Traducción

lunes, 21 de octubre de 2013

Tontos de capirote


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Tonto el que lo lea... ¿o no?
            Los capirotes no sólo son esos conos de cartón con los que se enderezan las caperuzas de los penitentes en Semana Santa. En tiempos no muy lejanos, también se imponían como castigo a los alumnos menos aplicados.
            Hace un par de semanas se publicaron los resultados del último informe de la OCDE, que evalúa el nivel de comprensión lectora y matemáticas de la población en edad laboral. Como no podía ser de otra manera, estamos en el furgón de cola de los llamados países occidentales. De hecho, somos los peores en matemáticas y los penúltimos en comprensión lectora, únicamente superados por mis queridos amigos italianos. Según este informe, la mayoría de adultos españoles no saben hacer operaciones matemáticas sencillas con decimales -como sumar o restar precios, por ejemplo-, ni calcular porcentajes –imprescindibles para comprobar la veracidad de las supuestas ofertas con que nos tientan continuamente-. También son incapaces de relacionar textos entre sí y, por lo tanto, de contrastar distintas fuentes de información. No sé si os dais cuenta, pero todo esto nos convierte en un rebaño de ovejitas fácilmente manipulables por unos pocos “ilustrados”.
            Curiosamente, no parece ser cuestión de dinero, ya que España invierte en Educación por alumno algo más que la media europea. Tampoco podemos atribuirlo a la cantidad de horas lectivas que reciben anualmente los nuestros: a los finlandeses se les imparte un tercio menos y, no obstante, se disputan los primeros puestos del informe con los nipones. Ni siquiera nos queda el consuelo de echarle la culpa a la elevada ratio de alumnos por aula, ya que la nuestra es inferior a la media.

            Dichos resultados no me sorprenden en absoluto, pues sé por experiencia propia que muchos adultos, puestos frente a un sencillísimo texto periodístico, no saben distinguir las ideas principales de las secundarias, ni resumirlo sin recurrir al “corta-pega” típico de quien abusa de los ordenadores, atribuyéndoles cualidades que no tienen (sirven para ordenar información y además lo hacen estupendamente, pero no para seleccionarla en nuestro lugar). La mayoría confunden subrayar con colorear al fluorescente, repiten una y otra vez las mismas expresiones por falta de vocabulario específico, sólo saben acentuar de forma “intuitiva” –con resultados tan nefandos como los de los correctores automáticos de los dispositivos móviles- y no conocen otro signo de puntuación que no sea la coma, salpimentada sin más criterio que “Si aquí no respiro, me ahogo”.
            Todo lo que acabo de decir, en realidad, no es grave. Hay que ser consciente de que, por desgracia, no todo el mundo tiene la misma capacidad intelectiva ni las mismas oportunidades materiales de estudiar. No es grave… ¡siempre y cuando se tenga propósito de enmienda! El primer paso para ello sería asumir los propios errores y carencias en lugar de enmascararlos o restarles importancia, como hace mucha gente; sólo así podremos ponerles remedio. Por eso me niego a sustituir el rotulador rojo por el verde –menos ofensivo- a la hora de corregir, como propugnan algunas teorías pedagógicas. Mis alumnos y yo lo llamamos irónicamente “el boli de la vergüenza”. “¡Venga, sacad el boli de la vergüenza!”, les conmino siempre con voz cavernosa al terminar un dictado. Se parten de la risa mientras lo extraen de las profundidades del estuche, pero a continuación se autocorrigen sin hacer trampa. Avergonzarse de uno mismo cuando uno se lo merece no sólo no tiene nada de malo, sino que es incluso saludable.
            La culpa de todo ello, en mi opinión, no es únicamente del sistema educativo español, que dista mucho de ser perfecto, cierto es, sino sobre todo de nuestro aun más deficiente sistema de valores, cuyo lema podría ser “Leer es de frikis, ser empollón no mola nada”. Lo guay es tener músculos, no cerebro. Nuestra sociedad no admira a las personas cultas ni que hacen gala de buena educación, así como los artistas sólo se juzgan a partir del volumen de negocio que consigan generar a su alrededor. No está bien visto asistir a un concierto de música clásica que no sea, al mismo tiempo, un evento social multitudinario, como la ópera. Ni al teatro, a no ser que vayas a escuchar a los monologuistas de El club de la comedia y programas similares (que me encantan, la cosa no va contra ellos). Ir de exposiciones, ¡valiente memez! Sólo visitamos museos cuando vamos de viaje y únicamente si no hay ningún parque temático en las inmediaciones. Entre Eurodisney y el Musée d’Orsay de París, el primero gana por goleada.
Vivimos en un país de cafres, estoy convencida. Lo más triste es que todo esto no sólo no va a mejorar con la LOMCE, sino que empeorará sin remedio, ya que la Música y la Plástica sólo son optativas en cualquier nivel académico, y para colmo están colocadas en alternativa a una segunda lengua extranjera. ¿Qué padre en su sano juicio y con los valores de los que acabo de hablar va a permitir que su adorado hijito aprenda música en lugar de alemán? Y luego nos extrañamos de que la OCDE nos ponga capirote y hasta orejas de burro… 

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