"Nymphéas", de Claude Monet |
En “This is Opera”, el inefable Ramon Gener –cuya edad,
dicho sea de paso, es uno de los misterios mejor guardados de la Red, ¿eh,
Jordi?- tan pronto explica los intríngulis de alguna ópera como canta, toca el
piano o parlotea con músicos extranjeros en su propia lengua, sin traducción
simultánea y con una fluidez que debería ser la envidia de los muchos papanatas
iletrados que pululan por nuestro país… Y todo ello haciendo gala de una
alegría descacharrante, envidiable, contagiosa y que roza lo empalagoso sin
llegar a caer en él. Sin duda, es uno de los mejores comunicadores y
trasmisores de cultura que he visto jamás, tanto a través de la televisión como
en vivo, en las tres ocasiones que ha visitado nuestra isla por invitación del
Orfeó Mahonès o del Teatre Principal. Los docentes tenemos mucho que aprender
de él, así como algunos políticos, cuyos monótonos discursos –tan repetitivos y
faltos de imaginación como un canon cancrizante- dormirían hasta a las ovejas.
Para glosar Pélleas
et Mélissande, la ópera descriptiva e impresionista de Débussy, no se le
ocurrió otra cosa que instalar tres caballetes pictóricos en mitad de la llamada
Sala de los Nenúfares de Monet, en el Musée de l’Orangerie de París. Una vez
hecho esto, su innovador experimento consistía en confrontar a tres estudiantes
de Bellas Artes de diferentes nacionalidades con un fragmento de la “Suite
bergamasque: Clair du lune” del propio Débussy, soberbiamente interpretada al
piano por él mismo, que los jóvenes artistas habían de ilustrar libremente como
la música les inspirara. Curiosamente, los tres dibujaron cuadros en los que
predominaban claramente el azul ultramar y el naranja rabioso, lo cual sólo se
comprende en virtud de la sinestesia, que en palabras de Gener es la “capacidad
de expresar con un sentido lo que se percibe con otro. Para que me entendáis,
Duke Ellington, al escuchar cualquier nota musical, veía colores”. Parece ser que
Débussy era sinestésico, al igual que otros muchos compositores como Scriabin,
Messiaen o Rimsky-Korsakov, y que para los afectos de este fenómeno subjetivo
la tonalidad de Reb Mayor en que está escrita dicha pieza se identifica visualmente
con el añil. ¡Como la flor azul que para los primeros románticos alemanes
(véase Heinrich von Ofterdingen, de
Novalis) representaba “el anhelo, el amor y el afán metafísico por lo infinito”!
En el campo literario, la sinestesia es una figura
retórica que consiste en asociar “sensaciones auditivas, visuales, gustativas,
olfativas y táctiles” como en el mítico poema de Baudelaire “Correspondances”,
que reza literalmente: “La Naturaleza es un templo donde vivos pilares/ dejan
escapar a veces confusas palabras; (…). Los perfumes, los colores y los sonidos
se responden./ Hay perfumes frescos como la carne de los niños,/ dulces como
los oboes, verdes como las praderas,/ y otros corrompidos, ricos y triunfantes
(…)”. ¿Dulces como los oboes? ¡Pura sinestesia!
Aunque yo no soy sinestésica, me resulta casi inevitable
asociar algunos lugares con determinados colores y sonidos. Desde ese punto de
vista, ciudades como Estambul o Roma son un auténtico festín para los sentidos,
mientras que otras -como Berlín o Estocolmo- son infinitamente más sosas, dado
que predominan los colores sintéticos, apagados, anémicos… La paleta cromática
menorquina, sin embargo, se me antoja bastante rica. Para mí, nuestra islita
siempre será una acertada mezcla de rojo almagre, amarillo ocre, azul mahón y verde
carruaje, además del omnipresente blanco calcáreo. ¿Con qué música la asociamos, Ramon?