Cuenta
Italo Calvino en la segunda de sus Lezioni
americane
(transcripción de un ciclo de conferencias que dicho escritor
italiano sostuvo en la universidad de Harvard durante el curso
1985-86) que Carlomagno, siendo ya anciano, se enamoró
apasionadamente de una joven doncella alemana y empezó a descuidar
sus deberes como emperador del Sacro Imperio Romano. Cuando la
muchacha falleció de modo inesperado, los cortesanos lanzaron un
suspiro de alivio, pensando que Carlomagno, tras un breve período de
luto, volvería a empuñar el cetro. Pero el emperador hizo
transportar a su habitación el cadáver embalsamado de la doncella y
pasaba largas horas velándolo entre lágrimas.
El
arzobispo Turpín, lugarteniente de Carlomagno, sospechó que la
macabra pasión de su emperador era debida a algún hechizo
extraordinario y examinó el cadáver de la muchacha alemana con
detenimiento. Bajo su lengua muerta, encontró una misteriosa
sortija. El arzobispo se la puso para satisfacer su curiosidad y,
desde aquel mismo instante, la actitud de Carlomagno cambió por
completo: mandó enterrar a la muchacha con un mohín de repugnancia
y empezó a dedicarle sus ternezas al obispo. Entonces este, para
huir de situación tan embarazosa, lanzó el anillo a las profundas
aguas del lago de Constanza. Como resultado de dicha acción,
Carlomagno se enamoró perdidamente del lago y jamás quiso volver a
separarse de él.
¿Qué
se proponía Calvino abriendo su conferencia con semejante historia?
¿Qué conclusiones se pueden extraer de ella? En mi modesta opinión,
ninguna. Tan sólo demostrar el poder de la palabra; poner de
manifiesto cómo la serena belleza de un relato, a pesar de
transcurrir en una época pseudomítica y un lugar remoto para los
“harvardianos”, es capaz no sólo de captar la atención de sus
oyentes, sino también de suscitar emociones. Me imagino a los
jóvenes estudiantes de entonces escuchando embelesados lo que no es
más que un cuento evocador. ¿O es más que eso? Quién sabe.
En
casi todos mis grupos de alumnos, sobre todo a principios de curso,
surge alguno, erigido en improvisado portavoz de sus compañeros, que
me pregunta para qué sirve la literatura y por qué razón deberían
dedicar sus esfuerzos a estudiarla “si todo el mundo sabe que no
sirve para nada”. Curiosamente, nadie ha cuestionado jamás en mis
clases la utilidad de profundizar en el estudio de la lengua
castellana, a pesar del poco interés inicial del que hacen gala mis
queridos alumnos en mejorar su ortografía -¡cuánto mal han hecho
los correctores supuestamente intuitivos...!-, ampliar su
vocabulario, ya que “Hablar demasiado bien es de friquis y yo no
quiero que la gente me margine”, o pulir su dicción (bastante
relajada en la mayoría de los casos).
Nada
sirve para todo y todo sirve para nada. Es inútil hacer la cama si
esta noche volverás a deshacerla, pero también es inútil vivir si
al final has de morirte. Es una cuestión de actitud, de querer pasar
por la vida como un mueble que otros cambian de sitio cuando les
place o les conviene, o decidir disfrutarla plenamente.
La
literatura sirve, en primer lugar, para aprender mucho más y más
aprisa que viendo la televisión o navegando sin rumbo por Internet.
En segundo lugar, pero no menos importante, para divertirse.
Obviamente, para eso no vale cualquier libro leído en cualquier momento.
Todo tiene su momento y su lugar. Al igual que a ningún cinéfilo
obsesivo le gustan todas las películas que se han rodado desde los
inicios del séptimo arte, incluso al ratón de biblioteca más enfermizo no
le gustan todos los libros que se han escrito desde los albores de la
civilización. Yo, que estoy muy cerca de serlo, jamás he logrado
acabar el dichoso Ulises
de James Joyce -a pesar de que me toca hacer referencia a él todos
los años- ni pasar del soporífero primer tomo de En
busca del tiempo perdido.
Y no pasa nada. No puedes asegurar que no te guste leer porque ningún
maestro o profesor de secundaria haya acertado todavía con tus
gustos. Todo llegará. O, mejor dicho, llegará sólo si te empleas a
fondo en conseguirlo.
Leer
desarrolla la sensibilidad y hace que comprendamos mejor la Historia
y cualquier otra forma de Arte como la música, la pintura o la
arquitectura. No hace falta llegar a emborracharse de belleza como
Stendhal en Florencia para disfrutar de un buen libro, para sentir
algo parecido al vértigo. Además, ¡te permite viajar a otros
lugares, e incluso en el tiempo, completamente gratis! ¿Quién no ha
vuelto a la tenebrosa Edad Media con “El monte de las ánimas”,
de Gustavo Adolfo Bécquer, se ha sentido intrigado por la bellísima
viuda negra de “El clavo”, de Pedro Antonio de Alarcón, o se
emocionado con la tosca compasión de Pachizurra en “Las coles del
cementerio”, de Pío Baroja?
Leed
que os gustará. Con crisis o sin ella, leer sigue siendo fácil,
accesible y barato (y no de todas las formas de ocio se puede decir
lo mismo...). ¡Que vivan las bibliotecas!