Nosotros,
los fantasmas
¿Cuánto
tiempo tardó en reconocerlo? No lo sabía, pero sin duda no fue
hasta después de acomodarse en su asiento de segunda clase del tren
regional en el que pensaba cruzar el país durante la noche. Sólo
entonces sus ojos se encontraron con los de él, cuando ya era
demasiado tarde para fingir que se había equivocado de sitio con
naturalidad, sin quedar como una cobarde. Ambos ocupaban los dos
asientos que había junto a la puerta del pasillo, situados uno
frente a otro. Como veinte años atrás, por puntual que ella llegara
a sus citas, él siempre se le había adelantado, como si no tuviera
nada mejor que hacer que esperarla en una esquina y regodearse en la
idea de volver a estrecharla entre sus brazos. Aunque, en esta
ocasión, su encuentro fue puramente fortuito e inesperado.
¿Cuánto
tardó en reaccionar? Seguramente su mente, e incluso su aletargado
corazón, tardaron mucho menos que su rostro, acostumbrado al
fingimiento de la ópera, en evidenciar algo parecido al sobresalto.
La mirada de él era inequívocamente hostil, como si lo primero que
hubiera recordado al verla fuera la tarde en que lo abandonó;
entonces ella, que se había prometido a sí misma no llorar ni
perder la calma, había terminado chillando fuera de sí que ya no le
aguantaba más, que estaba harta de sus altibajos, que estar con él
era todo lo contrario a la estabilidad que andaba buscando y que
necesitaba para seguir desarrollando su carrera artística, y que
incluso el amor apasionado e incondicional que él le demostraba
continuamente habían acabado por agobiarla, como si no tuviera más
remedio que quererle, como si no tuviera otra opción que la de
permanecer junto a él, amarrada al timón de un barco a punto de
estrellarse contra los escollos.
-¿Qué
pasa? ¿Es que ya no te acuerdas de mí? –masculló ella
torpemente, sonriendo con timidez. Veinte años atrás se habría
ruborizado, pero en aquella ocasión estaba segura de que su rostro
seguía más bien lívido.
-Hola
–respondió él con voz ronca.
Los
otros ocupantes del vagón, una familia árabe formada por una joven
madre tocada con un pañuelo estampado de anticuado diseño, una niña
de unos diez años de ojos oscuros y relucientes como cuentas de
ébano y un chiquillo algo menor de aspecto espabilado, no daban
muestras de entenderles ni de querer entablar conversación con
ellos. El tren acababa de salir de la estación y las últimas luces
de la coqueta ciudad de provincias en cuyos alrededores vivía
actualmente se alejaban cada vez más al ritmo traqueteante del tren.
El crepúsculo cubría las colinas de los alrededores con un manto de
terciopelo oscuro con reflejos anaranjados. No tardarían en
adentrarse en la meseta. Entretanto, el asiento junto a ella aún
permanecía vacío.
-¿Vas
hasta la última estación? –le preguntó irracionalmente y
deseando con todas sus fuerzas que contestara que no tardaría en
apearse.
-No.
Pero casi... ¿Te molesta? –le espetó él en tono furibundo.
-¡No,
claro que no! –exclamó ella, arrellanándose en su asiento.
-No
tenemos por qué hablar.
-Por
supuesto.
Exhausta
por los ensayos de los últimos días y su inesperado reencuentro,
ella cerró los ojos. Quizá si apretaba los párpados con fuerza él
desaparecería, se convertiría en una ilusión óptica. Se abandonó
al intento, pero fue en vano: incluso a solas con su conciencia, él
seguía examinándola con expresión severa. ¡Qué mala suerte había
tenido al encontrárselo! No solía reservar jamás, pero en dicha
ocasión había temido quedarse sin plaza porque los trenes iban
llenos de inmigrantes deseosos de acercarse al Sur para atravesar el
Estrecho aprovechando las vacaciones estivales. El calor, que a
aquellas horas y en aquellas latitudes no era más que un vago
recuerdo, iría aumentando a medida que se acercaran a la costa.
-Perdóname.
No he debido ser tan brusco –le oyó mascullar de improviso.
Abrió
los ojos.
-¿Qué
has dicho?
-Te
he pedido que me perdones. No pretendía asustarte.
Ella
asintió. Y algo parecido a una sonrisa aleteó sobre la comisura de
sus labios. Él le devolvió el gesto abiertamente.
-¿Cómo
estás? –le preguntó él tras una pausa en la que tan sólo se
oyeron el traqueteo del tren y la respiración acompasada de sus
acompañantes, que parecían a punto de conciliar el sueño.
-Bastante
bien. He estado enferma últimamente, pero ya me encuentro mejor.
-¿Qué
fue?
-Un
tumor. Benigno, por suerte.
-Lo
siento.
-Ya...
-añadió lanzado una risita amarga.
-¿Estás
nerviosa?
-Un
poco.
-Yo
también.
Tras
esta confesión, ambos volvieron a guardar silencio durante unos
instantes.
-No
te preguntaré si te has convertido en cantante profesional porque ya
lo sé. Hoy en día es muy fácil seguir la vida de alguien.
Al
oír esto, experimentó una leve sensación de mareo, aunque no supo
identificar si por el desconcierto que le producía que él hubiera
continuado interesándose por su carrera o por la vergüenza que le
producía su propia mediocridad.
-¿Te
he asustado?
-Un
poco.
-No
hablemos más –propuso él, apesadumbrado.
-No,
no… –replicó ella entonces- Cuéntame de ti. ¿Sigues doblando
anuncios?
-No.
Eso se acabó. Ahora soy artesano. Hago lámparas art
nouveau,
y alguna que otra vidriera por encargo. No me va mal, parece que este
tipo de objetos se han puesto de moda últimamente. Donde mejor se
venden es en las ferias de anticuariado. Ahora mismo voy a una. Llevo
los catálogos y unas muestras en el furgón de cola. Y tú, ¿adónde
te diriges?
-A
Málaga. Me han contratado para que actúe en la reapertura del
teatro lírico. No sé si sabes que lleva unos años cerrado por
obras.
-¡Claro
que sí! Les hice los apliques de los palcos, en forma de tulipán
translúcido. ¿Qué vas a cantar?
-Un
dueto barroco.
-¿Cuál?
-“We
the spirits of the air”, de Purcell. ¿Lo conoces? Yo hago de
segunda.
Tarareó
la primera estrofa pianissimo
para no despertar a la familia musulmana, que ya dormía
plácidamente.
-We
the spirits of the air that of human things take care. Out of pity,
now descend to forewarn what woes attend.
Justo
en ese momento, se apagaron las luces principales y sólo quedaron
encendidas las de emergencia. En la semipenumbra ambarina del vagón,
ambos parecían más jóvenes.
-¿Qué
hora es? –se sorprendió ella.
-Las
doce, creo. ¿Cómo sigue? –quiso saber él, con aire soñador.
Apenas
había cambiado desde los últimos veinte años. Seguía llevando su
pelo ondulado –ahora surcado de mechones canosos- recogido en la
nuca, unas gafas de montura ligera que apenas lograban disimular su
mirada violeta y ropa oscura, desastrada e informal. Con los años
parecía haber adquirido consistencia: no sólo físicamente, sino
también a nivel moral. Ya no se le veía tan torpón y atolondrado
como veinte años atrás. Sin duda había tomado el timón en el
último momento, virando frente a la escollera.
-¿Cómo
sigue el qué?
-Tu
dueto.
-¿De
verdad quieres que te lo cante?
-Sí.
Ella
aspiró con firme delicadeza, como si quisiera llenarse los pulmones
de un exquisito aroma volátil, o polvo de hadas.
--We
the spirits of the air that of human things take care. Out of pity,
now descend to forewarn what woes attend. Greatness clog’d with
scorn decays, with scorn decays, with the slave no Empire no, no, no,
no Empire stays…
Su
hermosa voz, algo más grave, impostada y artificial que antaño,
pero sin duda no lo suficiente para sofocar la intensa emoción que
producía escucharla, se deslizó con dulzura en el interior del
vagón, inundándolo gradualmente como si de una gigantesca pecera se
tratara. Las notas de Purcell aleteaban en su interior como peces
colorados y ávidos de movimiento.
-Cease
to languish, cease to languish then in vain, since never, never,
never, never, never to be loved again…
Durante
un par de minutos, volvió a cantar para él como cuando eran jóvenes
y soñaban con viajar por todo el mundo, colmándolo de belleza. Él
sería su representante y ella actuaría en los mejores teatros, ante
un público escogido y arrebatado. Creadores de belleza, eso es lo
que querían ser; aquella sería su misión en la vida. Y, en cierta
manera, lo habían conseguido. Pero ni ella solía actuar en los
mejores teatros ni la mayoría del público acudía para satisfacer
sus propios gustos musicales, sino para figurar en un acontecimiento
social. Quizá él tuviera más suerte con sus lámparas modernistas
y éstas fueran realmente apreciadas.
-We
the spirits of the air
-picado- that
of human things take care
–rasgado, imitando
el sonido de una viola-.
Out
of pity, now descend
to
forewarn what woes attend…
Ella
terminó su improvisada actuación repitiendo el estribillo algo más
despacio y con acento lúgubre, como un espectro.
-¡Muy
bien!
–exclamó él, batiendo las manos en un sordo aplauso- Casi
das
miedo.
-La
oscuridad ayuda a que suene más tétrico… ¿Sabes? Hace unos años
interpreté este mismo dueto en una pequeña iglesia románica, a la
luz de las velas. Fue algo excepcional. Jamás había cantado tan
bien. Y no creo que vuelva a hacerlo.
Ambos
volvieron a guardar silencio durante unos instantes. Greatness
clog’d with scorn decays, with scorn decays, with the slave no
Empire no, no, no, no Empire stays.
-¿Tienes
hijos? –preguntó ella, deteniendo su mirada sobre los dos niños
magrebíes.
-Sí,
y no. Tengo una chiquilla de once años, el año que viene irá al
instituto, pero apenas la veo. Su madre me pone todo tipo de
impedimentos.
-¡Vaya!
Lo siento.
-Ya
ves, cosas que pasan. De hecho, creo que nunca figuré entre sus
planes. Me enteré de que tenía una hija casi por casualidad.
-¿Cómo
se llama?
-Lucía.
-Es
un nombre precioso.
-Ella
también lo es. ¿Y tú…?
-Yo
no tengo hijos. Al parecer, mi marido y yo no éramos incompatibles
en ese sentido. Supongo que por eso acabamos separándonos.
-¿Era
tu representante? ¿Tenía algo que ver con la música?
-No,
ni siquiera le gustaba. La verdad es que regentaba un estanco.
Sin
saber muy bien por qué, ambos se echaron a reír a carcajada limpia.
-¿Un
estanco? –repitió él, cloqueando como una gallina histérica.
-¡Un
estanco, sí! –apostrofó ella en pleno ataque de hilaridad.
-Nunca
te habría imaginado casada con el dueño de un estanco…
-Ni
yo –confesó mientras se secaba una lagrimilla con una esquina de
su pañuelo- ¿Aún eres fiel a nuestra vieja ciudad?
-Pues
claro. Y tú, ¿dónde vives ahora?
-Tengo
un pequeño apartamento en un burgo medieval rehabilitado, cerca de
Pamplona. No es muy espacioso, pero…
-¿Por
qué me dejaste? –la interrumpió él.
-¿Cómo?
-Ya
me has oído –añadió endureciendo su tono de voz.
¿Cómo
había podido ser tan ingenua?, ¿cómo había podido pensar ni por
un momento que se libraría de su interrogatorio? Los perros de caza
jamás sueltan su presa. Cease
to languish now in vain since never be loved again.
Al contrario de lo que parecía haberle sucedido a él, con el correr
de los años tenía la impresión de haberse ido volviendo tan
frágil
y transparente como el cristal, y cada vez estaba menos segura tanto
de su belleza como de su talento, que en algunas ocasiones le parecía
sólo fruto de la técnica.
-No
lo sé. Quizá me querías demasiado –aventuró con voz temblorosa.
-¿Y
eso es malo?
-Con
veinte años puede llegar a parecer peligroso.
Al
escucharla decir esto, él se encerró en un mutismo teñido de
rencor.
-Oye
–le espetó tras unos instantes de indecisión, inclinándose hacia
él y apoyando una mano sobre una de sus rodilla-, ¿qué más da eso
ahora? ¡Han pasado veinte años! No seas chiquillo, no le des más
vueltas.
-Nunca
he querido a nadie tanto como a ti –confesó él, ablandándose.
-Yo
tampoco –se oyó decir a sí misma con estupefacción-. Pero, ¡qué
más da eso ahora…!
Él
le lanzó una mirada indescifrable. Por un instante, incluso pareció
a punto de echarse a llorar tras el reflejo de sus gafas. Luego sus
facciones se relajaron y una especie de mueca que sin duda querría
haber sido una sonrisa se extendió por su rostro.
-¿Tú
no deberías dormir para estar en plena forma durante el concierto?
–le preguntó retomando derroteros previsibles y civilizados.
-Sí,
desde luego. ¿Y tú?
-Ya
sabes que yo no duermo.
-¿Sigues
sufriendo de insomnio?
-Sí,
aunque ahora un poco menos. Esta noche puede que acabe echando una
cabezadita, pero no creo que sea enseguida. Tengo demasiadas cosas en
que pensar.
-Entonces…
-titubeó ella, poco deseosa de proseguir esta conversación- ¡Buenas
noches!
-Buenas
noches –asintió él.
A
la mañana siguiente, se encontró sola en el compartimento. La
familia marroquí había desaparecido junto a todos sus bártulos y
sobre la rejilla del maletero sólo quedaba una vieja bolsa de
deportes que tanto podría ser de él como llevar allí desde tiempos
inmemoriales, pues incluso parecía a punto de fundirse con el
abigarrado diseño de las paredes del vagón. El pálido sol de las
siete se colaba por la rendija inferior de la persiana, que no
recordaba que nadie hubiera bajado la noche anterior. A pesar de
haber dormido, todavía tenía muchísimo sueño y le dolían todos
los huesos. En algún momento de la noche recordaba haber apoyado la
cabeza sobre algo blando. Quizá él había acabado sentándose a su
lado, o fabricándole un almohadón con su cazadora de cuero. Por un
momento, se dejó invadir por una vaga sensación de vértigo. ¿Y si
jamás volvían
a encontrarse? Sólo sabía que seguía viviendo en Vitoria y que
hacía lámparas art
nouveau.
Quizá fuera sufiente para retomar el contacto, en el supuesto de que
quisiera volver a hacerlo.
-Buenos
días –oyó que decía con su voz inconfundiblemente ronca desde el
pasillo.
-Buenos
días –susurró ella.
-Me
he tomado la libertad de ir a buscarte un café. Parecías dormir tan
a gusto… ¿Te sientes descansada? –le preguntó mientras
atravesaba la puerta de su compartimento.
-Me
siento como si el tren me hubiera pasado por encima en lugar de
llevarme a Málaga –respondió estirando los brazos por encima de
la cabeza.
De
repente, éste empezó a ralentizar. Ella levantó la persiana y dejó
que la clara luz del Sur inundara el vagón. En lontananza, tras una
curva, se veía un modestísimo apeadero de color rosa pastel rodeado
de álamos.
-¿Dónde
estamos? –inquirió con sobresalto.
-Málaga
es la siguiente. Yo me bajo aquí –manifestó él mientras echaba
mano de su polvorienta bolsa de deportes.
-¿Ya?
–exclamó ella, asustada.
-Sí,
claro. Aquí es donde se celebra la feria.
-¿Volveremos
a vernos? –quiso saber ella, poniéndose en pie.
El
tren detuvo su marcha con un chirrido.
-Eso
depende de ti. Esta noche iré al teatro a escucharte. Según cantes,
sabré si tengo que esperarte a la salida o es mejor que desaparezca.
Ella
entreabrió la boca para decir algo.
-¡No!
–la detuvo él, alzando una mano y adentrándose en el pasillo de
nuevo- No digas nada ahora. Piénsalo bien y actúa en consecuencia.
No quiero que vuelvas a romperme el corazón.
-Pero,
¿cómo…?
-No
te preocupes, yo te conozco. Yo sabré interpretar tus deseos. En
cualquier caso, y aunque suene manido, ha sido un verdadero placer
volver a charlar contigo –musitó tendiéndole una de sus manos
encallecidas y rugosas de artesano como si se despidiera de un
posible socio. Sólo el vago temblor de ésta traicionaba sus
sentimientos-. Adiós.
Ella
tenía un nudo en la garganta y no pudo, o no supo, contestar. Lo
último que vio de él aquella mañana fue su coleta rizada y más
bien canosa alejándose por el pasillo del vagón.
We
the spirits of the air
That
of human things take care.
Out
of pity, now descend
To
forewarn what woes attend.
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