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lunes, 7 de octubre de 2013

Wilkie Collins con hielo

Para Alma, que tanto se extrañaba de verme en el periódico.

            Cuando emprendí esta sección en el Última Hora Menorca, hace ya algunos meses, me proponía –además de homenajear a mi admiradísimo Francisco Ayala, autor de El jardín de las delicias original e inalcanzable- recuperar el viejo espíritu bastardo de las misceláneas barrocas, que solían imprimirse en hojas volanderas y trataban de los argumentos más peregrinos. Por ahora he hablado mucho del TIL, bastante de arte en general y de literatura en particular, algo de nuestra querida Menorca e incluso me he adentrado, en un arranque de pura inconsciencia, en las procelosas aguas del folletín decimonónico con mi “Crónica del halconero” (he aquí la primera entrega: http://anagomila.blogspot.com.es/2013/06/cronica-del-halconero-i.html).
            Hoy tengo ganas de ver el vaso medio lleno. Aunque cueste encontrar algo positivo en la crisis que nos atenaza, estoy convencida de que siempre se puede encontrar algún destello de claridad en mitad de la más absoluta negrura. Y ese destello de claridad podría resumirse en la pregunta: “¿Por qué sí?”. La crisis nos ha traído un cambio de mentalidad que no sólo no me parece negativo, sino del todo necesario para nuestra supervivencia. En tiempos de vacas gordas, solíamos preguntarnos “¿Y por qué no?” antes de darnos cualquier capricho absurdo. Ahora nos lo pensamos dos veces antes de refocilarnos en el consumismo inútil. Si os fijáis, incluso las marcas blancas de los supermercados más populares han sacado una especie de inframarca que algunos llaman “básica”, otros “esencial”, y todos sabemos que no es más que la versión depauperada y cutre de lo que antes echábamos al carrito indiscriminadamente.
            Hemos recuperado el placer de estar en casa, con la familia o entre amigos, de disfrutar de las cosas sencillas: un paseo por la playa o por el campo, organizar una barbacoa improvisada, tumbarse a la bartola, asistir a un concierto público… Tenerlo todo es un espejismo que sólo está al alcance de unos pocos ricachones (¿o de ninguno?). Cada uno debería analizar de corazón cuáles son sus verdaderas prioridades. En mi caso, lo tengo muy claro: prefiero viajar a cambiar de coche, prefiero devorar una buena novela a ver la tele o navegar por Internet, prefiero mantener mi privacidad a vivir siempre conectada.
También prefiero trabajar a vivir del cuento en sentido literal; aunque no en sentido figurado, ya que soy profesora de literatura y, en cierta manera, me gano la vida contando historias. Y es que a todo el mundo le gustan los cuentos, aunque no sirvan para nada. No en vano “hablar” viene de “fabulare”… En tiempos de TIL y de tal, arrimarse a la buena literatura es como arribar a buen puerto.
            La crisis ha favorecido el retorno de la literatura de evasión. ¿Qué son, sino literatura de evasión de la peor calaña, las novelas esotéricas (El código Da Vinci), policíacas (la trilogía Millenium), de vampiros (Crespúsculo) o eróticas (Cincuenta sombras de Grey) que tanto éxito han recaudado últimamente? Casi todas las que acabo de nombrar son de ínfima calidad, pero tienen al menos un equivalente digno (como El nombre de la rosa, Las aventuras de Sherlock Holmes, Drácula o Fanny Hill) al alcance de carné de usuario de las bibliotecas públicas. ¿Qué es Downton Abbey, sino una revisitación posmoderna de Retorno a Brideshead? Incluso la épica polvorienta y herrumbrosa de los antiguos juglares ha revivido en series televisivas pseudohistóricas como Águila roja, Isabel o Juego de tronos.
            Por último, un consejo: si queréis evadiros de la crisis, leed mucha literatura entretenida y, a ser posible, bien redactada. A mí personalmente nada –salvo las ocurrencias de mis hijos- consigue emocionarme tanto como las últimas páginas de Dublineses (“He watched sleeply the flakes, silver and dark, falling obliquely against the lamplight. The time had come for him to set out on his journey westward”), los poemas más vitalistas de Alberti (“¿A quién nombraré duquesa/ de la naranja caída?”) o algún relato de Mercè Rodoreda (“En veu baixa”). Acompañad cualquiera de ellos de un vaso –medio lleno, por supuesto- de vuestra consumición preferida y… ¡buena lectura!