Traducción

lunes, 30 de junio de 2014

Mar de mares

Puerto de Levanzo (Islas Égades, Sicilia)
           Un corresponsal desconocido ha compartido conmigo a través de Google+ una imagen muy parecida a la que ilustra este artículo, que no reproduzco por una cuestión de derechos de imagen. Según el pie de foto que la acompaña, se trata del puerto de Levanzo, una de las islas Égades, un pequeño archipiélago situado al oeste de Sicilia. Conozco y admiro la mitad oriental Sicilia –el intenso olor a pescado fresco de Aci Trezza, la preciosa almadraba de Marzamemi, la serena belleza de Portopalo di Capopassero, las imponentes iglesias barrocas de Ragusa Ibla y la calle principal de Noto que, soberbiamente iluminada en tonos cálidos, resulta tan hermosa que casi dan ganas de llorar-, pero nunca he estado en las Égades. Aun así, y aun antes de leer el pie de foto, ya sabía que se trataba de algún rincón perdido del Mediterráneo, como seguramente os habrá sucedido también a vosotros.
¿Qué es lo que determina tan claramente la mediterraneidad de esta foto? ¿Lo azul del cielo, la escasa vegetación que salpica las colinas del fondo, la blancura de los edificios, el hecho de que tengan azoteas en lugar de tejados -señal inequívoca de que llueve poco-, un cierto aire de decadencia, el tono calizo de las rocas del puerto o la transparencia del mar? ¡Quién sabe…! En cualquier caso, y a juzgar por la fotografía, parece ser que Levanzo es tan inequívocamente mediterránea como nuestra querida islita.

Apenas conozco otro mar que no sea el Mediterráneo, sobre todo el trecho que va desde Tarifa hasta la Costiera Amalfitana, al sur de Nápoles. En él me siento como en casa, cosa que jamás me ha sucedido en el norte de Europa, a pesar de haberme gustado mucho algunas de las ciudades que he visitado por allí. Probablemente sea por culpa de factores tan peregrinos como la falta de sol o la escasa variedad de la cocina, pero siempre hay algo que acaba por repelerme si estoy más de quince días.
Sin embargo, y aunque nunca he puesto los pies en Grecia, me reconozco en todas y cada una de las canciones de Mikis Teodorakis que Maria del Mar Bonet versionó para su disco-homenaje El·las (1993). Jamás he estado en Egipto, pero la Alejandría decadente y voluptuosa que describe Konstantinos P. Kavafis en sus poemas –recomiendo especialmente la traducción de Carles Riba- o Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría no me es tan ajena como lo fueron en su día Praga, Bristol o Estocolmo, por citar tres ciudades hermosas que me dejaron indiferente. Asimismo, tampoco conozco Argelia –qué más quisiera-, pero al leer los relatos de Camus me siento más identificada con su “país de polvo y chumberas” que con ningún otro… Seguramente por la misma razón por que me emociono con la “Chanson hebraïque” de Ravel y no con el Peer Gynt de Edvard Grieg, aun reconociéndole el mérito.


¿Qué tenemos en común los habitantes del Mediterráneo? Sin pensarlo demasiado, que cada cual haga su propia lluvia de ideas, me vienen a la mente palabras como hedonismo, indolencia, fatalismo, informalidad, falta de responsabilidad individual e incoherencia. A los mediterráneos nos gustan el buen vino y la buena mesa, estar de tertulia con los amigos o la familia, echarnos la siesta, bañarnos en el mar, las veladas interminables… A veces, basta un tímido rayo de sol en primavera para hacernos felices.
La indolencia y el fatalismo son la cara triste de dicho fenómeno. La naturaleza que nos rodea es tan pródiga que no hace falta esforzarse gran cosa para obtener lo que uno necesita. El Mediterráneo nos malcría como una madre consentidora, quizá por eso seamos tan impuntuales, gritones, maleducados y mostremos tan escaso respeto por lo ajeno, incluido lo que pertenece a la comunidad en su conjunto. Quizá por eso seamos tan reacios a admitir nuestras culpas; los mediterráneos siempre sabemos a quién señalar o tenemos una mala excusa preparada. Todo, hasta lo que afecta y tiene su origen en un único individuo, es achacable a los políticos, los banqueros o al pagano de turno.
           Es hora de que el Mediterráneo nos dé un buen tirón de orejas, ¿no creéis? Mar de mares, mal de mares, mar de males… ¡Mare Nostrum!

martes, 24 de junio de 2014

Si no tengo amor...

Si no tengo amor, seré como una campana que resuena. Si no tengo amor, no soy nada.

viernes, 13 de junio de 2014

Algo huele a podrido en Finlandia (y II)


            Como dijo Xavier Melgarejo en su conferencia sobre el sistema educativo finlandés (http://youtu.be/HoY7DYcUgyI) de la que ya hablé hace un par de semanas, los maestros de allí empiezan todas sus clases con algo llamativo, sorprendente, contradictorio que, aun sin estar relacionado con el tema del que se vaya a tratar a continuación, sirva para atrapar y enganchar la atención de sus alumnos. Mi tergiversación de la mítica frase de Marcelo en Hamlet, “Algo huele a podrido en Dinamarca”, no es más que eso, un MacGuffin.

            Otra gran diferencia entre el sistema educativo finlandés y el nuestro, que todavía no había comentado, es que los niños de allí no aprenden a leer hasta los siete años, cuando su intelecto está totalmente maduro para asumirlo en lugar de “crecer con ello”, como los nuestros. No sé si es bueno o malo, y no me atrevo a opinar sobre ello porque soy profe de secundaria, no maestra. Lo que sí tengo claro es que contribuye a incrementar su ya de por sí excelente dominio del inglés, puesto que en Finlandia no existe el doblaje y, por lo tanto, todas las series y películas anglófonas se emiten en versión original subtitulada. Subtítulos que los niños finlandeses no sabrán leer… ¡hasta los siete años! Así que, entre tanto, no les queda más remedio que aprender inglés “de oído”. Es decir, que la televisión finlandesa no sólo no los “deseduca”, como la nuestra, sino que encima les enseña.
            El currículum finlandés –nuestra LOMCE, para entendernos- es breve e inconcreto para otorgar de mayor autonomía a los centros y a las instituciones locales, que participan activamente en su diseño. Las clases son de tres cuartos de hora y están separadas entre sí por un intervalo de quince minutos durante el cual todos los alumnos salen al patio, tanto si llueve como si nieva. Los niños finlandeses juegan muchísimo más que los españoles, que sólo gozan de media hora de patio, y dada la puntualidad y la seriedad con que afrontan sus clases, desahogados y con la mente despierta a fuerza de recibir -y propinar- bolazos, las aprovechan al máximo.
            Los maestros están excelentemente considerados en Finlandia, pues la educación de las nuevas generaciones es un asunto prioritario para el Estado. Ser maestro allí “viste” mucho, es una profesión tan prestigiosa como la de médico, economista o notario en nuestro país. En Finlandia, ¡a nadie se le ocurre pensar que son un hatajo de vagos…! Entre otras razones porque sólo los mejores estudiantes de secundaria, aquellos cuya media académica está por encima del 9’5 sobre 10, logran acceder al equivalente a nuestros actuales grados de Educación Infantil y Educación Primaria (el antiguo Magisterio).

            Otra gran diferencia que nos separa de los finlandeses y, en mi opinión, nos acerca a los cavernícolas es la importancia que otorgan a la creatividad en el aula. De hecho, uno de los requisitos imprescindibles para ser maestro, además de la altísima nota mínima de la que hemos hablando anteriormente, es saber tocar un instrumento musical, cantar, bailar, actuar, escribir, pintar, esculpir o practicar cualquier otra disciplina artística, incluidas las más modernas. Si comparamos esto con la LOMCE, en que el espacio horario dedicado a la Música y la Plástica se ha reducido hasta quedar convertidas ambas en un par de optativas perfectamente prescindibles, a vosotros no sé, pero a mí… ¡se me cae la cara de vergüenza! Pero, ¡cómo podemos ser tan borricos!
            A la hora de convertirse en maestro, en Finlandia también se valora la sensibilidad social. Es decir, que el aspirante a maestro apoye económicamente a alguna ONG o realice actividades de voluntariado. Así mismo, el vínculo entre educadores y alumnos es aun más fuerte que aquí: más que tutores, los maestros finlandeses son como una segunda madre o padre para sus alumnos. Para soportar semejante carga psicológica, hay que tener mucha vocación docente, cosa que en nuestro país no creo que falte. Lo que falta, si me permitís, son recursos materiales, más profesorado de apoyo, el restablecimiento de unas ratios razonables, mayor voluntad de mejora por parte de los educadores -¿qué hay de malo en aprender inglés, compañeros?- y sobre todo reformar nuestro maltrecho sistema educativo de forma urgente y consensuada. Y en todo esto los finlandeses, al parecer, todavía tienen mucho que enseñarnos.