Para una
amiguica, ella sabrá quién es.
Hace unas
semanas, aprovechando el puente de mayo, estuve en el pueblo de Amalia. Los que
hayan seguido toda la saga de “Crónica del halconero”, publicada en esta misma sección,
así como en mi blog, sabrán de quién les hablo.
Llegamos
al pueblo de anochecida. A medida que nos alejábamos de Madrid, y sobre todo
desde que abandonamos la autovía de Toledo y nos adentramos en la red de
carreteras regionales, fuimos dejando atrás las promociones urbanísticas
desiertas, los toros de Osborne y la pestilencia de asfalto renovado. El
pueblo de Amalia está rodeado de mieses, principalmente trigo y cebada, que a
la luz dorada del atardecer parecen un mar de espigas surcado por algún caserón
solitario y a menudo ruinoso. “El campo se muere”, sentenció mi acompañante con
pesar.
-¿Tú
crees?- respondí- He leído en alguna parte que cada vez hay más gente que
emigra, no sólo al extranjero, sino sobre todo a las zonas rurales. La
verdadera emigración es hacia el interior del país.
Cuanto más nos acercábamos al pueblo, más
ondulado y amable se hacía el paisaje, menos berroqueño. El último tramo de la
carretera transcurría junto a un riachuelo lodoso marcialmente flanqueado por
una hermosa plantación de álamos.
Al
llegar al pueblo, no tuvimos que preguntar por el bar de Amalia, a pesar de no
haber estado nunca allí, pues era el único del lugar. Mi amiga salió de tras la
barra secándose las manos con una trapo colorado y se acercó a nosotros con una
sonrisa. Su serena belleza se había ido incrementando con los años y, a pesar
de seguir tan descuidada como siempre (cara lavada, coleta desecha, chándal
viejo), su rostro resplandecía.
-¿Qué
tal estás? –me interrogó con voz cantarina mientras me abrazaba y saludaba a mi
acompañante.
-¿Dónde
está Eduardo? –le pregunté tras el intercambio de cortesías de rigor- Me muero
de curiosidad por conocerle.
-Vamos a
casa –me contestó mientras le hacía señas a una señora oronda y algo bizca que
deambulaba por entre las mesas-. Es la vecina –añadió mientras nos conducía al
otro lado de una cortina de macarrones de colores-, desde que se quedó viuda me
echa una mano con el bar de vez en cuando. Así puedo pasar más tiempo con el pequeñajo.
Encontramos
a Eduardo acunando a su bebé entre las sombras del patio, el típico atrio manchego
enjalbegado y con el zócalo pintado de añil, rodeado por un tejadillo que
cubría numerosos aperos de labranza y algunas macetas entre las que
predominaban los geranios y las plantas aromáticas. Al vernos, se llevó el
índice a los labios y sonrió. Me pareció muy guapo, aunque mayor de lo que
esperaba. Alto, flaco, con una estructura ósea de maniquí: un Jeremy Irons de
tapadillo.
-Pero –se
escandalizó Amalia-, ¿cómo tienes al crío aquí fuera a merced de los mosquitos?
¡Que se lo van a comer! Anda, trae… Dámelo.
El bebé
entreabrió los ojos y enseguida volvió a cerrarlos, rendido por el cansancio.
-Pobrecito
mío, menos mal que es un santo…
Aquella
noche, después de cenar copiosamente, dormimos sobre un colchón de lana. Hacía
más de diez años que no tocaba uno y la verdad es que descansé de maravilla a
pesar de tener algún que otro gurruño apelmazado clavado a la altura de los
riñones. Nuestra habitación era una alcoba separada de la salita por una gruesa
manta abigarrada colgada sobre el vano. A lo lejos me pareció oír ulular a un
búho.
A la
mañana siguiente, aprovechando que era domingo y no había que abrir el bar, nos
llevaron a recoger espárragos por los alrededores. Eduardo habló poco y parecía
más pendiente del niño que la propia Amalia, que parloteaba sin cesar. En un
momento dado, metió los pies en un regato y, a pesar de habérselos empapado por
completo, se echó a reír a carcajadas. La Amalia quejumbrosa, reconcentrada y
sombría que conocí en la Universidad, ya había quedado atrás, dando lugar a un
ser nuevo, tan revoltoso y ligero como una mariposa.
A
mediodía vino otro vecino y nos asó un cabritillo en el patio. Enseguida lo
devoramos entre todos, acompañado por unos buenos pimientos peleones, de esos
que no te dejan dormir ni sobre un colchón de lana, y regándolo con abundante
vino de cosechero que había traído el vecino. Eduardo participaba del regocijo
general con la misma educada contención que un antiguo rey en el exilio. En
algún momento, el chiquillo se echó a llorar, sobresaltado por las risotadas de
la sobremesa, y él lo tomó entre sus brazos con infinita ternura.
-No
durará –murmuró Amalia a mi lado, hablando en serio quizá por primera vez desde
nuestro reencuentro-. No puede durar. Es imposible. Pero, entre tanto, ¿por qué
no tratar de ser feliz…?
Una
lágrima brilló en sus sinceros ojos castaños, no sé si de pesar o de pura,
descacharrante, contagiosa alegría.
ENLACES RELACIONADOS:
"Crónica del halconero (I)"
"Crónica del halconero (II)"
"Crónica del halconero (y III)"
"Crónica del halconero (IV)"
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