Traducción

Mostrando entradas con la etiqueta eoi. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta eoi. Mostrar todas las entradas

sábado, 3 de mayo de 2014

Un buen maestro

            He de reconocer que, al menos hasta ahora, he sido bastante afortunada con los docentes que me han tocado en suerte, tanto en las dos escuelas públicas a las asistí de pequeña, como en mi instituto, el IB Montserrat de Barcelona, como en la Universidad Complutense de Madrid, donde estudié Filología Hispánica e incluso estuve a punto de doctorarme en Filología Italiana. Por no nombrar ninguno de los numerosos cursos de música, idiomas o sobre los temas más peregrinos a lo que he asistido a lo largo de mi vida…
Recuerdo perfectamente a mis primeros maestros: la señorita Lina, don Juan Peña –que solía apostrofarnos con insultos de su propia invención cuando nos portábamos mal-, el elegante don Jacinto o Mariángeles Ojosnegros (que, paradójicamente y a pesar de su apellido, tenía los ojos más azules que he visto). De hecho, mi marido se burla de mí a menudo porque no tengo los recuerdos organizados por años naturales, como la gente normal, sino por cursos académicos, lo cual ocasiona mil y una discusiones bizantinas entre nosotros porque cuando yo digo “el año pasado” no suelo referirme casi nunca al 2013, sino al curso 2012-13; de la misma manera en que aún soy capaz de distinguir a mis antiguos alumnos por promociones… ¡Hay que estar enferma, ya lo sé, pero es así! Quizá cuando lleve muchos más años en el mundo de la enseñanza empezarán a confundírseme, pero de momento todavía logro ubicarlos a todos en su aula correspondiente. 
           
Si tuviera que elegir a los tres mejores maestros que tenido, no me cabría la menor duda: una de ellos sería Alicia, que impartía francés en la primera EOI que se creó en Madrid. Era una señora de mediana edad algo regordeta, de pelo corto, cara lavada y gafas metálicas. Aun siendo de facciones más bien agraciadas, parecía una monja de paisano, sensación acentuada por el hecho de que solía llevar una bata blanca de laboratorio por encima de su ropa –supongo que para preservarla de la engorrosa tiza-. Su acento francés era impecable y sus modales, tan bruscos que me recordaban a los de la típica profesora de francés de las novelas de Enid Blyton. Aunque en general era más bien severa, sobre todo con los que no habían hecho los deberes o manifestaban escaso interés por su asignatura, de vez en cuando tenía alguna salida irónica, doblemente graciosa por lo inesperada, que provocaba la hilaridad colectiva. Su método era elitista y poco innovador, pero extraordinariamente efectivo, y se basaba en no obviar ni un solo fallo: hasta que no pronunciaras bien una determinada palabra, que ella te corregía de inmediato de forma clara, automática y fulminante, no podías seguir leyendo en voz alta o resolviendo un ejercicio. Alicia estaba en contra de la dejadez en todas sus manifestaciones y su perfeccionismo hacía que se pusiera frenética con todo el que se aventuraba en observaciones del tipo “Qué más da una E abierta que una cerrada, una OE corta que una larga… pero, ¡si todas suenan igual! Son ganas de no entendernos”. Su contestación en aquellos casos era de una lógica aplastante: “¿Me entenderías tú si te dijera que esta noche voy a cenar CASO en lugar de QUESO? Pues la misma diferencia que hay para ti entre una A y una E, hay entre los diferentes tipos de E para un francés”. Su gran protegida era la E muda, continuamente atacaba por parte de mis compañeros más cerriles…

Otro de los mejores maestros que he tenido jamás se llamaba Angela y no era mucho mayor que yo. Flacucha y más bien desgarbada, solía llevar camisetas masculinas con estampado de gatos, que al parecer coleccionaba. Impartía diferentes cursos de introducción al estudio de la música clásica en la Università Popolare di Roma, para la que yo también trabajaba, y era mi envidia no sólo por su erudición inconmensurable, sino sobre todo por la facilidad y la gracia con que solía ilustrar las composiciones que analizaba sirviéndose únicamente del piano y de su cálida voz de mezzo.
Last but not least, como dicen los ingleses, mi profesor de literatura del instituto, Eduardo, sin el cual yo no sería la misma ni hoy estaría aquí, desgranando estos recuerdos del abuelo Cebolleta, que me llevan a la conclusión de que todos ellos, mis mejores maestros, tenían varias características en común que, en opinión, van mucho más allá del tan cacareado manejo de las TIC -que por aquel entonces se limitaban al radiocasete, el vídeo, el retroproyector y el proyector de diapositivas- y esas características son: su afán de perfeccionismo, su creatividad a ultranza y, sobre todo, la pasión por el conocimiento que supieron transmitirnos.

martes, 16 de julio de 2013

¡Ay, el inglés...!

Article publicat a l'ÚLTIMA HORA d'avui:

No tengo ni la menor intención de polemizar sobre el tan cacareado TIL, o decret de Tractament Integrat de Llengües, hace demasiado calor para eso. Sólo os diré que, aunque entiendo que a nivel organizativo y en las precarias condiciones actuales nos arriesgamos a que su aplicación inmediata siembre el caos en las aulas, considerándolo en abstracto, el decreto TIL no me parece mal.
No entraré a juzgar aquí quién -los que me conocen saben que yo, de pepera, nada de nada- y por qué lo ha implantado; dicen las malas lenguas que más para fastidiar a los catalanistas que para promover el inglés. Como toda batalla estéril y puramente ideológica, no me interesa. Pero la idea de repartir equitativamente y de forma alternada la mayor parte de las asignaturas de que consta el currículo de Primaria y Secundaria -con la sola excepción de las escuelas de adultos que, una vez más, se han quedado fuera- entre el castellano, el catalán y el inglés me parece no sólo buena, sino también justa y necesaria.

Los españoles hablamos un inglés lamentable, todo hay que decirlo. La gente se mofa de que a estas alturas de nuestra democracia todavía no hayamos tenido ningún presidente del Gobierno capaz de prescindir del intérprete, pero es que la ignorancia de nuestra clase política no hace más que reflejar la ignorancia de la población en general. Somos perezosos a la hora de aprender cualquier lengua, hay que admitirlo, aunque sea la propia de la comunidad autónoma en la que vivimos o en la que nos criamos. El criterio parece ser “cuantas menos lenguas sepa, mejor, y sólo aprenderé alguna más si es estrictamente necesario”.
Siempre recordaré el orgullo que sentí al “desembarcar” en Roma hace unos años gracias a una beca y encontrarme con que la mayoría de Erasmus españoles ya eran capaces de chapurrear el italiano, a pesar de llevar únicamente un mes en la ciudad. En ese mismo lapso de tiempo, los pobres alemanes -segundo colectivo de Erasmus en Roma más numeroso aquel año, seguido de cerca por los portugueses- sudaban la gota gorda hasta para construir la frase más sencilla. Por supuesto, ninguno de nuestros ilustres paisanos se había preparado previamente, ¡a quién se le ocurre!, pero supieron aprovechar el cursillo intensivo que les brindaba una asociación de acogida para aprender los rudimentos del idioma. A los pocos meses, mi orgullo patrio se había trocado en vergüenza ajena: casi ningún español había ido más allá de dicho nivel inicial. La mayoría seguían hablando siempre en presente, evitando las frases compuestas y utilizando un vocabulario más bien básico aunque, eso sí, adornado con muchos gestos, risitas y codazos. Como los italianos no son muy exigentes y los españoles les caemos bien a priori, la convivencia con ellos no sólo era pacífica, sino de lo más estrecha. Pero, a pesar de ello, hay que reconocer que los alemanes nos ganaron por goleada. Aun con un acento horroroso y un físico de rubiales que no favorecía su integración con los “aborígenes”, todos ellos eran capaces de hablar en pasado, utilizar el condicional como es debido e incluso dar lecciones de subjuntivo a los propios italianos, que lo tienen olvidado. La mayoría incluso solía llevar algún cuaderno o dispositivo móvil para apuntar vocabulario. ¿Cuándo se ha visto a “uno de los nuestros” hacer algo parecido? El resultado es que, más de diez años después, los españoles con los que sigo en contacto ya no son capaces de hablar en italiano con mi marido -yo me llevé un souvenir autóctono, sí, ¿qué pasa?- más allá de la simple gracieta, mientras que el único alemán al que todavía veo de vez en cuando habla y escribe en un italiano modélico (aunque con acento de “empujen-estrujen”, eso sí es verdad).

Con el inglés sucede algo parecido. Dicho sea sin ánimo de ofender a nadie, repito, somos unos chapuceros. En cuanto conseguimos hacernos entender en una lengua, consideramos que ha llegado el momento de aparcarla. ¿Para qué más? La palabra perfeccionismo no se inventó para describirnos a nosotros. Obviamente, estoy exagerando. Ya sé que existen excepciones y todos conocemos a alguien que vive obsesionado con sacarse el título de los niveles más altos de la EOI, pero en general es así.
Y eso lo demuestra el hecho de que aún haya tantos maestros y profesores, y con esto sé que me voy a ganar el odio eterno de mis compañeros de profesión, quejándose amargamente de que la Conselleria d'Educació nos obligue a sacarnos el B2 de inglés antes del 2020. Siempre es desagradable que te obliguen a hacer algo, y da mucha rabia que sea por algo en lo que encima no estás de acuerdo -como la implantación del decreto TIL-, pero si los propios docentes no damos un ejemplo de superación personal e interés por el estudio... ¿quién lo hará?
¡Ánimo, compañeros! Aunque actualmente casi ningún centro educativo tenga suficiente personal cualificado para impartir tantas asignaturas en inglés, aunque el nivel del alumnado no le permita seguir con facilidad las asignaturas impartidas en dicha lengua y aunque las motivaciones que han impulsado la implantación del decreto TIL sean más que discutibles, pienso que el resultado final valdrá la pena... ¡más adelante!
Algún día será estupendo poder viajar sin apuros, ver películas en versión original sin hacer caso de los molestos subtítulos o leer las novelas de Jane Austen tal como su autora las concibió. Gracias a nuestro esfuerzo, que sin duda debería ir acompañado de un cambio de mentalidad con respecto los idiomas y a la cultura en general (¡padres, echadnos una mano, por favor!), sin duda será posible... Algún día lo será.
No me lapidéis demasiado y hasta dentro de dos martes.