¿Cómo dices? |
Por
eso no es de extrañar que Rajoy -visto que ni
siquiera sabe lo que es una acotación como el ya tristemente famoso “Fin de la
cita”- evite hablar en público y
suela delegar dicha responsabilidad en Soraya Sáenz de Santamaría que, lejos de
ser una oradora brillante, al menos no aburre a las ovejas. En cuanto a Rubalcaba,
él no se escaquea a la hora de comparecer ante los medios, pero está lleno de
tics y tampoco se aparta del guion trazado.
Independientemente
de cuáles sean vuestras ideas políticas, ¿es que nadie echa de menos la labia
de Felipe González o la lengua viperina de Alfonso Guerra? Por no hablar de la
cadenciosa solemnidad de Adolfo Suárez, autor de la célebre frase “Puedo
prometer y prometo…”, al que apenas recuerdo. Incluso Manuel Fraga, que nunca
se distinguió por hablar de forma clara e inteligible, era preferible a los
oradores de medio pelo que pululan actualmente por el Congreso de los Diputados,
incapaces de subirse a un estrado sin leer de cabo a rabo un discurso preparado
de antemano por sus asesores (sólo así se entiende que Ana Botella hiciera el
ridículo en Mundivisión con su “relaxing
cup of café con leche”) acompañado de movimientos robóticos y
desacompasados como los de José Luis Rodríguez Zapatero. Los que más destacan
–hablo sólo desde el punto de vista retórico, sin entrar a juzgar su filiación
política- no pasan de ser oradores mediocres, como Cayo Lara, Rosa Díez o Susana
Díaz. Por más que lo pienso, no logro encontrar ninguno que me entusiasme.
Soy
de las que creen que es mejor llamar a las cosas por su propio nombre –“Al
pan, pan y al vino, vino”-, pero no veo por qué al adquirir un producto comercial
exigimos que esté bien presentado y a la hora de elegir a nuestros
representantes políticos durante cuatro largos años no les pedimos que nos
doren la píldora con un buen discurso.
Mis
alumnos alucinan cuando les digo que la Retórica, o arte de hablar bien, a
finales de la Edad Media o durante el Renacimiento era una asignatura destacada
e irrenunciable dentro del programa de estudios de cualquier universidad que se
preciase. Hoy en día, sin embargo, apenas se le da importancia.
Por
supuesto, la retórica no debe andar en detrimento de la verdad ni de la
coherencia política. No vale ser un orador tan persuasivo como Obama, que
incluso fue capaz de entrar bailando con naturalidad en el David Letterman’s Show, y no cerrar Guantánamo, una de las promesas
que le valió su primer triunfo electoral, además de un precipitado y bochornoso
Nobel de la Paz. No vale ser un encantador de serpientes como Silvio
Berlusconi, que domina como nadie el arte de hechizar a las masas con su
palabrerío vacuo, gestos campechanos y bromitas de mal gusto, y utilizar la política
para enriquecerse, amén de para satisfacer sus bajos instintos.
Hay
que reconocer que los políticos italianos en general –a excepción de su
sosísimo primer ministro, Enrico Letta- nos sacan delantera en esto de la
retórica. También es verdad que están mucho más entrenados que los nuestros, ya
que casi todos los días tienen oportunidad de participar en algún encarnizado y
apasionante debate televisivo. ¡Ojalá tuviéramos nosotros aquí a algún político
de verbo tan vivo y pintoresco como Antonio Di Pietro, fundador de Italia dei
Valori! Aunque si algo no echo de menos –para kamikaze ya tenemos al ex presidente Aznar- es el estilo
incendiario y nihilista de Beppe Grillo, impulsor del Movimento 5 Stelle. Que
se lo queden los italianos.
¡Vade retro, vendedores de aire frito!
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