Algunos seguidores me han pedido que recupere el primer artículo de "El jardín de las delicias", que aún no estaba colgado en mi blog. No recuerdo la fecha exacta en que fue publicado, pero debió de ser a finales de abril o principios de mayo 2013, poco después de Sant Jordi, en el extinto
Última Hora Menorca. No es gran cosa, pero al menos sirve para entender el título de dicha sección.
Presentación
¿Qué es una miscelánea? Según
Wikipedia, se trata de un “género literario
perteneciente a la didáctica que se dio principalmente durante el Renacimiento
y el Barroco en España (...), y consiste en una colección de materiales heterogéneos
que sólo tienen en común suscitar el interés del compilador y del público
(...), mezclando la opinión, la instrucción y la diversión”.
Esta nueva sección quincenal llamada
“El jardín de las delicias” no pretende ser didáctica, no… ¡tranquilos! La
didáctica la dejo para mi trabajo como profesora de educación secundaria.
Tampoco estamos ya en el Renacimiento, aunque estemos asistiendo al renacimiento
de valores trasnochados como el trueque o el reciclaje a ultranza; ni en el
Barroco, aunque la desesperanza y el pesimismo de nuestra época nos acerquen a
él. Lo más acertado de la definición de Wikipedia aplicada a esta sección es la
parte que dice que una miscelánea es “una colección de materiales heterogéneos
que sólo tienen en común suscitar el interés del compilador”, ya que no me
propongo consagrar esta sección a un único tema, y ni muchísimo menos a uno de
los tradicionalmente considerados femeninos -salud, belleza, cocina…-, que no
me interesan gran cosa y de los cuales no entiendo lo suficiente para atreverme
a pontificar sobre ellos. El tema de esta sección irá variando en función de lo
que atraiga mi peregrina atención en cada momento. Y si con ello consigo
“suscitar el interés del público” de vez en cuando... ¡mejor que mejor, claro! Tema
sorpresa, por lo tanto, aunque es previsible que os aturda a menudo cotorreando
sobre libros, música o viajes, que es lo que más me gusta en esta vida, después
de estar con mis hijos.
Para empezar, me gustaría contaros
una anécdota literaria que me parece un excelente punto de partida para esta
sección, que no se llama así en homenaje al precioso tríptico de “El Bosco” que
ilustra estas líneas, sino por la deliciosa -¡nunca mejor dicho!- miscelánea
homónima de mi admirado escritor granadino Francisco Ayala, fallecido en 2009 a
los 103 años.
El
jardín de las delicias de Francisco Ayala consta de dos secciones. No me
extenderé divagando acerca de la primera, “Diablo mundo”, que es divertidísima,
a ratos incluso tronchante; sino acerca de la segunda, “Días felices”, que me
resulta intensamente conmovedora. En ella, su autor va desgranando recuerdos de
infancia, de amor o de viajes, breves pinceladas de vida que se apoyan en las
ilustraciones y fotografías incluidas en la parte central del libro.
Entre estas últimas está la que da
lugar a la anécdota que os quiero contar en este artículo. En ella se ve a un Francisco
Ayala cincuentón frente a la verja de un ruinoso palacete modernista. “¡Qué
dolor, esa decrepitud, ese abandono! La casa tiene mi misma edad: en lo alto de
su frente ostenta la cifra de 1905; y no tanto esa fecha como el estilo del
edificio evoca el mundo aquel en que, hace tantísimo tiempo, vi yo la luz
primera. En vano procuraría describirla con palabras”. El texto concluye
diciendo: “Probablemente, ya el año que viene no existirá más mi chalet
secreto, y nadie ha de recordar su pasada existencia. Acaso perdure todavía un
poco su imagen en aquella fotografía que yo tengo, y en la memoria que tú
puedas guardar de esta tarde en que te he llevado a presenciar su final
decadencia”.
En una visita a Salamanca, hará unos
quince años y teniendo yo poco más de veinte, me di de bruces con él tras la
catedral antigua de Salamanca, escondido en un callejón de bajada. Su estado
seguía siendo tan desolador y lamentable como lo describía Francisco Ayala en
“El chalet art nouveau”, pero lo más alarmante es que ya había
superado la fina línea imaginaria que separa una encantadora propiedad algo
ajada, pero susceptible de reforma, de una inversión a fondo perdido. Tras
acariciar levemente su verja herrumbrosa, me alejé con el corazón encogido de
tristeza.
Pero, a pesar de lo mal que hablan
de ella, la vida también te da sorpresas agradables de vez en cuando. Pocos
años después volví a Salamanca y lo encontré completamente remozado, convertido
en un coqueto Museo de Art Nouveau y Art Déco (www.museocasalis.org).
Por aquel entonces acababan de abrir y tenían tan pocos visitantes que aún les
preguntaban a través de qué medio habían sabido de la existencia de dicho
museo. Al llegar mi turno, dije que gracias a una miscelánea de Francisco
Ayala. La chica de la taquilla me miró de hito en hito. “¿Qué es eso?”, me
preguntó. Hasta me daba vergüenza explicarlo, ya que por un momento me sentí
como una de esas histéricas que todavía lloran frente a la tumba de Jim
Morrison en el cementerio parisino de Père-Lachaise. Algo más tarde, mientras
contemplaba la magnífica colección de muñecas novecentistas del museo, noté que
alguien me espiaba tras uno de los expositores más cercanos a la puerta. Y, al
marcharme, la taquillera me retuvo diciendo: “Perdona, ¿te importaría esperar
un momentito? El director quiere hablar contigo”. Éste apareció de inmediato,
se presentó –yo volvía a sentirme tan avergonzada que fui incapaz de retener su
nombre ni su aspecto físico- y me dijo que él también era un ferviente
admirador de Francisco Ayala, que yo era la primera y única persona que había
acudido al museo atraída por El jardín de
las delicias hasta el momento, que había invitado al propio Ayala a la
inauguración y el pobre no había podido asistir por motivos de salud, pero que
le había prometido visitar el museo en cuanto se repusiera… ¡y me hizo una
entrada gratuita a perpetuidad! No creo que en toda la historia de la
museística se ha visto jamás a una mujer tan coloradota y feliz con una entrada
en la mano.