Tras muchos años de viajar
a lo largo y ancho de la vía férrea española, había llegado a la conclusión de
que los compartimentos de primera clase varían mucho de un tren a otro, pero los
de segunda parecen todos cortados por el mismo patrón: oscuros, polvorientos, incómodos,
anticuados, con los mismos asientos estampados semiabatibles, los mismos
reposacabezas sucios y las mismas puertas que no cierran. Después de tantos años,
y sobre todo si viajaba de noche, como en aquella ocasión, solía entrar a
ciegas en el primer compartimento en el que vislumbrara un asiento libre junto
a la puerta para no tener que despertar a nadie cada vez que quisiera ir al
baño o visitar el vagón-comedor; sólo así se entiende que se sentara frente a
él sin darse cuenta inmediatamente de quién era.
¿Cuánto tiempo tardó en reconocerlo? No lo sabía, pero sin duda no fue hasta después de acomodarse. Sólo entonces sus ojos se encontraron con los de él a través de la penumbra que envolvía el vagón, cuando ya era demasiado tarde para fingir que se había equivocado de sitio con naturalidad, sin quedar como una cobarde. Como solía suceder veinte años atrás, por puntual que ella llegara a sus citas, él siempre se le había adelantado, como si no tuviera nada mejor que hacer que esperarla en una esquina y regodearse en la idea de volver a estrecharla entre sus brazos. Aunque, en esta ocasión, su encuentro fue puramente fortuito e indeseado.
¿Cuánto tardó en reaccionar? Seguramente su mente, e
incluso su aletargado corazón, tardaron mucho menos que su rostro, acostumbrado
al fingimiento de la escena, en evidenciar algo parecido al sobresalto. La
mirada de él era inequívocamente hostil, como si lo primero que hubiera
recordado al verla fuera la tarde en que lo abandonó, aquella patética tarde en
que ella, que se había prometido a sí misma no llorar ni perder la calma, había
terminado chillando fuera de sí que no lo aguantaba más, que estaba harta de
sus altibajos, que estar con él iba contra la estabilidad que necesitaba para
seguir desarrollando su incipiente carrera artística, y que el amor apasionado
e incondicional que él le demostraba continuamente había acabado por agobiarla,
como si no tuviera más remedio que quererle, como si no tuviera otra opción que
la de permanecer junto a él, amarrada al timón de un barco a punto de
estrellarse contra los escollos.
-¿Qué pasa? ¿Es que ya no te acuerdas de mí? –masculló
ella torpemente, sonriendo con timidez. Veinte años atrás se habría ruborizado,
pero en aquella ocasión estaba segura de no haberlo hecho.
-Hola –respondió él con su voz ronca habitual.
Los otros ocupantes del vagón, una familia árabe formada
por una joven madre tocada con un pañuelo, una niña de ojos oscuros como
cuentas de azabache y un chiquillo algo menor de aspecto adormilado, no daban muestras
de entenderles ni de querer entablar conversación con ellos. El tren abandonó
la estación y las últimas luces de la coqueta ciudad de provincias en que vivía
actualmente se alejaron al ritmo traqueteante del tren. El crepúsculo había
cubierto las suaves colinas de los alrededores con un manto de terciopelo violáceo
salpicado de reflejos anaranjados. No tardarían en adentrarse en la meseta.
-¿Vas hasta la última estación? –le preguntó
irracionalmente y deseando con todas sus fuerzas que contestara que no tardaría
en descender.
-No, pero casi. ¿Te molesta? –le espetó él en tono
furibundo.
-¡No, claro que no! –exclamó ella, arrellanándose en su
asiento.
-No tenemos por qué hablar.
-Eso por supuesto.
Exhausta por los agotadores ensayos de los últimos días y
su inesperado reencuentro, ella cerró los ojos. Quizá si apretaba los párpados
con fuerza él desaparecería, acabaría por convertirse en una ilusión óptica, en
un holograma. Pero fue en vano: incluso a solas con su conciencia, seguía
examinándola con expresión severa desde el asiento de enfrente. ¡Qué mala
suerte habérselo encontrado, qué fatalidad…! Un escalofrío le recorrió el
espinazo a pesar del calor que empezaba a dejarse sentir en el interior del
compartimento umbrío.
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