"El único hombre que jamás se equivoca es el que nunca hace nada." (J.W. Goethe)
Traducción
jueves, 1 de octubre de 2015
"Gestionando hijos": tronchante monólogo
¡Buenísimo! No se lo pierdan, sobre todo si son padres, madres o profesionales de la Educación.
lunes, 28 de septiembre de 2015
"La Celestina": una iniciación a la alcahuetería
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"Llévame al huerto", dijo ella, "al huerto de Calixto y Melibea". |
De vez en cuanto surge el debate de
por qué hay leer a los clásicos, como si hiciera falta justificación alguna si
alguien te sorprende con el Quijote
entre las manos, como si fuera una vergüenza o los libros mordieran. Ya sé que
leer no mola y está devaluado como alternativa de ocio, lo guay es perder el
tiempo por Internet, jugar a la Wii o “guasapear” hasta que se te caigan los
pulgares, pero de ahí a tener que inventar alguna excusa si te pillan llorando
a lágrima viva porque se ha muerto Alonso Quijano el Bueno… ¡hay un mundo!
Hay clásicos y clásicos. Algunos te
resultarán tan ásperos como el Ulises
de Joyce o En busca del tiempo perdido, por
citar un par que no he conseguido terminar jamás a pesar de haberlo intentado
en varias ocasiones. Otros simplemente estomagantes, como la Lolita de Nabokov, que me parece aburrido,
repetitivo y pretencioso, sólo apto para viejos verdes en busca de redención
para sus bajos instintos. Otros clásicos, sin embargo, te acogen, te arropan y
te envuelven de inmediato como hubieran sido escritos expresamente para ti,
como si te hubieran estado esperando toda la vida. La Celestina es, en mi opinión, uno de ellos.
Mis consejos para quien se acerque
por primera vez a un clásico son los siguientes:
1)
Ponlo en su lugar. Que le quede bien clarito que
su obligación –como la de todos los libros, por otra parte- es gustarte,
entretenerte, enseñarte algo… que valga la pena leerlo, vaya. No permitas que
nadie te convenza de que estás obligado a apreciarlo sólo porque sea un clásico.
Cada uno tiene sus gustos.
2) ¡Piérdele
el respeto! Es un objeto de consumo, ni más ni menos. Llévatelo a la playa,
mánchalo de café y tíralo contra la pared si te aburre a muerte. El mayor
enemigo de la lectura es su sacralización.
3) Sáltate
la introducción (yo lo hago siempre). No la leas hasta el final porque están
llenas de spoiler, y solamente si el
libro en cuestión te ha gustado y quieres saber más sobre él, su autor, la
época en que fue redactado, su fecha de publicación, etc. Pero recuerda: ningún
análisis sesudo debería “venderte” las bondades que tú mismo no has sido capaz
de encontrar.
4) Busca en
el diccionario únicamente las palabras imprescindibles, no las que puedas
deducir por su contexto (lo mismo te aconsejaría a la hora de leer un libro en
una lengua que no domines). La consulta exhaustiva entorpece la lectura y sólo
produce aborrecimiento.
5) Por la
misma razón, ignora olímpicamente todas las aclaraciones a pie de página que te
parezcan innecesarias, redundantes o pedantescas. A veces, no son más que una
manera subrepticia de encarecer un volumen o alimentar el ego del editor.
Volviendo
a La Celestina, he de decir que
cuando me obligaron a leerla en 2º de BUP, a los quince añitos, no me apeteció
nada. Para empezar porque nos la recomendaron en una de esas ediciones que de
tan negras, apretujadas y respetuosas con la ortografía original resultan
antipáticas incluso a simple vista. ¡El papel-biblia amarillento debería estar
prohibido! Por otra parte, la enorme cantidad de aparato crítico que flanqueaba
el texto tampoco contribuía a facilitar su acceso a los “no iniciados” –es
decir, a los simples lectores, no a los estudiantes de Filología-, aunque ésa
habría de ser precisamente su función. Para colmo, y quien diga lo contrario
miente como un bellaco del Renacimiento, cuesta acostumbrarse al castellano
antiguo en que fue redactada por su autor, Fernando de Rojas, aunque también es verdad que bastan 15-20 páginas para conseguirlo.
Una
vez superadas estas dificultades, que al principio me parecían insoslayables,
he de reconocer que La Celestina me
encantó. ¿Que por qué? Pues por ser tan entretenida, emocionante y cachonda.
Entretenida porque todos sus personajes parlotean sin cesar y andan siempre
zascandileando de casa en casa, de calle en calle, no se están quietos jamás.
De hecho, si se representara respetando fielmente todos los movimientos
escénicos que se citan en ella, el gasto escenográfico sería inasumible para
cualquier compañía teatral; más valdría hacer una película (¡aunque no tan de
cartón piedra como la de Gerardo Vera en 1996, por favor!). Emocionante porque
su trama te atrapa y te exprime sin remedio, exige de ti que participes, que te
pongas de parte de alguno de sus personajes, que te anticipes a sus posibles
jugarretas. La Celestina es ruin, amoral e interesada, pero los que la rodean
no lo son menos: empezando por los dos enamorados, el sin sustancia de Calisto
y la pavisosa de Melibea, y siguiendo por la boba de la madre, el malvado
Sempronio, ese pillo redomado de Pármeno; así como por las dos prostitutas
maquinadoras, Elicia y Areúsa, que a menudo parecen las verdaderas
protagonistas del libro, y los dos matones que se convierten en sus amantes a
la muerte de sus antecesores en el cargo… Tan sólo salvaría a Pleberio, pobre
padre desconsolado, que en su monólogo final, el famoso “Planto”, lamenta la
muerte de su hija y advierte al público “de los engaños de las alcahuetas y
malos y lisonjeros sirvientes”. ¡A buenas horas mangas verdes!
Last
but not least, como dicen los ingleses, La
Celestina me parece profundamente cachonda porque está salpicada de
palabrotas infamantes, alusiones malévolas, bromas con doble sentido y escenas
eróticas como la que enfrenta a la alcahueta con Areúsa, que tiene el período pero
que, aun así, se aprestará a satisfacer los deseos del joven Pármeno, al que Celestina quiere ganar para su causa.
Por
todo ello y mucho más que no diré para no desvelar ningún secreto, deberíais ir
a ver la adaptación de Isabel González, producida por nuestro Orfeó Maonès, del
que tan orgullosos deberíamos sentirnos, que se representará en este mismo
teatro entre el 6 y el 8 de noviembre. ¡Abstenerse niñatos, fanáticos de la Wii
y gente fácilmente escandalizable! Podrían descubrir el placer culpable de conocer
a los clásicos.
Si te ha gustado esta entrada, sigue leyendo en "Reflexions d'una (ex) secretària desesperada"
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sábado, 26 de septiembre de 2015
Viajando sin GPS: Kico Borràs
He aquí la entrevista que realicé hace unos días a
mi amigo Kico Borràs, cuyo blog "Viajando sin GPS: de Singapur a
Atlanta" es uno de los más cuidados, interesantes y divertidos que suelo leer.
Precisamente ahora se cumple un año de andadura de
dicho blog y Kico quiso celebrarlo dejando que lo entrevistara... sin
GPS.
Aquí tenéis el enlace: Entrevista sin GPS: Kico Borràs, ojalá que la disfrutéis. Y, como siempre, ¡se agradecen los comentarios!
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jueves, 24 de septiembre de 2015
Nuevo canal audio
Pasando de radios convencionales, he aquí el enlace que os llevará directamente a mi nuevo canal audio: http://anagomiladomenech.ivoox.com
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Probando, probando... ¡"Crónica del halconero"!
He aquí mi primer podcast para ivoox. ¡Espero que lo disfrutéis! Para acceder a él, sólo hay que clicar sobre el siguiente enlace: Lectura dramatizada de "Crónica del halconero"
Desde aquí me ofrezco a volver a grabarlo para cualquier emisora seria.
Desde aquí me ofrezco a volver a grabarlo para cualquier emisora seria.
* *
Crónica del halconero
GUION RADIOFÓNICO
NARRADORA: Hace unos días estuve hablando por teléfono con una
antigua amiga de la Universidad con la que perdí el contacto al terminar la
carrera. No éramos las mejores amigas, pero nos llevábamos bien.
Cuando
nos conocimos, Amalia estaba estudiando Historia del Arte en la Universidad Complutense
de Madrid y vivía junto a su madre, que estaba bastante delicada, en una
tétrica pensión de Tetuán que regentaban entre ambas. El padre de Amalia las había
abandonado cuando ella era una niña, ni siquiera lo recordaba, pero nunca me
pareció especialmente traumatizada por ello. A decir verdad, nunca me pareció
especialmente traumatizada por nada: mi amiga tenía buen carácter y, aunque no
era una alumna brillante, su enorme fuerza de voluntad la llevó a rematar la
licenciatura con una media de notable alto.
Cuando
nuestros caminos se separaron, Amalia estaba a punto de empezar el doctorado.
Quería especializarse en pintura renacentista italiana, ya que era una apasionada
admiradora de Fra Angelico, Giotto, Massaccio, Paolo Ucello, Mantegna y demás
autores del Quattrocento. En cierta ocasión estuve en su casa y, para mi
sorpresa, descubrí que su escritorio estaba presidido por una cuidada
reproducción del Guidoriccio da Fogliano de Simone Martini,
que ella sostenía que era la primera pintura nocturna de la Historia del Arte,
y no por un póster del guaperas de turno, como teníamos todas.
Amalia
tenía unas facciones menudas y regulares, pero no sabía ni quería sacar ningún
partido de su serena belleza. Los chicos de la Universidad la ignoraban y, al
menos en esto, eran plenamente correspondidos. En el fondo, supongo que me daba
cierta pena.
(Ruido de cláxones.)
NARRADORA: Al recibir su llamada, tardé unos segundos en reconocer
su voz, algo más grave y segura de como yo la recordaba. Tras dedicar unos
minutos al típico intercambio de nimiedades, le pregunté si había conseguido
terminar el doctorado y, de repente, fue como si hubiera abierto las compuertas
de un dique caudaloso… Entonces comprendí por qué me había llamado: Amalia
necesitaba desahogarse con urgencia y, dado su carácter retraído, era probable que
no tuviera a nadie más con quién hacerlo, a pesar de los años trascurridos
desde nuestro último encuentro.
Me
contó que su madre había muerto. ”Pasó por la vida sin hacer ruido podría haber
sido su epitafio”, dijo ahogando un sollozo. Al principio, hizo de tripas
corazón y trató de seguir como si nada, ocupándose de la pensión y redactando
su tesis doctoral, pero los huéspedes pronto empezaron a desmandársele -que si
este mes me viene muy mal pagarte, ya veremos si a principios del que viene;
que si la cena de hoy no me ha gustado, niña, es que no sabes cocinar otra
cosa; pero qué guapa te estás poniendo, Amalita, ay, si yo tuviera tu edad...-
y tuvo que cerrarla.
Para
poder mantenerse, pasó por todas las estaciones del joven estudiante sin
recursos: estuvo friendo hamburguesas en el McDonald's y plegando camisetas en
Zara; trabajó de teleoperadora para una volátil compañía de seguros e incluso
poniendo copas en un pub del barrio en el que nunca antes
había puesto los pies. Cuando por fin se doctoró en Historia del Arte, pensó
que todo iba a ser diferente, pero no tardó en darse cuenta de que nada había
cambiado. Seguía sin encontrar un trabajo que le gustara o, al menos, que le
permitiera sobrevivir y sus perspectivas laborales, aun a largo plazo, eran
nefastas.
Antes
de agotar sus últimos recursos económicos, Amalia decidió cerrar el piso de
Madrid, dejándolo en manos de una agencia inmobiliaria, y se trasladó al pueblo
de su madre, en Toledo, donde pensó que la vida sería más barata. Y una vez
allí, no se le ocurrió otra cosa que tomar en gestión el bar-colmado que ocupaba
los bajos del recio caserón de piedra que había heredado de su madre.
(Ruidos campestres. ¿Grillos, cigarras…?)
AMALIA:
Todo encajaba, ¿entiendes? Los arrendatarios acababan de jubilarse y el bar
parecía estar esperándome con su letrero cutre de propaganda, sus rejas de
hierro forjado y sus mesas cubiertas por un tapete de fieltro verde... Ni
siquiera me propuse modernizarlo, tan sólo lo lavé a fondo y le di una mano de
pintura.
NARRADORA: ¿Conocías el pueblo de tu madre?
AMALIA: ¡Qué
va...! No íbamos nunca. A mi madre le traía malos recuerdos.
NARRADORA: ¿Y cómo es?
AMALIA: No
sé qué decirte… Es pequeño. Y seco. Los alrededores son puro matojo. ¿Has
visto La caza, de Carlos Saura? Dicen que se rodó por aquí.
NARRADORA: ¡Entonces habrá muchos conejos!
AMALIA:
¡Ah, eso sí! En el pueblo hay muchos cazadores. Y otros tantos vienen a
propósito desde Madrid los fines de semana. Después de una buena batida suelen
venir por el bar a pavonearse como si vinieran de la guerra. Pobres animalitos…
NARRADORA: Tal como lo describes, parece un ambiente brutal,
poco adecuado para ti.
AMALIA: No
creas, ¿eh? Me he adaptado bien. Obviamente, aquí no hay con quien hablar de
Guido Reni y demás pintores del Quattrocento… Pero, en el fondo, y a pesar de
haber nacido y haberme criado en Tetuán, siempre he sabido que Madrid no era
para mí. Yo no tengo ánimo de luchadora. ¿A qué hubiera podido aspirar si me
hubiera quedado?, ¿a ser la eterna becaria del departamento de Historia del
Arte?
NARRADORA: Pensé que ése era tu sueño.
AMALIA:
¡Pues ya no! Te parecerá increíble, ¿verdad?, pero he descubierto que me
encanta despertarme con la escandalera de los gallos, desperezarme mientras
oigo pasar a los labradores camino de sus tierras, lavarme con agua helada,
echarme un chándal viejo por encima y tomarme un café con leche en mi propio
local, cuando los primeros rayos de sol dibujan haces luminosos a través de las
rejas polvorientas. Me gusta atender el colmado, espiar a los abueletes que se
pasan las horas muertas jugando a dominó por el precio de un carajillo de coñac,
vender chucherías a los niños… ¡qué sé yo! Incluso echar a los borrachuzos
habituales no me pesa. Siento que, por primera vez, formo parte de algo.
NARRADORA: ¿Y qué hay de tu vida personal?
AMALIA: ¿Te
refieres al tema novios, hijos, etc.? Incluso eso está resuelto.
NARRADORA: ¡Qué alegría, Amalita, por fin! ¿Estás con uno del
pueblo?
AMALIA: No.
No exactamente. Verás, es una historia extraña. ¿Quieres que te la cuente?
NARRADORA: ¡Claro que sí! Ya sabes lo novelera que soy…
(Hasta el minuto
0:30 del siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=sLVdBIvHuqs)
NARRADORA: Amalia hizo una pausa para tomar aliento antes de
emprender su narración y me contó que una noche de hacía un par de meses, cuando
ya estaba a punto de cerrar el bar, había llegado un enorme coche negro de alta
gama y había aparcado justo enfrente. ¡Nunca se había visto un coche tan bueno
en la plaza del pueblo! Allí era tan incongruente como un tiburón fuera del
agua.
Al
rato bajó un tipo alto, delgado, con gafas y pelo grisáceo, vestido con un
traje de excelente calidad y empuñando un lujoso maletín de ejecutivo. Entró en
el bar, se dirigió a la barra y le preguntó a Amalia si aún se podía cenar.
Tenía una voz aterciopelada y quebradiza que acusaba un cansancio que iba mucho
más allá de su viaje. “¡No servimos comidas!”, contestó ella en un principio. “Pero…
si se conforma con cualquier cosa, algo encontraremos”. A continuación, le
preparó una mesa en un rincón discreto, al abrigo de las miradas de los pocos
parroquianos que todavía remoloneaban por el local, y le hizo unos huevos
fritos con patatas de la huerta y salsa de tomate casera, le cortó unas
rebanadas de pan de hogaza y un trozo de queso de oveja curado, y le rellenó un
cuartillo de vino tinto de su propia despensa. Ni ella misma sabía por qué
estaba siendo tan amable con aquel desconocido, pero al pasar frente a un
espejo se sorprendió ahuecándose el cabello con los dedos.
Cuando volvió al bar, lo encontró acodado sobre
la mesa, con la cabeza entre las manos. Se había quitado las gafas y
seguramente no la vio llegar, por lo que al sentir su cercanía sufrió un
sobresaltó. “Lo siento, no pretendía asustarle”. “No se preocupe. Últimamente
tengo los nervios de punta. Demasiados problemas… ¿Ha cenado usted ya? ¿Por qué
no me acompaña?”, sugirió él con voz invitante. Amalia se sentó frente a él
fingiendo desenvoltura mientras hacía señas de que se fueran a sus clientes
habituales. Éstos abandonaron el establecimiento examinándola con sorna.
Durante
la cena, que devoró con fruición, el desconocido se presentó como Eduardo y
empezó a tutearla. Tenía una conversación muy agradable y se notaba que hacía
esfuerzos por resultar ameno a pesar del agotamiento extremo que teñía sus
profundas ojeras. En un momento dado, empezó a interesarse por el pueblo, por
lo que dedujo que había conducido hasta él a ciegas, sin saber a dónde se
dirigía, como si estuviera huyendo de algo. O de alguien.
(Acelerón de coche.)
AMALIA:
Aunque sin duda nuestra mayor atracción turística es el lago…
EDUARDO: ¿Qué
lago?
AMALIA:
El lago del halconero.
EDUARDO: Un
lago… ¿Cómo es? Me encantaría ir.
AMALIA: Si
tienes pensado quedarte unos días, ésa es sin duda la mejor excursión que se
puede hacer desde el pueblo. Verás, hay que salir en dirección Esquivias y,
tras un par de quilómetros, torcer a la derecha por algo que parece un caminejo
de cabras. Por desgracia, aún no está señalizado. No sé qué espera el alcalde
a…
EDUARDO:
No. No me has entendido, Amalia. Yo quiero ir ahora.
AMALIA:
¿Ahora? ¡Pero si es noche cerrada! Ya te he dicho que la carretera es muy mala
y apenas hay indicaciones. Además, en coche es imposible llegar hasta la
orilla, tendrías que dejarlo en el aparcamiento y atravesar el hayedo a pie, te
perderías…
EDUARDO:
Por eso necesito que me acompañes. Vamos, Amalia, vámonos.
(Silla corrida hacia atrás.)
NARRADORA: Por primera vez, a Amalia le pareció descubrir un
matiz levemente amenazador en la voz de Eduardo. Sus ojos, grisáceos con motas
amarillentas, se habían iluminado con una claridad de fuego fatuo. Cuando al
fin se levantó, ella tuvo la impresión de estar despidiéndose de algo.
Una
vez encerrada en aquel coche inabarcable, con los asientos forrados de piel
clara, salpicado de accesorios cromados de utilidad ignota y que se abría paso a
través del bosque tan sigilosamente como un escualo en busca de una presa,
sintió el mismo vértigo que había sentido al perder a su madre. Jamás le habían
gustado las sorpresas y aquella inesperada travesía nocturna no presagiaba nada
bueno.
De
camino al lago, le contó la historia del halconero, recogida en un precioso
códice miniado que se conserva bajo llave en el Ayuntamiento, más por disimular
su creciente inquietud que porque realmente le apeteciera, y él la escuchó como
si le interesara. Eduardo conducía como si estuviera habituado a hacerlo muy a
menudo y seguía sus indicaciones aun sin dejar de prestar atención a su relato,
en el que aparecían un barón famoso por la exacerbada crueldad de que hacía
gala con sus siervos, un castillo envuelto en sombras y el descubrimiento
improviso del robo de su halcón favorito. Según la leyenda, el halconero
encargado de custodiarlo prefirió llenarse la faldriquera de piedras y ahogarse
en el lago al descuartizamiento que sin duda le habría reservado el señor de
Lares.
Al
salir del coche, Eduardo parecía conmovido. La luna brillaba con fuerza en
mitad del cielo sereno y el silencio los envolvía como una caricia. Las manos
que él le tendía en los trechos más abruptos de la cañada, eran
insospechadamente firmes y cálidas. El aire olía a hojarasca, a brezo y a musgo
blanco. Amalia ya no tenía miedo.
-¡Es perfecto! -exclamó
él, escrutando con avidez la plateada superficie del lago- Qué hermoso es todo,
Amalia, que hermoso... Me alegro de que sea aquí.
A continuación hizo
algo que la sorprendió aun sin llegar a alarmarla: se echó hacia atrás como
para tomar impulso y arrojó lejos de sí su pesado maletín, del que jamás se
había separado hasta entonces, describiendo una delicada parábola antes de
hundirse en el centro exacto del lago.
(Chapoteo.)
NARRADORA: ¿Y luego? ¿Qué pasó después?
AMALIA: Que
volvimos a casa.
NARRADORA: ¿Volvimos? Quieres decir que volvisteis los dos… ¿a
tu casa?
AMALIA:
Sí. Eduardo no se ha movido de mi lado. Al volver al pueblo, ocultamos el coche
en el establo bajo una espesa lona y quintales de paja. ¡Tendrías que haberle
visto manejando la hoz con su camisa de marca, qué risa…! A la mañana
siguiente, se compró ropa de trabajo y empezó a echarme una mano en el bar.
Como no llevaba mucho tiempo por aquí y siempre he sido reservada con mi vida
privada, a nadie le extrañó demasiado. Ni siquiera parecen notar la diferencia
de edad. Le han tomado por un antiguo novio de Madrid con el que me haya
reconciliado, o algo parecido.
NARRADORA: Pero, ¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿A qué se
dedicaba antes? Y, ¿qué contenía el maletín?
AMALIA:
Ni lo sé, ni me importa, en serio. Sólo sé que Eduardo me hace feliz y que él
también parece feliz a mi lado. Somos almas en precario, pero hoy en día...
¿quién no lo es? Todo pasa y nada queda. En el fondo, ¡qué más da!
NARRADORA (cantando el famoso pasacalle de Stefano Landi):
Oh come t'inganni se pensi
che gli anni.
Non han da finire, bisogna
morire,
bisogna morire, bisogna
morire.
È un sogno la vita che par
sì gradita.
Che breve gioire, bisogna
morire.
Non val medicina, non
giova la china.
Non si può guarire,
bisogna morire.
Bisogna morire... bisogna
morire!
* *
Acaban
de escuchar “Crónica del halconero”. Autora, narradora, Amalia, Eduardo y
cantante: Ana Gomila Domènech.
FIN
jueves, 17 de septiembre de 2015
Jardín cerrado
![]() |
Un agradable lecho de hierba (por cortesía de La Repubblica) |
Dos años largos han pasado desde que mi “delicioso” jardín
sus puertas al público. La propuesta de Josep Pons Fraga, entonces director de Última Hora Menorca y actual editor de Menorca Es Diari, tras echar una ojeada
casual a mi blog, fue de lo más halagadora y tan abierta que me produjo cierta
sensación de vértigo: “Posam les pàgines d'UHMENORCA a la teva disposició per si tens il.lusió
en dur endavant una secció d'opinió com a col.laboradora. Lògicament, la
temàtica és lliure. Ho deixam al teu criteri, amb plena llibertat d'expressió”.
Tanta libertad es el sueño de cualquier columnista que se precie, aunque sólo sea un
simple aficionado como yo, pero por otra parte resulta inquietante. Muchas eran
las preguntas que me asaltaban: ¿Lo haré bien? ¿Y ahora de qué hablo? ¿Hasta
qué punto puedo ser personal, sincera, peleona...? ¿He de adaptarme a los
presuntos intereses de los lectores, o bien tratar de contagiarles mis propios
gustos?
Acordé con Josep que mis colaboraciones serían
quincenales, que se publicarían bajo el paraguas genérico de “El jardín de las
delicias” –como homenaje a la miscelánea homónima de Francisco Ayala, que tanto
me gusta- y que abarcarían unos 4.200 caracteres. Pero no fue hasta la fusión
del Menorca Diari Insular y el Última Hora isleño cuando mis artículos
empezaron a aparecer junto a una fotografía mía y el apelativo de “Novelera”
con el que a menudo me toman el pelo mis amigos y conocidos desde entonces, que
elegí tras descartar el de “Profesora” que me proponía el periódico, ya que me
parecía más bien pedantesco –yo sólo me siento profesora en clase, una vez
fuera del aula no puedo ni quiero dar lecciones de nada-, y el de “Lletraferida”,
que me había birlado otro colaborador.
Mucho ha llovido desde entonces, pero aún más días
soleados han lucido desde aquel martes 21 de mayo de 2013 en que apareció mi
primer artículo, intitulado precisamente “El jardín de las delicias”. Dos
semanas más tarde salió la primera entrega del folletín “Crónica del halconero”
y sufrí el primer cariñoso ataque de una fan
enfurecida por haberla dejado con la intriga de saber cómo terminaba.
Tras “Crónica del halconero II y III”, empecé a publicar artículos
sobre los temas más peregrinos, llevada por la inspiración del momento: varios
sobre el TIL (no siempre ni del todo en contra), literatura (los más numerosos,
empezando por uno de mis preferidos: “Wilkie Collins con hielo”), contra la
LOMCE y su decidido propósito de acabar con la Música y la Educación Plástica, Albert
Camus y el exilio menorquín en Argelia (“Camusiènne”, “Todo era perfecto I y II”),
retórica, propósitos navideños, el aborto (“Un mal necesario”, que fue uno de
mis artículos más celebrados hasta por quien no estaba de acuerdo), mi idolatrado
Purcell (“Purcell F.C.”), la abominable Ley de Extranjería del PP (“¡Alto ahí,
forastero!”), los escritores represaliados durante y tras nuestra guerra civil
(“Verde que te quiero verde”), algunos lugares en los que he vivido y he sido feliz
(Madrid, Barcelona, Roma, Menorca…), las huellas del tiempo (“Aquel trueno”),
la importancia de tener una mente bien amueblada, pedagogía y enseñanza, el
sistema educativo finlandés (“Algo huele a podrido en Finlandia I y II”), el
Mediterráneo (“Mar de mares”), otro folletín llamado “Nosotros, los fantasmas”
(una adaptación del cual ha sido emitida por radio recientemente), ortografía
(“Perdón imposible, ejecución inminente”), los superventas (“¡Suéltame,
bicho!”), Agatha Christie y mi indisimulada anglofilia (“It’s English time” y
tantos otros), los grandes tíos buenos de la historia de la literatura (que
aparecen citados en “El rayo de luna”), la dificultad de salir de la isla
(“#nosinmisecador”), el terrorismo islamista (“Doble rasero”), Cervantes (“La
canción de Clavileño” y “Cincuenta sombras de Cervantes”), las alergias, Sant
Jordi, el amor a los cuarenta (“¿Continuará?”), las danzas de la muerte
(“Pasacalle de la vida”), la sinestesia (¿A qué huele mi isla?” o “Verde
carruaje”), las campañas de fomento de la lectura, la génesis de Frankenstein (“El verano del fin del
mundo”)… hasta llegar al de hace dos semanas, sobre los Proms de la BBC. Si a alguno
de ustedes le apetece repescar viejas lecturas o aturdirse con semejante
batiburrillo, todos estos artículos y muchos más siguen estando accesibles a
través de mi blog, cuyo enlace encontrarán al pie de estas líneas.
Hoy este jardín cierra durante al menos un par de mesecillos
para atender las obras de ampliación (familiar) que nos esperan de forma
inminente. Con la insensato optimismo que me caracteriza, espero encontrarlo florido
a mi regreso, aunque sea a las puertas del invierno… Visítenlo cuantas veces
quieran, mi jardín es el suyo, pero acuérdense siempre de cerrar la cancela con
cuidado para no despertar al bebé que duerme. ¡Chist!
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