Il giardino degli aranci |
condivise quegli anni.
Los cuatro italianos que todavía tienen el coraje y la paciencia de
seguirme a través de mi blog o de los pocos artículos míos que aparecen en la
versión digital de este periódico, preguntan que cuándo pienso dedicar un
artículo a Roma, la ciudad en la que viví cinco de los años más hermosos y
enriquecedores de mi vida. Quizá porque esta semana se estrena La grande
bellezza, de Paolo Sorrentino, ganadora del Oscar a la mejor película
extranjera del año, siento que al fin ha llegado el momento.
Que Roma es embriagadoramente hermosa lo sabe cualquiera que la haya
visitado o la haya visto, aunque sólo sea en foto. Lo que no saben los que no
han vivido allí es que Roma es aun más bonita “desde dentro”.
La primera vez que estuve en Roma fue como turista. Estaba a punto de
terminar el primer ciclo de Filología Hispánica; de hecho, aquel viaje me
sirvió de celebración de lo que por aquel entonces se llamaba “el paso del
ecuador” -ignoro si aún se sigue llamando así en los ambientes universitarios-,
y visitarla fue como alcanzar un sueño largamente acariciado. Mi acompañante y
yo nos alojábamos en una pensión de mala muerte en Campo de' Fiori, un antiguo
barrio popular en el que actualmente sólo viven bohemios adinerados de todas
las nacionalidades ya que, a pesar de la insalubridad de sus oscuros
callejones, se ha convertido en uno de los barrios más cotizados de la ciudad.
En la plaza principal, que da nombre a todo el conjunto, la lúgubre estatua de
Giordano Bruno, quemado vivo en aquel mismo lugar por orden del papado hace más
de cuatrocientos años, contrasta con la belleza de los edificios que la
circundan, pintados de ocre y terracota. ¡Poco podía imaginar entonces,
mientras me dejaba embriagar por el perfume de las flores frescas del mercado
matinal, que llegaría a vivir en Roma cinco largos y provechosos años!
La Roma real, la Roma íntima, es tan caprichosa, pintoresca y decadente
como una mujer que ya ha alcanzado la cúspide de su belleza y se resiste a
abandonarla, aunque sea a costa de remozarse en mil afeites. Cuando aún estás
enamorado de ella, como me sucedió a mí durante los primeros años, te dejas
maltratar sin queja. Pero cuando te hartas de sufrir empellones en esos medios
de transporte atestados, pestilentes e impropios de una capital europea en los
que te pasas la vida, llevas un par de intentos de robo a tus espaldas y tienes
la dignidad minada por los míseros contratos por obra y servicio que encadenas
un año tras otro, ya no estás dispuesto a soportarla. O eso parece. Pero Roma es
ladina y sabe dosificar sus encantos. Como una de esas amantes histéricas que
saben manipular a los hombres hasta convertirlos en peleles, Roma se aferrará a
ti con uñas y dientes. Basta con dar un paseo a orillas del Tíber, presenciar
un atardecer arrebatadoramente dorado sobre Castel Sant'Angelo y tomarse una
“grattachecca” (granizado enriquecido con pedazos de fruta) en un puesto
callejero para volver a caer bajo su influjo malsano.
Si tuviera que elegir mis
rincones favoritos de Roma no serían, desde luego, los que aparecen en las
guías turísticas. Para mí el mejor panorama no es el que se contempla desde el
Pincio (Villa Borghese) ni desde lo alto de las escalinatas de Piazza di Spagna,
sino el que se divisa desde la Fontana dell’Acqua Paola, en el Gianicolo.
Perder la mañana haciendo cola frente a los Musei Vaticani para ver la Capilla
Sixtina en turnos de diez minutos por rebaño me parece una de las formas más
estúpidas que existen de perder el tiempo en una ciudad que tiene tanto que
ofrecer; más vale dirigirse directamente a Villa Farnesina, un coqueto palacete
renacentista, y disfrutar de sus soberbios frescos sin prisas ni estrecheces.
Es tan hermoso que, atravesando sus salas por primera vez, tuve la impresión de
encontrarme dentro de un enorme joyero…
Pero, sobre todo, me gustan los lugares donde late la auténtica vida
romana, barrios “rojos” como San Lorenzo o la Garbatella, situado a espaldas de
la Stazione Ostiense, en el que la mayoría de edificios, aun siendo de
protección oficial, no tienen más de tres alturas, gozan de numerosos espacios
verdes comunitarios y están pintados de un rojo desleído que encandila hasta al
más escéptico. Visitar Roma es, sin duda alguna, una experiencia estética
sobrecogedora e inolvidable, pero lo mejor de ella es que “la grande belleza”
que la define no se limita al casco antiguo, como sucede en la mayoría de las
ciudades turísticas al uso, cuyas zonas residenciales son perfectamente
intercambiables entre sí, sino que llega hasta el extrarradio y lo inunda todo de hermosura. (https://www.youtube.com/watch?v=rjWsW5QBYlc&feature=kp)
Siento leer esto tan tarde. Pasé por Roma en diciembre de 2011 y mi recuerdo de los Museos Vaticanos es exactamente el que describes.
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