He aquí mi primer podcast para ivoox. ¡Espero que lo disfrutéis! Para acceder a él, sólo hay que clicar sobre el siguiente enlace:
Lectura dramatizada de "Crónica del halconero"
Desde aquí me ofrezco a volver a grabarlo para cualquier emisora seria.
* *
Crónica del halconero
GUION RADIOFÓNICO
NARRADORA: Hace unos días estuve hablando por teléfono con una
antigua amiga de la Universidad con la que perdí el contacto al terminar la
carrera. No éramos las mejores amigas, pero nos llevábamos bien.
Cuando
nos conocimos, Amalia estaba estudiando Historia del Arte en la Universidad Complutense
de Madrid y vivía junto a su madre, que estaba bastante delicada, en una
tétrica pensión de Tetuán que regentaban entre ambas. El padre de Amalia las había
abandonado cuando ella era una niña, ni siquiera lo recordaba, pero nunca me
pareció especialmente traumatizada por ello. A decir verdad, nunca me pareció
especialmente traumatizada por nada: mi amiga tenía buen carácter y, aunque no
era una alumna brillante, su enorme fuerza de voluntad la llevó a rematar la
licenciatura con una media de notable alto.
Cuando
nuestros caminos se separaron, Amalia estaba a punto de empezar el doctorado.
Quería especializarse en pintura renacentista italiana, ya que era una apasionada
admiradora de Fra Angelico, Giotto, Massaccio, Paolo Ucello, Mantegna y demás
autores del Quattrocento. En cierta ocasión estuve en su casa y, para mi
sorpresa, descubrí que su escritorio estaba presidido por una cuidada
reproducción del Guidoriccio da Fogliano de Simone Martini,
que ella sostenía que era la primera pintura nocturna de la Historia del Arte,
y no por un póster del guaperas de turno, como teníamos todas.
Amalia
tenía unas facciones menudas y regulares, pero no sabía ni quería sacar ningún
partido de su serena belleza. Los chicos de la Universidad la ignoraban y, al
menos en esto, eran plenamente correspondidos. En el fondo, supongo que me daba
cierta pena.
(Ruido de cláxones.)
NARRADORA: Al recibir su llamada, tardé unos segundos en reconocer
su voz, algo más grave y segura de como yo la recordaba. Tras dedicar unos
minutos al típico intercambio de nimiedades, le pregunté si había conseguido
terminar el doctorado y, de repente, fue como si hubiera abierto las compuertas
de un dique caudaloso… Entonces comprendí por qué me había llamado: Amalia
necesitaba desahogarse con urgencia y, dado su carácter retraído, era probable que
no tuviera a nadie más con quién hacerlo, a pesar de los años trascurridos
desde nuestro último encuentro.
Me
contó que su madre había muerto. ”Pasó por la vida sin hacer ruido podría haber
sido su epitafio”, dijo ahogando un sollozo. Al principio, hizo de tripas
corazón y trató de seguir como si nada, ocupándose de la pensión y redactando
su tesis doctoral, pero los huéspedes pronto empezaron a desmandársele -que si
este mes me viene muy mal pagarte, ya veremos si a principios del que viene;
que si la cena de hoy no me ha gustado, niña, es que no sabes cocinar otra
cosa; pero qué guapa te estás poniendo, Amalita, ay, si yo tuviera tu edad...-
y tuvo que cerrarla.
Para
poder mantenerse, pasó por todas las estaciones del joven estudiante sin
recursos: estuvo friendo hamburguesas en el McDonald's y plegando camisetas en
Zara; trabajó de teleoperadora para una volátil compañía de seguros e incluso
poniendo copas en un pub del barrio en el que nunca antes
había puesto los pies. Cuando por fin se doctoró en Historia del Arte, pensó
que todo iba a ser diferente, pero no tardó en darse cuenta de que nada había
cambiado. Seguía sin encontrar un trabajo que le gustara o, al menos, que le
permitiera sobrevivir y sus perspectivas laborales, aun a largo plazo, eran
nefastas.
Antes
de agotar sus últimos recursos económicos, Amalia decidió cerrar el piso de
Madrid, dejándolo en manos de una agencia inmobiliaria, y se trasladó al pueblo
de su madre, en Toledo, donde pensó que la vida sería más barata. Y una vez
allí, no se le ocurrió otra cosa que tomar en gestión el bar-colmado que ocupaba
los bajos del recio caserón de piedra que había heredado de su madre.
(Ruidos campestres. ¿Grillos, cigarras…?)
AMALIA:
Todo encajaba, ¿entiendes? Los arrendatarios acababan de jubilarse y el bar
parecía estar esperándome con su letrero cutre de propaganda, sus rejas de
hierro forjado y sus mesas cubiertas por un tapete de fieltro verde... Ni
siquiera me propuse modernizarlo, tan sólo lo lavé a fondo y le di una mano de
pintura.
NARRADORA: ¿Conocías el pueblo de tu madre?
AMALIA: ¡Qué
va...! No íbamos nunca. A mi madre le traía malos recuerdos.
NARRADORA: ¿Y cómo es?
AMALIA: No
sé qué decirte… Es pequeño. Y seco. Los alrededores son puro matojo. ¿Has
visto La caza, de Carlos Saura? Dicen que se rodó por aquí.
NARRADORA: ¡Entonces habrá muchos conejos!
AMALIA:
¡Ah, eso sí! En el pueblo hay muchos cazadores. Y otros tantos vienen a
propósito desde Madrid los fines de semana. Después de una buena batida suelen
venir por el bar a pavonearse como si vinieran de la guerra. Pobres animalitos…
NARRADORA: Tal como lo describes, parece un ambiente brutal,
poco adecuado para ti.
AMALIA: No
creas, ¿eh? Me he adaptado bien. Obviamente, aquí no hay con quien hablar de
Guido Reni y demás pintores del Quattrocento… Pero, en el fondo, y a pesar de
haber nacido y haberme criado en Tetuán, siempre he sabido que Madrid no era
para mí. Yo no tengo ánimo de luchadora. ¿A qué hubiera podido aspirar si me
hubiera quedado?, ¿a ser la eterna becaria del departamento de Historia del
Arte?
NARRADORA: Pensé que ése era tu sueño.
AMALIA:
¡Pues ya no! Te parecerá increíble, ¿verdad?, pero he descubierto que me
encanta despertarme con la escandalera de los gallos, desperezarme mientras
oigo pasar a los labradores camino de sus tierras, lavarme con agua helada,
echarme un chándal viejo por encima y tomarme un café con leche en mi propio
local, cuando los primeros rayos de sol dibujan haces luminosos a través de las
rejas polvorientas. Me gusta atender el colmado, espiar a los abueletes que se
pasan las horas muertas jugando a dominó por el precio de un carajillo de coñac,
vender chucherías a los niños… ¡qué sé yo! Incluso echar a los borrachuzos
habituales no me pesa. Siento que, por primera vez, formo parte de algo.
NARRADORA: ¿Y qué hay de tu vida personal?
AMALIA: ¿Te
refieres al tema novios, hijos, etc.? Incluso eso está resuelto.
NARRADORA: ¡Qué alegría, Amalita, por fin! ¿Estás con uno del
pueblo?
AMALIA: No.
No exactamente. Verás, es una historia extraña. ¿Quieres que te la cuente?
NARRADORA: ¡Claro que sí! Ya sabes lo novelera que soy…
(Hasta el minuto
0:30 del siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=sLVdBIvHuqs)
NARRADORA: Amalia hizo una pausa para tomar aliento antes de
emprender su narración y me contó que una noche de hacía un par de meses, cuando
ya estaba a punto de cerrar el bar, había llegado un enorme coche negro de alta
gama y había aparcado justo enfrente. ¡Nunca se había visto un coche tan bueno
en la plaza del pueblo! Allí era tan incongruente como un tiburón fuera del
agua.
Al
rato bajó un tipo alto, delgado, con gafas y pelo grisáceo, vestido con un
traje de excelente calidad y empuñando un lujoso maletín de ejecutivo. Entró en
el bar, se dirigió a la barra y le preguntó a Amalia si aún se podía cenar.
Tenía una voz aterciopelada y quebradiza que acusaba un cansancio que iba mucho
más allá de su viaje. “¡No servimos comidas!”, contestó ella en un principio. “Pero…
si se conforma con cualquier cosa, algo encontraremos”. A continuación, le
preparó una mesa en un rincón discreto, al abrigo de las miradas de los pocos
parroquianos que todavía remoloneaban por el local, y le hizo unos huevos
fritos con patatas de la huerta y salsa de tomate casera, le cortó unas
rebanadas de pan de hogaza y un trozo de queso de oveja curado, y le rellenó un
cuartillo de vino tinto de su propia despensa. Ni ella misma sabía por qué
estaba siendo tan amable con aquel desconocido, pero al pasar frente a un
espejo se sorprendió ahuecándose el cabello con los dedos.
Cuando volvió al bar, lo encontró acodado sobre
la mesa, con la cabeza entre las manos. Se había quitado las gafas y
seguramente no la vio llegar, por lo que al sentir su cercanía sufrió un
sobresaltó. “Lo siento, no pretendía asustarle”. “No se preocupe. Últimamente
tengo los nervios de punta. Demasiados problemas… ¿Ha cenado usted ya? ¿Por qué
no me acompaña?”, sugirió él con voz invitante. Amalia se sentó frente a él
fingiendo desenvoltura mientras hacía señas de que se fueran a sus clientes
habituales. Éstos abandonaron el establecimiento examinándola con sorna.
Durante
la cena, que devoró con fruición, el desconocido se presentó como Eduardo y
empezó a tutearla. Tenía una conversación muy agradable y se notaba que hacía
esfuerzos por resultar ameno a pesar del agotamiento extremo que teñía sus
profundas ojeras. En un momento dado, empezó a interesarse por el pueblo, por
lo que dedujo que había conducido hasta él a ciegas, sin saber a dónde se
dirigía, como si estuviera huyendo de algo. O de alguien.
(Acelerón de coche.)
AMALIA:
Aunque sin duda nuestra mayor atracción turística es el lago…
EDUARDO: ¿Qué
lago?
AMALIA:
El lago del halconero.
EDUARDO: Un
lago… ¿Cómo es? Me encantaría ir.
AMALIA: Si
tienes pensado quedarte unos días, ésa es sin duda la mejor excursión que se
puede hacer desde el pueblo. Verás, hay que salir en dirección Esquivias y,
tras un par de quilómetros, torcer a la derecha por algo que parece un caminejo
de cabras. Por desgracia, aún no está señalizado. No sé qué espera el alcalde
a…
EDUARDO:
No. No me has entendido, Amalia. Yo quiero ir ahora.
AMALIA:
¿Ahora? ¡Pero si es noche cerrada! Ya te he dicho que la carretera es muy mala
y apenas hay indicaciones. Además, en coche es imposible llegar hasta la
orilla, tendrías que dejarlo en el aparcamiento y atravesar el hayedo a pie, te
perderías…
EDUARDO:
Por eso necesito que me acompañes. Vamos, Amalia, vámonos.
(Silla corrida hacia atrás.)
NARRADORA: Por primera vez, a Amalia le pareció descubrir un
matiz levemente amenazador en la voz de Eduardo. Sus ojos, grisáceos con motas
amarillentas, se habían iluminado con una claridad de fuego fatuo. Cuando al
fin se levantó, ella tuvo la impresión de estar despidiéndose de algo.
Una
vez encerrada en aquel coche inabarcable, con los asientos forrados de piel
clara, salpicado de accesorios cromados de utilidad ignota y que se abría paso a
través del bosque tan sigilosamente como un escualo en busca de una presa,
sintió el mismo vértigo que había sentido al perder a su madre. Jamás le habían
gustado las sorpresas y aquella inesperada travesía nocturna no presagiaba nada
bueno.
De
camino al lago, le contó la historia del halconero, recogida en un precioso
códice miniado que se conserva bajo llave en el Ayuntamiento, más por disimular
su creciente inquietud que porque realmente le apeteciera, y él la escuchó como
si le interesara. Eduardo conducía como si estuviera habituado a hacerlo muy a
menudo y seguía sus indicaciones aun sin dejar de prestar atención a su relato,
en el que aparecían un barón famoso por la exacerbada crueldad de que hacía
gala con sus siervos, un castillo envuelto en sombras y el descubrimiento
improviso del robo de su halcón favorito. Según la leyenda, el halconero
encargado de custodiarlo prefirió llenarse la faldriquera de piedras y ahogarse
en el lago al descuartizamiento que sin duda le habría reservado el señor de
Lares.
Al
salir del coche, Eduardo parecía conmovido. La luna brillaba con fuerza en
mitad del cielo sereno y el silencio los envolvía como una caricia. Las manos
que él le tendía en los trechos más abruptos de la cañada, eran
insospechadamente firmes y cálidas. El aire olía a hojarasca, a brezo y a musgo
blanco. Amalia ya no tenía miedo.
-¡Es perfecto! -exclamó
él, escrutando con avidez la plateada superficie del lago- Qué hermoso es todo,
Amalia, que hermoso... Me alegro de que sea aquí.
A continuación hizo
algo que la sorprendió aun sin llegar a alarmarla: se echó hacia atrás como
para tomar impulso y arrojó lejos de sí su pesado maletín, del que jamás se
había separado hasta entonces, describiendo una delicada parábola antes de
hundirse en el centro exacto del lago.
(Chapoteo.)
NARRADORA: ¿Y luego? ¿Qué pasó después?
AMALIA: Que
volvimos a casa.
NARRADORA: ¿Volvimos? Quieres decir que volvisteis los dos… ¿a
tu casa?
AMALIA:
Sí. Eduardo no se ha movido de mi lado. Al volver al pueblo, ocultamos el coche
en el establo bajo una espesa lona y quintales de paja. ¡Tendrías que haberle
visto manejando la hoz con su camisa de marca, qué risa…! A la mañana
siguiente, se compró ropa de trabajo y empezó a echarme una mano en el bar.
Como no llevaba mucho tiempo por aquí y siempre he sido reservada con mi vida
privada, a nadie le extrañó demasiado. Ni siquiera parecen notar la diferencia
de edad. Le han tomado por un antiguo novio de Madrid con el que me haya
reconciliado, o algo parecido.
NARRADORA: Pero, ¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿A qué se
dedicaba antes? Y, ¿qué contenía el maletín?
AMALIA:
Ni lo sé, ni me importa, en serio. Sólo sé que Eduardo me hace feliz y que él
también parece feliz a mi lado. Somos almas en precario, pero hoy en día...
¿quién no lo es? Todo pasa y nada queda. En el fondo, ¡qué más da!
NARRADORA (cantando el famoso pasacalle de Stefano Landi):
Oh come t'inganni se pensi
che gli anni.
Non han da finire, bisogna
morire,
bisogna morire, bisogna
morire.
È un sogno la vita che par
sì gradita.
Che breve gioire, bisogna
morire.
Non val medicina, non
giova la china.
Non si può guarire,
bisogna morire.
Bisogna morire... bisogna
morire!
* *
Acaban
de escuchar “Crónica del halconero”. Autora, narradora, Amalia, Eduardo y
cantante: Ana Gomila Domènech.
FIN