Albert se levantó y accedió al
interior del café. De improviso, toda la luminosidad enfervorecida de la
terraza se trocó en sombras neblinosas. El alegre toldo anaranjado que
antiguamente planeaba sobre su cabeza ya no era más que un vago recuerdo.
Al pasar junto a él, el hombrecillo
se puso en pie, le dirigió una educada inclinación de cabeza y le espetó unas
palabras que, a pesar de estar formuladas en otro idioma, no le costó entender.
Toda su irritación se esfumó de golpe.
-Senyor,
m’han dit que vostè és menorquí –repitió con voz inusitadamente firme.
-No exactamente –le contestó Albert
en francés-. La familia de mi madre lo era.
El hombrecillo asintió, dando
vueltas entre las manos a un anticuado sombrero.
-¿Quién es usted?
-Alguien que tuvo que huir de su
tierra –su francés era inseguro, pero correcto.
-¿Español?
-Republicano.
-¿Menorquín?
-De Mahón. ¿Ha estado usted allí?
-No.
-Conozco Argelia. Antes de pasar a
Francia, me escondí durante unos meses en Bab-el-Oued –al decir esto, sus ojos
parecieron inundarse de luz. Pero dicho destello se apagó tan pronto que Albert
se preguntó si había existido realmente o si se habría tratado de un reflejo
pasajero-. El clima argelino no es muy distinto del nuestro. En París, sin
embargo, hace mucho frío.
-Parece usted demasiado mayor para
haber combatido –objetó Albert, sin ánimo de resultar ofensivo.
-Usted mejor que yo debería saber
que no sólo se combate con las armas.
Albert asintió. A pesar de la
dulzura con que había sido pronunciada la frase, aquel desconocido acababa de
darle una lección de dignidad que jamás olvidaría.
-¿Puedo ayudarle en algo?
-No, no… Sólo quería saludarle. ¡Es tan
hermoso encontrarse con un compatriota!
-Voy al baño un momento. Espéreme,
por favor. Me gustaría invitarlo a un café.
Frente al espejo del lavabo, Albert
hizo esfuerzos por contener las lágrimas. Toda su paupérrima infancia estaba
resumida en la actitud modesta de aquel hombre, el primer menorquín que conocía
lejos de Argelia. El intenso olor a lejía que impregnaba las manos de su madre,
la temible fusta con que lo castigaba su abuela, la inocencia balbuciente de su
tío Étienne. Y el rumor quedo de los coches de línea, de un verde envenenado,
que pasaban bajo su balcón a intervalos regulares, levantando una polvareda que
llegaba hasta el primer piso. Y la arena de la playa deslizándose entre sus
dedos, el perfume a resina de los pinos que bordeaban la costa, la blancura insostenible
del perfil de su ciudad, interrumpido aquí y allá por la cúpula de algún
minarete solitario. De improviso, volvió a sentir el rencor punzante que le
suscitaban los fastuosos escaparates de los colmados, atiborrados de mercancías
suculentas con las que por aquel entonces ni siquiera se atrevía a soñar. Todo
era Argelia. Y aquella Argelia malhadada se le clavó en el costado como algo
real, no como mero material literario.
Cuando al fin salió del baño, el
hombrecillo ya no estaba allí. Una sonora carcajada de María acogió su regreso
a la terraza soleada.
FIN
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