-¿Conocías
el pueblo de tu madre antes de trasladarte a vivir allí?
-Apenas
lo conocía porque no íbamos nunca. A mi madre no le gustaba, decía que sólo le
traía malos recuerdos.
-¿Y cómo
es?
Amalia
suspiró antes de contestar.
-No sé
qué decirte… Es pequeño. Y seco. Los alrededores son puro matojo. ¿Has visto La caza, de Carlos Saura? Se rodó por
aquí.
-¡Entonces
habrá un montón de conejos! –exclamé entre risas, tratando de introducir un
elemento cómico en su narración, más bien desencantada.
-Pobres
animalitos... En el pueblo hay muchos cazadores. Y otros tantos vienen a
propósito desde Madrid cada fin de semana durante la temporada de caza. Después
de una buena batida suelen acercarse al bar. ¡Cómo se pavonean! Ya están
borrachos de sangre y gloria aun antes de emprenderla con su consumición.
-Tal
como lo describes, parece un ambiente brutal, poco adecuado para ti.
-No
creas, ¿eh? Me he adaptado bien -repuso Amalia en tono divertido-. Obviamente,
no tengo con quien hablar de Guido Reni... Pero en el fondo, y a pesar de haber
nacido y crecido allí, Madrid siempre me ha quedado grande.
-¿Por
qué dices eso?
-No
tengo ánimo de luchadora. ¿A qué hubiera podido aspirar allí? ¿A ser la eterna
becaria del departamento de Historia del Arte?
-Creí
que ése era tu sueño.
-¡Pues
ya no lo es! Te parecerá increíble, ¿verdad?, pero he descubierto que me
encanta despertarme con la escandalera de los gallos, desperezarme mientras
oigo pasar los tractores camino de las eras, echarme un chándal barato por
encima y desayunar en mi propio local, justo antes de abrir, cuando los
primeros rayos de sol forman haces luminosos a través de las rejas
polvorientas. Me gusta atender el colmado, hacer tratos con los campesinos que
lo abastecen, escuchar las historias interminables y quién sabe si ciertas de
los viejos que frecuentan el bar, apostar por alguno de ellos para hacer rabiar
a los demás cuando se echan una partida de dominó, vender chucherías a los
chiquillos del pueblo… ¡qué sé yo! Incluso controlar a los borrachuzos
habituales no me pesa. Siento que, por primera vez, formo parte de algo. Creo
que por fin he encontrado mi lugar en el mundo...
Después
de decir esto, Amalia enmudeció. Siguieron un par de segundos en los que
seguramente ninguna de las dos sabía qué decir, cómo continuar.
-¿Y qué
hay de tu vida personal? –le pregunté yo.
-¿Te
refieres al tema novios, hijos, etc.? –contestó con voz alegre- Incluso eso
está resuelto.
-¡Qué
alegría, Amalia! ¿Estás con uno del pueblo?
-No. No
exactamente. Verás, es una historia extraña.
-Si no
quieres contármela…
-Sí, sí,
claro que quiero. De hecho, te llamaba por eso. Como sé que eres tan novelera,
pensé que podría interesarte.
-¡Por
supuesto!
Amalia
hizo una pausa antes de proseguir su narración.
-Hace un
par de mes, un viernes por la noche, cuando ya estaba a punto de cerrar, llegó
un enorme coche negro y aparcó frente al bar. Nunca se había visto un coche tan
bueno en mitad de la plaza: era tan incongruente como un tiburón fuera del
agua. Al cabo de un rato, bajó un tipo alto, delgado, con gafas y pelo
grisáceo, vestido con un traje de excelente calidad y empuñando un lujoso
maletín de ejecutivo. Entró en el local, se dirigió a la barra y me preguntó si
podía cenar. Tenía una voz aterciopelada y quebradiza que no casaba con su
apariencia determinada, y que en cierta medida me emocionó, pues evidenciaba un
cansancio que iba mucho más allá del viaje que lo había traído hasta el pueblo.
“No servimos comidas”, le respondí. “Y, ¿a dónde podría ir?”. “La verdad es que
no hay ningún restaurante en el pueblo y la casa rural está cerrada en este
período”. Una vez dicho esto, una tímida vocecilla que al parecer salía de mi
interior añadió: “Pero si se conforma con cualquier cosa, algo encontraremos”.
“De acuerdo, es usted muy amable”, afirmó sin sentarse ni soltar su aparatoso
maletín. A continuación, me deshice de los últimos parroquianos y eché el
cierre del local. Le preparé una mesa en un rincón discreto, al abrigo de las
miradas de los del pueblo, y me introduje en la cocina de mi casa, separada del
bar por una cortina de gruesos abalorios de colores vivos, a ver qué podía
servirle. Le hice unos huevos fritos con patatas y una salsa de tomate casera,
le corté unas rebanadas de pan de hogaza y un trozo de queso de oveja curado, y
le llené un cuartillo de vino tinto. Antes de volver al bar, aproveché para
peinarme un poquito. Nunca como en aquel momento me había
arrepentido tanto de llevar un chándal viejo y deforme. Cuando por fin entré, lo encontré acodado
sobre la mesa, con la cabeza entre las manos como un desesperado. Se había
quitado las gafas y seguramente no me vio llegar, con lo que al sentir mi
cercanía sufrió un sobresaltó. “Lo siento, no pretendía asustarle”. “No se
preocupe. ¿Ha cenado ya? ¿Por qué no me acompaña?”, sugirió con voz educada. Me
senté frente a él y compartimos todo lo que yo había preparado. “¡Es
delicioso!”, aseguró, “Hacía mucho tiempo que no comía así”. Durante la cena, se
presentó como Eduardo y empezó a tutearme, pero en ningún momento me dijo su
apellido. Tenía una conversación muy agradable y se notaba que hacía esfuerzos
por resultar ameno a pesar del cansancio que teñía sus profundas ojeras. En un
momento dado, se interesó por el pueblo, por lo que pude deducir que había
conducido hasta él a ciegas, sin saber a dónde se dirigía, como si estuviera
huyendo de algo. O de alguien. Cuando le dije que la mujer de Cervantes había
nacido aquí, se mostró impresionado. Sin duda, había leído el Quijote y lo apreciaba. “Y luego está el lago”, añadí.
“¿Un lago?, ¿qué lago?”, repuso irguiéndose sobre su asiento. “El lago del
halconero.” “¿Está cerca de aquí?” “Sí, a unos veinte minutos en coche.” “Me
encantaría visitarlo, pero cuénteme antes su historia.”
:O ¡Ahora no me tengas en ascuas hasta el día 2! ¿Qué pasó? ¡Necesito saber qué pasó! Los dos capítulos de esta historia me han conmovido, seguiré de cerca tu blog! :p
ResponderEliminar