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sábado, 7 de marzo de 2015

Primavera asesina


"Las rosas de Heliogábalo", Alma-Tadema
            La primavera es un asco. Y quien sostenga lo contrario es que no sufre la fiebre del heno. A pesar de que los húmedos y ventosos inviernos menorquines se me suelen hacer muy largos, he de reconocer que casi los echo de menos cuando las malditas gramíneas empiezan a florecer. Cuando eso sucede, tan pronto tengo frío como calor, se me seca la garganta y el cansancio acumulado tras varias semanas de deficiente oxigenación cerebral hace que me sienta atontada, de pésimo humor y que maldiga hasta obligaciones que habitualmente me resultan tan agradables como redactar mi artículo quincenal para el Menorca.
            Dicen que “La primavera la sangre altera”… No sé si será verdad, pero lo seguro es que resulta criminal para los alérgicos al polen, que no hacemos más que lloriquear, moquear y ahogarnos de asma desde principios de marzo hasta mediados de junio, bendito sea. De hecho, mientras escribo este artículo me siento como si estuviera a bordo del Nautilus, el submarino del capitán Nemo en Veinte mil leguas de viaje submarino; tan embotada como si me encontrara expuesta dentro de una de esas tétricas campanas de vidrio que sirven para conservar composiciones florales no menos horripilantes que el contenedor que las ampara. “Polvo eres y en polvo te convertirás.” Lo que la Biblia no advierte es que, entretanto, sus ácaros también contribuirán a amargarte la vida. En Menorca ni siquiera se está a salvo de los olivos pues, aunque olivos propiamente no hay, sí está llena de ullastres o acebuches, que son de la misma familia y cuyo polen nos resulta igual de agresivo. ¡Uf!
            A cambio, en Menorca gozamos de otoños benévolos y veranos suntuosos, en los que el calor no es excesivo, aunque constante, el sol brilla casi todos los días y el viento apenas se deja sentir. Pero, como decía el bueno de Sancho Panza, “Una golondrina no hace verano” y, a pesar de que las vinagrelles ya adornan nuestros campos y las amapolas no tardarán en florecer, todavía queda lejos la gloriosa estación de los chapuzones y el tinto de verano.

            Releyendo las líneas anteriores, me doy cuenta de que mi artículo de hoy parece una de aquellas soporíferas redacciones con las que periódicamente solían torturarnos nuestros maestros de EGB cuando no traían la clase preparada, o no tenían ganas más que de fumar como un carretero mientras nosotros, sus alumnos, nos esforzábamos en hallar algo original que decir sobre el topicazo de turno, con la cabecita inclinada hacia un lado y la punta de la lengua asomando entre nuestros labios infantiles como si de ello dependiera hacer buena letra y respetar los cochinos márgenes. ¿Os acordáis? Es como si lo viera… “¡Atención, niños!”, tronaba don Juan Peña o don Jacinto mientras extraían la cajetilla y el mechero del bolsillo de la americana, “Hoy, redacción. Tema: Queridos Reyes Magos.” En aras de la modernidad, supongo que los maestros de hoy se limitan a enchufar la socorrida pizarra digital cuando les ocurre lo mismo.
            No sé si conocen el famoso poema de Lope de Vega que empieza con las palabras: “Un soneto me manda hacer Violante,/ que en mi vida me he visto en tal aprieto;/ catorce versos dicen que es soneto:/ burla burlando van los tres delante". Así es también como yo, burla burlando, he alcanzado la máxima extensión concedida a “El jardín de las delicias” por los capitostes –no confundir con los picatostes- del Menorca. Y, si no les ha gustado este artículo, consuélense rememorando aquella remota ocasión en que quizá les hice reír, pensar o aprender algo nuevo. Sicut primavera sicut ultima!
            No me quiero despedir hoy sin recomendarles que, si tienen algún alérgico cercano, en la familia, entre sus amigos o en su lugar de trabajo, no pierdan la ocasión de mimarlo. Lo necesita tanto como la buena literatura de inspiración, ¿verdad, Lope?

lunes, 9 de febrero de 2015

La canción de Clavileño


A mis encantadoras alumnas de Literatura Universal.

Ilustración (grabado) de Gustave Doré
            Llueve sobre mojado. Y son tantas las cosas que se pueden hacer en una tarde tonta como ésta: devorar un novelón, ponerme al día con Víctor Ros, jugar con los niños… o incluso redactar mi próximo artículo para el Menorca. Casi sin querer, pienso en quien nunca lo tuvo fácil, en quien no llegó a conocer la comodidad de escribir a ordenador, arrellanado en un sofá, bien arropado por una mantita de lana, con la calefacción puesta, los hijos berreando a su alrededor y los gatos roncando impasiblemente mientras fuera caen chuzos de punta y hace un frío entumecedor. Pienso en aquel de cuyo nombre no quiero acordarme, pienso en Miguel de Cervantes –o Cerbantes, como se firmaba él- Saavedra, que concibió el Quijote desde la cárcel, en la que se encontraba recluido por lo que ahora llamaríamos “apropiación indebida de fondos estatales” durante la época en que trabajó de recaudador de impuestos y comisario de abastos. (Para escuchar la banda sonora más adecuada para esta entrada mientras sigues leyendo, clica aquí: "Folías de España", Jordi Savall)

            Pero Cervantes no pertenece a la estirpe de los grandes escritores criminales, como François Villon (1431-1473), ilustre poeta, ladrón y asesino francés, del que se perdió todo rastro tras serle conmutada una condena a morir en la horca: sencillamente desapareció. O como el parlamentario inglés Thomas Malory (1416-1471), insigne ladrón, violador y autor de La muerte de Arturo, la más influyente refundición de la “materia de Bretaña”. O como su compatriota Christopher Marlowe (1564-1593), reputado dramaturgo y contemporáneo de Shakespeare -hay quien afirma que “Shakespeare” no era más que un pseudónimo de éste-, quien falleció víctima de un oscuro lance tras haber sido acusado de “homicida, espía, ateo y homosexual”, no necesariamente por este orden.
            Por no ser, Cervantes ni siquiera fue un criminal comparable a los tres que acabo de citar, sino tan sólo un choricillo de poca monta, un desgraciado que malvivía a costa de los empleos menos lucrativos y al que todo el mundo a su alrededor exprimía sin piedad, empezando por su editor, un tal Juan de la Cuesta, que se enriqueció con la publicación del Quijote mientras el propio autor no recibía más que las migajas de su éxito, y acabando por las mujeres de su familia, apodadas “las Cervantas” por la dudosa moralidad de que hacían gala “recibiendo caballeros hasta altas horas de la madrugada”, según rezan las actas de un proceso judicial en el que se vieron envueltas en el ejercicio de su profesión. Por no hablar del copiota de Avellaneda...
            Su mala suerte era tan proverbial que, si hubiera puesto un circo, le habrían crecido los enanos. Cervantes quiso ser soldado y un tiro de arcabuz le inutilizó la mano izquierda durante la batalla de Lepanto (de ahí su sobrenombre). Una vez licenciado, y portando varias cartas de recomendación que habrían de procurarle un buen empleo a su regreso a España, los piratas berberiscos apresaron la galera en que viajaba y lo confinaron en “los baños de Argel” durante cinco largos años, en los que intentó escaparse en varias ocasiones. Precisamente por culpa de esas mismas cartas que tendrían que haber labrado su fortuna, los piratas lo tomaron por un personaje importante y pidieron un rescate desproporcionado para un pobre pelagatos como él. Tuvieron que rescatarlo los frailes trinitarios –una especie de ONG de la época- a base de colectas.
            Trató de sentar cabeza y su matrimonio fracasó rotundamente, separándose de su mujer a los dos años de casados y sin llegar a tener descendencia legítima. Luego quiso ser dramaturgo, como el chuleta de Lope, que escribía comedias con la misma frecuencia con que se cambiaba de camisa y ligaba con las actrices más pechugonas, pero ninguna de sus obras teatrales –trabajosamente redactadas- duró más de una semana en cartel, por lo que se le consideraba algo así como “veneno para la taquilla”.

            Mucho se está diciendo sobre Cervantes este año, en que se cumplen cuatrocientos años de la publicación de la segunda parte del Quijote. Hay quien, para celebrarlo, lo ha modernizado borrando de un informático plumazo las historias intercaladas en que tanto se recreaba su autor. Hay también quien busca su inspiración en personajes reales de la época y quien revuelve huesos tratando de identificar sus restos mortales. Esto último me parece especialmente absurdo. ¿Por qué, para qué? ¿Qué haremos cuando los hayamos encontrado, clonarlo...? Lo más probable es que acabemos enterrándolo de nuevo, aunque sea en pompa magna, en un alarde de tontuna necrófila tan sólo comparable al que llevó a los sufridos contribuyentes estadounidenses a financiar la búsqueda de la avioneta en que se hundieron John John Kennedy, su mujer y una hermana de ésta… ¡para poder esparcir sus cenizas en el mismo océano del que habían extraído previamente sus cuerpos!
            De eso precisamente va el Quijote, del abrupto contraste entre realidad y fantasía, delirio y lucidez. Don Quijote ama a Dulcinea del Toboso, que él imagina como una bellísima dama de alta alcurnia, aunque se trate de una porqueriza peluda y desaseada. Mientras que Clavileño no es más que un triste caballito de madera.

(Continuación en "Cincuenta sombras de Cervantes".)