¿Os habéis puesto crema? |
Hoy pensaba disertar sobre alcaldesas y, más
concretamente, del curioso perfil de que el periodista Xavier Vidal-Folch trazó
para El País poco antes de la
investidura de Ada Colau en Barcelona. En él decía cosas tan chocantes como que
ésta “sonríe bien, gasta ropa holgada y exhibe sin rubor cejas pobladas. La
adivinas llevando al chaval de tres años a la escuela, cartera en bandolera;
pasando el aspirador concienzudamente por los rincones del piso o salpimentando,
distraída, unos espaguetis mientras simultáneamente ultima una sorprendente
protesta callejera”. No sé ustedes, pero yo no acabo de entender si la está
piropeando por ser una mujer capaz de llevar a cabo varias tareas al mismo
tiempo o la está llamando fea, maruja y chapucera. En cualquier caso, semejante
derroche de imaginación hace que me pregunte si a alguien –que no sea El Gran
Wyoming- se le habría ocurrido decir algo así acerca de un alcalde. La
cotidianeidad de los hombres es inimaginable, intocable, difusa... ¡A saber qué
harán ellos en casa! Al parecer, tan sólo interesa su faceta política.
También pensaba citar a Manuela Carmena, nueva alcaldesa
de Madrid, a la que un inoportuno lapsus
linguae traicionó al proponer que “cooperativas de madres” -¿y los padres
qué?- limpiaran los colegios públicos de Madrid en lugar de encargárselo, como
viene siendo habitual, a una empresa especializada. Enseguida se corrigió y
añadió que no sólo se refería a las madres, sino a los progenitores de ambos
sexos, pero el mal ya estaba hecho. En mi opinión, no habrá esperanza para
nosotras mientras exista gente que siga alabando a esos hombres que tanto “ayudan”
en casa, como si no les correspondiera la mitad exacta de las tareas del hogar
y del cuidado de los hijos, o pregunte a las embarazadas –y jamás de los
jamases a sus parejas masculinas, por muy presentes en la conversación que
estén- si no piensan dejar de trabajar, pedir una excedencia o reducirse la
jornada laboral cuando haya nacido su bebé.
Pensaba hablar de todo esto y de otras cuestiones
relacionadas con el tema, pero no lo haré. Hace demasiado calor para criar mala
sangre con cosas que no tienen remedio y, en mi opinión, no cambiarán hasta que
los hombres empiecen a salpimentar distraídamente unos espaguetis mientras
maquinan alguna complicada estrategia profesional… A mí lo único que me apetece
en esta época es bañarme en el mar, tumbarme a la bartola con un buen libro y
echar por fin el cerrojo de la escuela.
Y esto me recuerda a otra controvertida cuestión que
surgió hace unos meses a raíz de un artículo, “Verde que te quiero verde”, que
publiqué en esta misma sección, además de en mi blog (http://anagomila.blogspot.com.es/2014/03/verde-que-te-quiero-verde.html). El
artículo en cuestión versaba sobre el tristísimo final de Antonio Machado,
Federico García Lorca y otros grandes damnificados de nuestra guerra civil,
como el bueno de Pedro Muñoz Seca. Un asiduo seguidor me preguntó entonces si
no existía “literatura de la alegría”, una literatura que describiera únicamente
momentos de felicidad, de plenitud física y mental. Le contesté algo así como
que la alegría no vende, que la felicidad ajena no interesa a nadie y hasta puede
llegar a resultar estomagante. En cualquier formato que sobrepase los quince
segundos canónicos de un spot de Ikea
o de galletas Mulino Bianco, la alegría cansa, aburre y empalaga.
En literatura, los finales felices no abundan y si alguna
obra tiene el atrevimiento de empezar con un episodio jocoso, pueden estar
seguros de que acabará de un modo atroz para los sufridos protagonistas. Effi Briest (1895), del escritor alemán
Theodor Fontane, es un espléndido ejemplo de ello: el mismo jardín que sirve de
escenario a la despreocupada infancia de Effie albergará su tumba cuando muera
tuberculosa y repudiada por su marido por adúltera. La misma dicotomía absurda hallaremos
en los dos monólogos más famosos de Joyce: el de Molly Bloom, en el que las palabras que más se
repiten son “I said yes, I will!” y el que cierra Dublineses (“Cae la nieve en calmada caída sobre los vivos y los
muertos”).
Hoy por hoy, prefiero ver la vida a través del cristal
que más me gusta, que no es de color rosa, como se suele decir, sino naranja
soleado del que tanto abunda en los cuadros de Sorolla, Joaquím Mir o Ignacio
Pinazo. ¡Alegría para todos! Ha llegado el verano.