tenemos otra cosa que admirar, pero a ti, que habrás visto mundo, no creo que te guste demasiado. Es pequeño, redondo y profundo como un pozo.
“-¿Profundo como un pozo? Justo lo que andaba buscando... ¡Vamos! -repitió, empuñando el asa de su sempiterno maletín. Parecía bastante pesado.
“De camino al lago, más por ocultar mi inquietud que por sentirme realmente inclinada a hacerlo, le conté la historia del halconero, recogida en una preciosa crónica medieval que se conserva bajo llave en el Ayuntamiento. Una vez encerrada en aquel coche inabarcable, con los asientos forrados de piel clara, salpicado de accesorios cromados de utilidad ignota y que se abría paso tan sigilosamente como un escualo, sentí vértigo. Toda mi vida había estado siempre bajo control; incluso la temprana muerte de mi madre era previsible, dado su escaso interés por vivir. Pero en aquellos momentos dicho control parecía escurrírseme entre los dedos.
“Eduardo conducía como si estuviera habituado a hacerlo a menudo y seguía mis indicaciones con precisión, aunque sin dejar de prestar atención a mi relato, en el que aparecían un barón famoso por su fantasía y presteza a la hora de ejecutar a sus vasallos, un castillo envuelto en sombras y el descubrimiento improviso del robo de su halcón favorito. Según cuenta la leyenda, el halconero encargado de custodiarlo prefirió llenarse los bolsillos de piedras y ahogarse en el lago a la muerte lenta, segura y cruel que le habría reservado el barón.
“Al terminar mi relato, Eduardo parecía conmovido. Entretanto, habíamos llegado al aparcamiento del lago. Alcanzar la orilla no fue tan difícil como esperaba, pues la luna brillaba con fuerza en mitad del cielo sereno. El silencio nos envolvía como una caricia. Las manos de Eduardo, que me tendía solícito en los trechos más abruptos de la cañada, eran insospechadamente firmes. El aire olía a brezo y musgo blanco. Ya no tenía miedo.
“-¡Es perfecto! -exclamó él, escrutando con avidez la plateada superficie del lago- Qué hermoso es todo, Amalia... Me alegro de que sea aquí.
“A continuación hizo algo que me sorprendió, pero que no desentonaba con la historia que acababa de contarle: se echó hacia atrás como para tomar impulso y arrojó su pesada carga, de la que aún no se había separado. El maletín describió una perfecta parábola antes de hundirse en el centro exacto del lago.”
-¿Y luego? -la interrumpí ansiosamente. El relato de mi antigua amiga de la Universidad me tenía sobre ascuas. Quién sabe cuánto tiempo llevaríamos hablando por teléfono...- ¿Qué pasó después?
-Que volvimos a casa -replicó Amalia con sencillez.
-¿Quieres decir que aún estás con él?
-Sí. No se ha movido de mi lado desde entonces. Aquella misma noche, al volver al pueblo, encerramos el coche en el establo, oculto por una espesa lona. A la mañana siguiente, Eduardo compró ropa nueva y empezó a ayudarme en el bar. Como no llevaba mucho tiempo por aquí y siempre he sido reservada con mi vida privada, a nadie le extrañó demasiado. Ni siquiera parecen notar la diferencia de edad. Todos le han tomado por un antiguo novio de Madrid con el que me he reconciliado, o algo parecido.
-Pero, ¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿A qué se dedicaba? Y, ¿qué contenía el maletín?
-Ni lo sé -suspiró Amalia-, ni me importa. Sólo sé que me hace feliz y que él también parece feliz a mi lado. Somos almas en precario, pero hoy en día... -añadió haciendo una reflexiva pausa- ¿quién no lo es? Todo pasa y nada queda. En el fondo -casi podía verla encogiéndose de hombros-, ¡qué más da!
FIN

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