“-Si
tienes pensado quedarte unos días -apostillé con aire petulante-,
ésa es sin duda una de las mejores excursiones que se pueden hacer
desde el pueblo.
“-No
lo has entendido, Amalia -al oír mi nombre pronunciado por él, con
su voz quebradiza e inolvidable, un escalofrío me recorrió el
espinazo-. Me encantaría ir ahora.
“-¿Ahora?,
¿de madrugada? -repuse con estupor- La carretera es muy mala y
apenas hay indicaciones. Además, tendrías que dejar el coche en el
aparcamiento y para llegar hasta el lago todavía te quedaría un
buen trecho a pie por un caminejo de cabras.
“-Esta
noche hay luna llena.
“-Imposible
-afirmé, dando el asunto por zanjado.
“-¿Y
si tú me acompañaras?
“Por
primera vez, me pareció descubrir un matiz levemente amenazador en
su tono de voz. Sus ojos, grisáceos con motas amarillentas, estaban
pendientes de mí. Su cansancio era tan patente como su determinación
de llegar hasta el lago.
“-Entonces
sí, claro -confesé con voz entrecortada.
“-¡Estupendo!
Acompáñame entonces, Amalia. Por favor.
“Eduardo
se puso tras de mí para apartarme la silla haciendo gala de la misma
educada caballerosidad que había exhibido hasta entonces, pero en
aquella ocasión no me sentí halagada en absoluto. Me parecía estar
despidiéndome de algo. Antes de levantarme, hice un último y
trémulo intento:
“-El
lago del halconero es bonito, sí, los de aquí lo apreciamos mucho
porque tampoco tenemos otra cosa que admirar, pero a ti, que habrás
visto mundo, no creo que te guste demasiado. Es pequeño, redondo y
profundo como un pozo.
“-¿Profundo
como un pozo? Justo lo que andaba buscando... ¡Vamos! -repitió,
empuñando el asa de su sempiterno maletín. Parecía bastante
pesado.
“De
camino al lago, más por ocultar mi
inquietud que por sentirme realmente
inclinada a hacerlo, le conté la historia del halconero, recogida en
una preciosa crónica medieval que se conserva bajo llave en el
Ayuntamiento. Una vez encerrada en aquel coche inabarcable, con los
asientos forrados de piel clara, salpicado de accesorios cromados de
utilidad ignota y que se abría paso tan sigilosamente como un
escualo, sentí vértigo. Toda mi vida había estado siempre bajo
control; incluso la temprana muerte de mi madre era previsible, dado
su escaso interés por vivir. Pero en aquellos momentos dicho control
parecía escurrírseme entre los dedos.
“Eduardo
conducía como si estuviera habituado a hacerlo a menudo y seguía
mis indicaciones con precisión, aunque sin dejar de prestar atención
a mi relato, en el que aparecían un barón famoso por su fantasía y
presteza a la hora de ejecutar a sus vasallos, un castillo envuelto
en sombras y el descubrimiento improviso del robo de su halcón
favorito. Según cuenta la leyenda, el halconero encargado de
custodiarlo prefirió llenarse los bolsillos de piedras y ahogarse en el
lago a la muerte lenta, segura y cruel que le habría reservado el
barón.
“Al
terminar mi relato, Eduardo parecía conmovido. Entretanto, habíamos
llegado al aparcamiento del lago. Alcanzar la orilla no fue tan
difícil como esperaba, pues la luna brillaba con fuerza en mitad del
cielo sereno. El silencio nos envolvía como una caricia. Las manos
de Eduardo, que me tendía solícito en los trechos más abruptos de
la cañada, eran insospechadamente firmes. El aire olía a brezo y
musgo blanco. Ya no tenía miedo.
“-¡Es
perfecto! -exclamó él, escrutando con avidez la plateada superficie
del lago- Qué hermoso es todo, Amalia... Me alegro de que sea aquí.
“A
continuación hizo algo que me sorprendió, pero que no desentonaba
con la historia que acababa de contarle: se echó hacia atrás como
para tomar impulso y arrojó su pesada carga, de la que aún no se
había separado. El maletín describió una perfecta parábola antes
de hundirse en el centro exacto del lago.”
-¿Y
luego? -la interrumpí ansiosamente. El relato de mi antigua amiga de
la Universidad me tenía sobre ascuas. Quién sabe cuánto tiempo
llevaríamos hablando por teléfono...- ¿Qué pasó después?
-Que
volvimos a casa -replicó Amalia con sencillez.
-¿Quieres
decir que aún estás con él?
-Sí.
No se ha movido de mi lado desde entonces. Aquella misma noche, al
volver al pueblo, encerramos el coche en el establo, oculto por una
espesa lona. A la mañana siguiente, Eduardo compró ropa nueva y
empezó a ayudarme en el bar. Como no llevaba mucho tiempo por aquí
y siempre he sido reservada con mi vida privada, a nadie le extrañó
demasiado. Ni siquiera parecen notar la diferencia de edad. Todos le
han tomado por un antiguo novio de Madrid con el que me he
reconciliado, o algo parecido.
-Pero,
¿quién es? ¿De dónde ha salido? ¿A qué se dedicaba? Y, ¿qué
contenía el maletín?
-Ni
lo sé -suspiró Amalia-, ni me importa. Sólo sé que me hace feliz
y que él también parece feliz a mi lado. Somos almas en precario,
pero hoy en día... -añadió haciendo una reflexiva pausa- ¿quién
no lo es? Todo pasa y nada queda. En el fondo -casi podía verla
encogiéndose de hombros-, ¡qué más da!
FIN
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