Traducción

martes, 4 de junio de 2013

Crónica del halconero (I)

Fins que estigui actiu l'enllaç de l'Última Hora amb el meu bloc, us aniré reproduïnt els meus articles per aquest mitjà. Aquí teniu el segon:


Crónica del halconero

            Hace unos días tuve ocasión de hablar por teléfono con una antigua amiga de la Universidad a la que perdí de vista al terminar la carrera sin motivo aparente -no éramos las mejores amigas, pero nos llevábamos bien: cosas que pasan- y me contó la siguiente historia, que reproduciré aquí contando con su permiso porque, además de curiosa, me parece muy significativa de la situación actual.
            Cuando nos conocimos, Amalia estudiaba Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid y vivía junto a su madre, más bien anciana, en una tétrica pensión de Tetuán que ambas regentaban. El padre de Amalia las  había abandonado cuando ella era niña y no había vuelto a dar señales de vida, por lo que apenas se acordaba de él. Nunca me pareció especialmente traumatizada por ello. A decir verdad, Amalia nunca me pareció especialmente traumatizada por nada: tenía muy buen carácter y, aunque no era una alumna brillante, su enorme fuerza de voluntad la llevó a terminar sus estudios con excelentes resultados. Cuando nuestros caminos se separaron, estaba a punto de empezar el doctorado. Quería especializarse en pintura renacentista italiana, pues era una apasionada admiradora de Giotto, Paolo Ucello, Mantegna, Massaccio y demás autores del Quattrocento. En cierta ocasión estuve en su casa y, para mi sorpresa, descubrí que su escritorio estaba presidido por una lujosa reproducción del Guidoriccio da Fogliano de Simone Martini, que ella sostenía que era la primera pintura nocturna de la historia, y no por un póster del guaperas de turno. Amalia no tenía novio -“Ni falta que me hace”, solía decir con cierta sorna-; toda su vida estaba consagrada al estudio y al cuidado de su madre, que ya por entonces empezaba a estar algo delicada de salud. Tenía unas facciones menudas y regulares, pero no sabía ni quería sacar ningún partido de su serena belleza. Los chicos de la Universidad la ignoraban y, al menos en esto, eran plenamente correspondidos.

            Al recibir su llamada, tardé unos segundos en reconocer su voz, pues ésta se había vuelto más grave con el tiempo y las circunstancias: nada quedaba ya de su antigua voz en sordina. Tras dedicar unos minutos al intercambio de nimiedades, le pregunté si había conseguido terminar el doctorado y, de repente, fue como si se hubieran abierto las compuertas de un dique caudaloso. Entonces comprendí al fin por qué me había llamado: Amalia necesitaba desahogarse con urgencia y, dado su carácter retraído, lo más probable es que tuviera a nadie más con quién hacerlo, a pesar de los años trascurridos desde nuestro último encuentro. Le habían sucedido demasiadas cosas desde entonces, cosas que la habían llevado fuera del trazado recto y más bien monótono que había proyectado para su vida.
            Me contó que su pobre madre había muerto -”Pasó por la vida sin hacer ruido podría haber sido su epitafio”, dijo Amalia entre sollozos- cuando tan sólo le faltaban unos meses para exponer su tesis de doctorado. Al principio, Amalia hizo de tripas corazón y trató de seguir como si nada hubiera sucedido, ocupándose de la pensión y redactando su tesis, pero los huéspedes pronto empezaron a ponerse pesados -que si este mes me viene muy mal pagarte, ya veremos si a principios del que viene; que si la cena de hoy no me ha gustado, es que no sabes cocinar otra cosa; pero qué guapa te estás poniendo, Amalita, ay, si yo tuviera tus años...- y tuvo que cerrarla. Para poder mantenerse, pasó por todas las estaciones del joven estudiante sin recursos: estuvo friendo hamburguesas en el McDonald's y plegando camisetas en Zara; trabajó de teleoperadora para una oscura compañía de seguros e incluso poniendo copas en un pub del barrio en el que nunca antes había puesto los pies. Cuando por fin expuso su tesis, pensó que todo iba a ser diferente, pero no tardó en darse cuenta de que nada había cambiado. Seguía sin encontrar un trabajo que le gustara o que, al menos, le permitiera sobrevivir. Algún incauto le aconsejó prepararse unas oposiciones a Secundaria. La vocación docente de Amalia era poco menos que nula, pero aun así se las preparó concienzudamente, como sólo ella sabía hacerlo, y logró aprobarlas con una de las mejores calificaciones. Pero en la fase de concurso la superaron todos los aspirantes que ya habían trabajado como interinos anteriormente y, por tanto, tenían puntos de experiencia, así que a pesar de haber aprobado se quedó sin plaza.
            Antes de agotar sus últimos recursos económicos, Amalia decidió cerrar el piso de Madrid, dejándolo en manos de una agencia por si conseguían venderlo, o al menos alquilarlo, y se trasladó al pueblecillo de su madre, situado en la provincia de Toledo, donde pensó que la vida sería más barata. Una vez allí, no se le ocurrió otra cosa que tomar en gestión el bar-colmado que ocupaba los bajos de su nueva casa, un recio caserón de piedra que le había legado su madre.
            -Todo encajaba, ¿entiendes? -me dijo Amalia- No podía hacer otra cosa. Los antiguos arrendatarios acababan de jubilarse y el bar parecía estar esperándome con su letrero cutre de propaganda, sus rejas de hierro forjado a la toledana y las mesas cubiertas por un tapete de fieltro para que los viejos del pueblo pudieran matar la tarde jugando a dominó por el precio de un café con leche... Ni siquiera me propuse modernizarlo, tan sólo le di una mano de pintura al interior, y aun tuve que soportar las críticas de los clientes más asiduos por haber aclarado ligeramente el color.
            -¿Conocías el pueblo de tu madre?
            -¡Qué va...! No íbamos nunca. A mi madre no le gustaba.

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