Traducción

viernes, 28 de marzo de 2014

9concert9 del QUARTET QUATRE (programa de mà)

I aquí teniu el programa de mà, per fer gana...


lunes, 24 de marzo de 2014

9concert9 del QUARTET QUATRE (cartell anunciador)

No us el perdeu!!!


domingo, 23 de marzo de 2014

La otra Roma

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Il giardino degli aranci
A chi, assieme a me,
condivise quegli anni.


Los cuatro italianos que todavía tienen el coraje y la paciencia de seguirme a través de mi blog o de los pocos artículos míos que aparecen en la versión digital de este periódico, preguntan que cuándo pienso dedicar un artículo a Roma, la ciudad en la que viví cinco de los años más hermosos y enriquecedores de mi vida. Quizá porque esta semana se estrena La grande bellezza, de Paolo Sorrentino, ganadora del Oscar a la mejor película extranjera del año, siento que al fin ha llegado el momento.

Que Roma es embriagadoramente hermosa lo sabe cualquiera que la haya visitado o la haya visto, aunque sólo sea en foto. Lo que no saben los que no han vivido allí es que Roma es aun más bonita “desde dentro”.
La primera vez que estuve en Roma fue como turista. Estaba a punto de terminar el primer ciclo de Filología Hispánica; de hecho, aquel viaje me sirvió de celebración de lo que por aquel entonces se llamaba “el paso del ecuador” -ignoro si aún se sigue llamando así en los ambientes universitarios-, y visitarla fue como alcanzar un sueño largamente acariciado. Mi acompañante y yo nos alojábamos en una pensión de mala muerte en Campo de' Fiori, un antiguo barrio popular en el que actualmente sólo viven bohemios adinerados de todas las nacionalidades ya que, a pesar de la insalubridad de sus oscuros callejones, se ha convertido en uno de los barrios más cotizados de la ciudad. En la plaza principal, que da nombre a todo el conjunto, la lúgubre estatua de Giordano Bruno, quemado vivo en aquel mismo lugar por orden del papado hace más de cuatrocientos años, contrasta con la belleza de los edificios que la circundan, pintados de ocre y terracota. ¡Poco podía imaginar entonces, mientras me dejaba embriagar por el perfume de las flores frescas del mercado matinal, que llegaría a vivir en Roma cinco largos y provechosos años!

La Roma real, la Roma íntima, es tan caprichosa, pintoresca y decadente como una mujer que ya ha alcanzado la cúspide de su belleza y se resiste a abandonarla, aunque sea a costa de remozarse en mil afeites. Cuando aún estás enamorado de ella, como me sucedió a mí durante los primeros años, te dejas maltratar sin queja. Pero cuando te hartas de sufrir empellones en esos medios de transporte atestados, pestilentes e impropios de una capital europea en los que te pasas la vida, llevas un par de intentos de robo a tus espaldas y tienes la dignidad minada por los míseros contratos por obra y servicio que encadenas un año tras otro, ya no estás dispuesto a soportarla. O eso parece. Pero Roma es ladina y sabe dosificar sus encantos. Como una de esas amantes histéricas que saben manipular a los hombres hasta convertirlos en peleles, Roma se aferrará a ti con uñas y dientes. Basta con dar un paseo a orillas del Tíber, presenciar un atardecer arrebatadoramente dorado sobre Castel Sant'Angelo y tomarse una “grattachecca” (granizado enriquecido con pedazos de fruta) en un puesto callejero para volver a caer bajo su influjo malsano.
            Si tuviera que elegir mis rincones favoritos de Roma no serían, desde luego, los que aparecen en las guías turísticas. Para mí el mejor panorama no es el que se contempla desde el Pincio (Villa Borghese) ni desde lo alto de las escalinatas de Piazza di Spagna, sino el que se divisa desde la Fontana dell’Acqua Paola, en el Gianicolo. Perder la mañana haciendo cola frente a los Musei Vaticani para ver la Capilla Sixtina en turnos de diez minutos por rebaño me parece una de las formas más estúpidas que existen de perder el tiempo en una ciudad que tiene tanto que ofrecer; más vale dirigirse directamente a Villa Farnesina, un coqueto palacete renacentista, y disfrutar de sus soberbios frescos sin prisas ni estrecheces. Es tan hermoso que, atravesando sus salas por primera vez, tuve la impresión de encontrarme dentro de un enorme joyero…
Pero, sobre todo, me gustan los lugares donde late la auténtica vida romana, barrios “rojos” como San Lorenzo o la Garbatella, situado a espaldas de la Stazione Ostiense, en el que la mayoría de edificios, aun siendo de protección oficial, no tienen más de tres alturas, gozan de numerosos espacios verdes comunitarios y están pintados de un rojo desleído que encandila hasta al más escéptico. Visitar Roma es, sin duda alguna, una experiencia estética sobrecogedora e inolvidable, pero lo mejor de ella es que “la grande belleza” que la define no se limita al casco antiguo, como sucede en la mayoría de las ciudades turísticas al uso, cuyas zonas residenciales son perfectamente intercambiables entre sí, sino que llega hasta el extrarradio y lo inunda todo de hermosura. (https://www.youtube.com/watch?v=rjWsW5QBYlc&feature=kp)

viernes, 14 de marzo de 2014

El hábito no hace al monje

No soy una gran admiradora de Mario del Monaco, pero a pesar de ello he de reconocer que su interpretación de esta hermosísima pieza tan poco conocida -que yo he descubierto hoy gracias a Radio Clásica- es insuperable.

lunes, 10 de marzo de 2014

El descubrimiento de hoy


http://allart.biz/up/photos/album/W-X-Y-Z/John%20William%20Waterhouse/john_william_waterhouse_7_the_lady_of_shalott.jpg
La infortunada dama de Shalott, pintada por Waterhouse

El cancionero de Ravel está lleno de tesoros escondidos como esta "Balada de la reina muerta de amor": "Ballade de la reine morte d'aimer" En esta versión, el contrabajo hace de soprano spinto.
Cada vez que lo oigo pienso en Marguerite de Valois, la casquivana "reine Margot", a pesar de que ella no murió de amor como la desdichada Dido, reina de Cartago, sino que hizo que otros perdieran la cabeza -literalmente- por ella... como Lérac de la Mole.

viernes, 7 de marzo de 2014

Verde que te quiero verde


El gigante dormido de los jardines de Bomarzo (Viterbo)
Como la protagonista del precioso “Romance sonámbulo” de Federico García Lorca, todos en mi casa estamos cerca de tener “verde carne, pelo verde, con ojos de fría plata”. Seguramente os preguntaréis por qué. Pues porque, desde que nos apuntamos a un grupo de consumo de productos ecológicos, no sólo tomamos mucha más fruta y verdura que antes, sino que éstas son rigurosamente de temporada, de la isla y de excelente calidad. Aunque su modesto aspecto no pueda competir con el brillo cerúleo de las naranjas que venden en los supermercados, su sabor y la convicción de estar haciendo lo correcto nos compensan con creces.
Más que las flores, que me producen alergia, me gusta la fruta. Algunas me suscitan una alegría absurda, como los nísperos. Es ver un níspero y ponerme eufórica, pues siento que con él se acerca el verano y las tan añoradas vacaciones, que siempre han sido para mí un tiempo de goce y plenitud, de viajar y de recibir amigos, de atardeceres tan anaranjados como el propio fruto. Y entonces recuerdo también un poema de Rafael Alberti que a mí me entusiasma, pero que los críticos no suelen citar en sus tratados pues, por alguna razón que desconozco, la literatura alegre no goza de buena prensa. Dicho poema se llama “Jardín de amores”, pertenece a Marinero en tierra y dice así: “Vengo de los comedores/ que dan al jardín de Amores.// ¡Oh reina de los ciruelos,/ bengala de los manteles,/ dormida entre los anhelos/ de las aves moscateles!// ¡Princesa de los perales,/ infanta de los fruteros,/ dama en los juegos florales/ de los melocotoneros!// ¿A quién nombraré duquesa/ de la naranja caída?/ ¿Quién querrá ser la marquesa/ de la mora mal herida?// Vengo de los comedores/ que dan al Jardín de Amores”. ¿No es una maravilla?
Varias décadas después, Gloria Fuertes –treintañeros, ¿os acordáis de su voz ronca y su expresión de duende malvado? Al igual que Alberti, quizá no fuera la mejor embajadora de su propia obra- publicó un poemilla para niños llamado “La manzana reineta” que se le parece bastante: “Era una manzana reineta./ Era la reina de las manzanas/ de la huerta…”.

Como comentaba no hace mucho con mis alumnos de Literatura Universal, a los que tanto echaré de menos cuando se acabe el curso que los alberga, apenas existe literatura de la felicidad y, sin embargo, abunda la que describe todo tipo y grado de tristeza. De hecho, basta echar un vistazo al temario de su asignatura para comprobarlo: Hamlet, que ya no es precisamente alegre, aunque contenga destellos de una ironía sangrante, va seguido de Las flores del mal y Frankenstein… Pero es al llegar a las dos últimas obras del temario cuando nos hundimos definitivamente en el abismo de la pena negra, ya que son el Réquiem de Anna Akhmátova y La metamorfosis, de Kafka.
Curiosamente, la literatura vitalista y despreocupada anticipa los grandes desastres de la Historia. ¿Quién iba a pensar que los felices años veinte desembocarían en nuestra sangrienta Guerra Civil y la carnicería generalizada de la Segunda Guerra Mundial? Durante esta década publicaron gran parte de su obra el fascinante Ramón Gómez de la Serna (“El que bebe en taza, hay un momento en que sufre eclipse de taza”), Enrique Jardiel Poncela (Eloísa está debajo de un almendro), Miguel Mihura (Tres sombreros de copa) o Pedro Muñoz Seca, autor de la descacharrante La venganza de don Mendo, que tuvo la humorada de dirigir las siguientes palabras al tribunal de milicianos enfervorecidos que lo juzgaba por monárquico: "Podréis quitarme las monedas que llevo encima, podréis quitarme el reloj de mi muñeca y las llaves que llevo en el bolsillo, podéis quitarme hasta la vida; sólo hay una cosa que no podréis quitarme, por mucho empeño que pongáis: el miedo que tengo". Muñoz Seca fue fusilado a finales de noviembre de 1936 en Paracuellos del Jarama y, según se cuenta, antes de morir espetó “Me temo que ustedes no tienen intención de incluirme en su círculo de amistades” a los integrantes del pelotón encargado de ejecutarle, cosa que finalmente hicieron con lágrimas en los ojos y entre peticiones de perdón.
“El corazón tiene razones que la razón no entiende”. ¿Cómo he empezado hablando de verduras y termino haciéndolo de fusilamientos? Quizá me lo haya inspirado el fantasma del pobre Miguel Hernández, que relacionaba ambos conceptos en su sobrecogedora Elegía a Ramón Sijé: “Yo quiero ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano”.
Dicho esto, me voy a hervir unas alcachofas para la cena.