Crónica del
halconero
Hace unos días tuve ocasión de
hablar por teléfono con una antigua amiga de la Universidad a la que perdí de
vista al terminar la carrera sin motivo aparente -no éramos las mejores amigas,
pero nos llevábamos bien: cosas que pasan- y me contó la siguiente historia,
que reproduciré aquí contando con su permiso porque, además de curiosa, me
parece muy significativa de la situación actual.
Cuando nos conocimos, Amalia
estudiaba Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid y vivía
junto a su madre, más bien anciana, en una tétrica pensión de Tetuán que ambas
regentaban. El padre de Amalia las había
abandonado cuando ella era niña y no había vuelto a dar señales de vida, por lo
que apenas se acordaba de él. Nunca me pareció especialmente traumatizada por
ello. A decir verdad, Amalia nunca me pareció especialmente traumatizada por
nada: tenía muy buen carácter y, aunque no era una alumna brillante, su enorme
fuerza de voluntad la llevó a terminar sus estudios con excelentes resultados. Cuando nuestros caminos se separaron, estaba a punto de empezar
el doctorado. Quería especializarse en pintura renacentista italiana, pues era
una apasionada admiradora de Giotto, Paolo Ucello, Mantegna, Massaccio y demás
autores del Quattrocento. En cierta ocasión estuve en su casa y, para mi
sorpresa, descubrí que su escritorio estaba presidido por una lujosa
reproducción del Guidoriccio da Fogliano
de Simone Martini, que ella sostenía que era la primera pintura nocturna de la
historia, y no por un póster del guaperas de turno. Amalia no tenía novio -“Ni
falta que me hace”, solía decir con cierta sorna-; toda su vida estaba
consagrada al estudio y al cuidado de su madre, que ya por entonces empezaba a
estar algo delicada de salud. Tenía unas facciones menudas y regulares, pero no
sabía ni quería sacar ningún partido de su serena belleza. Los chicos de la
Universidad la ignoraban y, al menos en esto, eran plenamente correspondidos.
Al recibir su llamada, tardé unos
segundos en reconocer su voz, pues ésta se había vuelto más grave con el tiempo
y las circunstancias: nada quedaba ya de su antigua voz en sordina. Tras
dedicar unos minutos al intercambio de nimiedades, le pregunté si había
conseguido terminar el doctorado y, de repente, fue como si se hubieran abierto
las compuertas de un dique caudaloso. Entonces comprendí al fin por qué me
había llamado: Amalia necesitaba desahogarse con urgencia y, dado su carácter
retraído, lo más probable es que tuviera a nadie más con quién hacerlo, a pesar
de los años trascurridos desde nuestro último encuentro. Le habían sucedido
demasiadas cosas desde entonces, cosas que la habían llevado fuera del trazado
recto y más bien monótono que había proyectado para su vida.
Me contó que su pobre madre había
muerto -”Pasó por la vida sin hacer ruido podría haber sido su epitafio”, dijo
Amalia entre sollozos- cuando tan sólo le faltaban unos meses para exponer su
tesis de doctorado. Al principio, Amalia hizo de tripas corazón y trató de
seguir como si nada hubiera sucedido, ocupándose de la pensión y redactando su
tesis, pero los huéspedes pronto empezaron a ponerse pesados -que si este mes
me viene muy mal pagarte, ya veremos si a principios del que viene; que si la
cena de hoy no me ha gustado, es que no sabes cocinar otra cosa; pero qué guapa
te estás poniendo, Amalita, ay, si yo tuviera tus años...- y tuvo que cerrarla.
Para poder mantenerse, pasó por todas las estaciones del joven estudiante sin
recursos: estuvo friendo hamburguesas en el McDonald's y plegando camisetas en
Zara; trabajó de teleoperadora para una oscura compañía de seguros e incluso
poniendo copas en un pub del barrio en el que nunca antes había puesto
los pies. Cuando por fin expuso su tesis, pensó que todo iba a ser diferente,
pero no tardó en darse cuenta de que nada había cambiado. Seguía sin encontrar
un trabajo que le gustara o que, al menos, le permitiera sobrevivir. Algún
incauto le aconsejó prepararse unas oposiciones a Secundaria. La vocación
docente de Amalia era poco menos que nula, pero aun así se las preparó
concienzudamente, como sólo ella sabía hacerlo, y logró aprobarlas con una de
las mejores calificaciones. Pero en la fase de concurso la superaron todos los
aspirantes que ya habían trabajado como interinos anteriormente y, por tanto,
tenían puntos de experiencia, así que a pesar de haber aprobado se quedó sin
plaza.
Antes de agotar sus últimos recursos
económicos, Amalia decidió cerrar el piso de Madrid, dejándolo en manos de una
agencia por si conseguían venderlo, o al menos alquilarlo, y se trasladó al
pueblecillo de su madre, situado en la provincia de Toledo, donde pensó que la
vida sería más barata. Una vez allí, no se le ocurrió otra cosa que tomar en
gestión el bar-colmado que ocupaba los bajos de su nueva casa, un recio caserón
de piedra que le había legado su madre.
-Todo encajaba, ¿entiendes? -me dijo
Amalia- No podía hacer otra cosa. Los antiguos arrendatarios acababan de
jubilarse y el bar parecía estar esperándome con su letrero cutre de
propaganda, sus rejas de hierro forjado a la toledana y las mesas cubiertas por
un tapete de fieltro para que los viejos del pueblo pudieran matar la tarde
jugando a dominó por el precio de un café con leche... Ni siquiera me propuse
modernizarlo, tan sólo le di una mano de pintura al interior, y aun tuve que
soportar las críticas de los clientes más asiduos por haber aclarado
ligeramente el color.
-¿Conocías el pueblo de tu madre?
-¡Qué va...! No íbamos nunca. A mi madre
no le gustaba.
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