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domingo, 25 de agosto de 2013

El poder de la belleza

Cuenta Italo Calvino en la segunda de sus Lezioni americane (transcripción de un ciclo de conferencias que dicho escritor italiano sostuvo en la universidad de Harvard durante el curso 1985-86) que Carlomagno, siendo ya anciano, se enamoró apasionadamente de una joven doncella alemana y empezó a descuidar sus deberes como emperador del Sacro Imperio Romano. Cuando la muchacha falleció de modo inesperado, los cortesanos lanzaron un suspiro de alivio, pensando que Carlomagno, tras un breve período de luto, volvería a empuñar el cetro. Pero el emperador hizo transportar a su habitación el cadáver embalsamado de la doncella y pasaba largas horas velándolo entre lágrimas.
El arzobispo Turpín, lugarteniente de Carlomagno, sospechó que la macabra pasión de su emperador era debida a algún hechizo extraordinario y examinó el cadáver de la muchacha alemana con detenimiento. Bajo su lengua muerta, encontró una misteriosa sortija. El arzobispo se la puso para satisfacer su curiosidad y, desde aquel mismo instante, la actitud de Carlomagno cambió por completo: mandó enterrar a la muchacha con un mohín de repugnancia y empezó a dedicarle sus ternezas al obispo. Entonces este, para huir de situación tan embarazosa, lanzó el anillo a las profundas aguas del lago de Constanza. Como resultado de dicha acción, Carlomagno se enamoró perdidamente del lago y jamás quiso volver a separarse de él.
¿Qué se proponía Calvino abriendo su conferencia con semejante historia? ¿Qué conclusiones se pueden extraer de ella? En mi modesta opinión, ninguna. Tan sólo demostrar el poder de la palabra; poner de manifiesto cómo la serena belleza de un relato, a pesar de transcurrir en una época pseudomítica y un lugar remoto para los “harvardianos”, es capaz no sólo de captar la atención de sus oyentes, sino también de suscitar emociones. Me imagino a los jóvenes estudiantes de entonces escuchando embelesados lo que no es más que un cuento evocador. ¿O es más que eso? Quién sabe.

En casi todos mis grupos de alumnos, sobre todo a principios de curso, surge alguno, erigido en improvisado portavoz de sus compañeros, que me pregunta para qué sirve la literatura y por qué razón deberían dedicar sus esfuerzos a estudiarla “si todo el mundo sabe que no sirve para nada”. Curiosamente, nadie ha cuestionado jamás en mis clases la utilidad de profundizar en el estudio de la lengua castellana, a pesar del poco interés inicial del que hacen gala mis queridos alumnos en mejorar su ortografía -¡cuánto mal han hecho los correctores supuestamente intuitivos...!-, ampliar su vocabulario, ya que “Hablar demasiado bien es de friquis y yo no quiero que la gente me margine”, o pulir su dicción (bastante relajada en la mayoría de los casos).
Nada sirve para todo y todo sirve para nada. Es inútil hacer la cama si esta noche volverás a deshacerla, pero también es inútil vivir si al final has de morirte. Es una cuestión de actitud, de querer pasar por la vida como un mueble que otros cambian de sitio cuando les place o les conviene, o decidir disfrutarla plenamente.

La literatura sirve, en primer lugar, para aprender mucho más y más aprisa que viendo la televisión o navegando sin rumbo por Internet. En segundo lugar, pero no menos importante, para divertirse. Obviamente, para eso no vale cualquier libro leído en cualquier momento. Todo tiene su momento y su lugar. Al igual que a ningún cinéfilo obsesivo le gustan todas las películas que se han rodado desde los inicios del séptimo arte, incluso al ratón de biblioteca más enfermizo no le gustan todos los libros que se han escrito desde los albores de la civilización. Yo, que estoy muy cerca de serlo, jamás he logrado acabar el dichoso Ulises de James Joyce -a pesar de que me toca hacer referencia a él todos los años- ni pasar del soporífero primer tomo de En busca del tiempo perdido. Y no pasa nada. No puedes asegurar que no te guste leer porque ningún maestro o profesor de secundaria haya acertado todavía con tus gustos. Todo llegará. O, mejor dicho, llegará sólo si te empleas a fondo en conseguirlo.
Leer desarrolla la sensibilidad y hace que comprendamos mejor la Historia y cualquier otra forma de Arte como la música, la pintura o la arquitectura. No hace falta llegar a emborracharse de belleza como Stendhal en Florencia para disfrutar de un buen libro, para sentir algo parecido al vértigo. Además, ¡te permite viajar a otros lugares, e incluso en el tiempo, completamente gratis! ¿Quién no ha vuelto a la tenebrosa Edad Media con “El monte de las ánimas”, de Gustavo Adolfo Bécquer, se ha sentido intrigado por la bellísima viuda negra de “El clavo”, de Pedro Antonio de Alarcón, o se emocionado con la tosca compasión de Pachizurra en “Las coles del cementerio”, de Pío Baroja?
Leed que os gustará. Con crisis o sin ella, leer sigue siendo fácil, accesible y barato (y no de todas las formas de ocio se puede decir lo mismo...). ¡Que vivan las bibliotecas!