Qué solas, algunas... |
No sé si recordaréis
que, cuando Carme Chacón y Soraya Sáenz de Santamaría –que en materia de aborto
guarda un inexplicable silencio- renunciaron a parte de su permiso por
maternidad para volcarse en sus rampantes carreras políticas fueron muy
criticadas; sobre todo por parte de las mujeres que, en mi opinión, son las que
más tendrían que haberlas apoyado. Al igual que a nadie se le ocurre criticar a
un recién estrenado padre por pasarse ocho horas al día en su puesto de
trabajo, ajeno al terrible trajín que conlleva un bebé de pocos meses, tampoco
deberíamos ensañarnos con las mujeres que se resisten a ser únicamente gallinas
cluecas. Como bien puntualizó por aquel entonces la actual vicepresidenta del
Gobierno, disfrutar de un permiso por maternidad es un derecho, no una
obligación.
No hace falta
ser gay para estar a favor del
matrimonio homosexual ni de que las parejas del mismo sexo puedan adoptar un
niño. Pues igual sucede con el aborto, que no es ninguna obligación para el que
no “comulgue” –nunca mejor dicho- con ello, sino un derecho para quien no encuentre
otra solución y tenga redaños para hacerlo. Dudo mucho que yo personalmente fuera
capaz: tendría demasiado miedo de arrepentirme a posteriori. Creo que sólo sería capaz de hacerlo en caso de
violación o de grave malformación fetal o de que mi primer embarazo me hubiera sorprendido
siendo demasiado joven… ¡y ni siquiera estoy segura de ello! Pero ése es mi
credo personal, que no tiene por qué ser universal ni obligatoriamente compartido.
Sin embargo, estoy a favor de que cada una pueda abortar libremente y siguiendo
la voz de su propia conciencia, sin mayor intervención por parte del Estado que
la de garantizarle los cuidados necesarios antes, durante y después del aborto
en sí.
Abortar no es
plato de buen gusto para nadie. Como bien decía Elvira Lindo en una columna
reciente, nadie alardea de haberlo hecho. Y, sin embargo, el aborto voluntario
–por no hablar del indeseado- es mucho más frecuente de lo que pensamos. Yo
misma sería capaz de citar cuatro casos que la discreción me impide nombrar con
mayor detalle. Conozco y respeto a las cuatro implicadas; ninguna de ellas me
parece especialmente egoísta, y todas han sido madres amorosas y responsables
con anterioridad o bien posteriormente. Y para ninguna de las ellas fue una
decisión tomada a la ligera.
Por otra parte,
ninguna ley sobre el aborto será del todo justa ni estará completa hasta que
incluya un paquete de medidas para obligar al padre a ejercer de tal. Obligar a
un hombre a reconocer y responsabilizarse de su propio hijo cuesta tiempo,
dinero y fortaleza de ánimo, cosa que no está al alcance de cualquiera. Obligar
a una mujer a ser madre, no cuesta nada: basta con forzarla a seguir adelante
con un embarazo que no ha buscado ni desea. Se nota que la nueva/vieja ley del aborto es una ley pensada y aplicada
por hombres, desde el ministro de Justicia español hasta los médicos –y no
médicas, que todavía son un bien escaso- que tendrán que dar su beneplácito
para que una mujer pueda abortar, aun en unos supuestos que no pueden ser más
restrictivos.
José Luis
Gallardón ha dicho en conferencia de prensa que él no permitiría que su mujer
abortase si estuviera embarazada de un bebé con graves malformaciones. En su
caso, no me extraña. Pero, como no es difícil imaginar, muy pocas de las
mujeres que abortan tienen detrás a una tan familia rica y poderosa como la de
Gallardón. Es más, la mayoría no tienen a nadie que pueda ayudarlas a cuidar de
un hipotético niño con malformaciones: ni una santa esposa que haya antepuesto
la maternidad a su propia carrera, ni suficiente dinero para contratar los
servicios de una interna, ni tan siquiera unos abuelos jóvenes, complacientes y
cercanos. Me temo que eso no está en su perfil. Como no está en el perfil de la
mayoría de las madres de este país. Con la nueva ley, abortar -como estudiar un
grado universitario-, se ha convertido en algo que sólo está al alcance de unos
pocos, de los que tengan suficiente dinero para pagarse un billete al
extranjero y la estancia en una clínica privada.
Cuando se aprobó
la ley sobre el matrimonio homosexual, yo todavía vivía en Italia. Para
escándalo de algunos de mis alumnos de entonces, manifesté sentirme muy
orgullosa de mi país por haber aprobado dicha ley, así como de la de reproducción
asistida, que tanto nos envidian (no en vano los vuelos Roma-Barcelona de la
Ryanair estén llenos de parejas italianas en edad fértil). Últimamente, sin
embargo, sólo siento vergüenza.
(Si te ha gustado este artículo -recientemente publicado en el periódico MENORCA en mi sección quincenal "El jardín de las delicias"- y estás de acuerdo con él, difúndelo como puedas, por favor: cuantos más seamos, más posibilidades tendremos de cambiar el mundo.)
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